16 de enero de 2016

DAKOVIKA, segunda parte (una novela por entregas)





Capítulo 12

Finalmente nos despertamos los tres a la vez y, sin decirnos nada, nos pusimos en pie con la intención de irnos. Preparé un petate con la colcha en cuyo centro coloqué el libro con las listas de muertos con la esperanza de que aquellos papeles viejos nos diesen de comer algún tiempo. Bajamos en silencio a las cocinas y de ahí a las bodegas y de ahí a las cloacas con algunas latas de alimentos y tres botellas de vino del año 37. Un estruendo de agua y de gritos de ratas nos recibió. Seguimos la dirección de la fétida corriente que humeaba para aproximarnos al río y huir del centro.
Las ratas comenzaron a seguirnos por miles y dejaron de apiñarse a nuestros pies para seguirnos a más de medio metro. Parecía que hubieran entendido que éramos seres superiores a ellas y que de seguirnos ascendería a una vida mejor. Al fondo de las galerías se sentía un resplandor que no era aún de luz sino de aguas rompiéndose. Algo que hacía pensar en una cascada subterránea. Caminamos seguidos por las ratas que cada vez se volvieron más respetuosas y silenciosas y que casi ya no chillaban. 
El techo fue bajando hasta que se encontró con el suelo y se abrió la cloaca a un río menos negro sobre el que flotaban todo tipo de inmundicias lavadas de lodos. Era el Rastro absoluto hecho río. Animales muertos flotaban lánguidamente junto a ramas degolladas, plegados plásticos navegaban entre irisadas manchas de aceite. Todos los orines de la ciudad fermentando. Una cuna volcada con una rata sobre ella que usaba la larga cola de timón. En el cielo aborrascado apareció un cuervo de al menos un metro de envergadura y graznó dos veces como si le hubieran clavado dos puñaladas.
Dakovika se llevó las yemas de los dedos a los párpados y se los frotó como si se desperezase de un sueño de siglos y al levantarlos se dolió de aquella luz gris como si fuera mucha para un ser como él, habitante de las tinieblas. Todo el borde del río Bernesga estaba salvaje de chopos retorcidos que crecían tumbados hasta troncharse sobre otros. El suelo estaba forrado de plásticos y yeso y restos de derrumbes y de obras vertidos por todas partes. Algunas espigas tenían la desesperación de nacer entre cascotes y sobre manchas solidificadas de alquitrán. Toda la ciudad sin nombre limpiaba allí los pinceles de sus cuadros volviendo la ribera en la paleta de un pintor de tristezas.
Las miríadas de ratas al salir a cielo abierto comenzaron a temblar como si una gran intemperie las sobrecogiera. Me sentí muy viejo y muy cansado. Lamieva me señaló al costado y comprobé que la herida del tiro que ella me había pegado en la casa de los Siena-Pombal había vuelto a sangrar. Posé a Dakovika en el suelo y comenzó a caminar con un brío sorprendente aunque sus piernas parecía que se habían acortado aun más. Entonces comenzó a llover y nos metimos debajo de los árboles pelados por el invierno. Las gotas heladas entraron por las cimas de las ramas y se deslizaban por todo el árbol hasta caer a la tierra en borbotones que nos cubrían los pies hasta los tobillos. Las mil o dos mil ratas que nos habían acompañado desde el corazón oscuro y fétido de las cloacas de la ciudad empezaron a flotar sobre el agua. Retrocedieron hasta un alto y durante unos instantes nos miraron con una fijación intensa. Luego emprendieron una retirada desesperada desuniéndose por momentos y rompiendo su mancha gris sobre la tierra hasta reunirse en la boca de la cloaca hacia donde se metieron con una implosión de sonido que dejó un terrorífico silencio.
Dakovika había desaparecido de nuestra vista. Su escasa estatura podía hacer que nos pasase desapercibido detrás de cualquier matojo. Entonces la voz aflautada y tan pocas veces oída por mí de Lamieva gritó llamándole. Era como un hilo de hielo su voz en aquel paraje, era un lamento sin remedio, una sacudida como de terremoto en el vacío.
Unas pajillas temblaron tras un chopo. Allí, tiritando y con los ojos en blanco le hallamos. Apenas le latía el corazón y le vibraban las manos y los pies y las cintas de pelo blanco se le empapaban en el barro y se disolvían en los charcos alrededor de su cabeza. Le envolvimos en un trapo y me lo eché al hombro.


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