29 de enero de 2016

El Libro


El excelente cuento de El Amanuense publicado aquí hace unos días (no sé que haces leyendo esto si aún no lo conoces) me ha recordado por afinidad El Libro, obra de Zoran Zivkovic donde el narrador es quien indica el título. Transcribo un fragmento en el que aparece una vieja conocida nuestra: la viuda inconsolable. 






Podría parecer que nosotros, los libros, tenemos que ver la librería de viejo con repugnancia y horror, como un lugar donde no se puede caer más bajo. Y la verdad es que no hay un sitio donde menos nos aprecien que en las tiendas de esos anticuarios, sombrías, oscuras, desordenadas, en las que solo falta el incienso para ser una capilla: lo que sería si no fuera por las extravagantes aficiones humanas y los coleccionistas de raras antiguallas.

De manera absolutamente inesperada, justo ahí donde hemos perdido todo valor, donde nos ha abandonado cualquier esperanza, sucede un prodigio como en un cuento. Como en Cenicienta, por ejemplo, aunque con ciertas diferencias. Para empezar no hay ningún zapato, y sí más príncipes disfrazados de compradores que compiten febriles por un afortunado entre nosotros, en particular si es el último de su especie y, a ser posible, muy viejo, un siglo y medio como mínimo. Eso es lo que más se busca. 

No les interesa lo que pone en el libro, cómo es su alma, ni siquiera les preocupa su aspecto, no tiene que ser bonito, pese a que si está bien conservado se aprecia más, solo quieren poseerlo, que sea suyo y de nadie más, que ningún otro se apodere de él, cueste lo que cueste. La pasión coleccionista no pregunta el precio. 

    Encontrar estos libros raros es, en realidad, el verdadero oficio del anticuario. El resto solo es un trabajo secundario, una tapadera, por así decirlo. Cabe esperar un resultado lucrativo sobre todo cuando el primer propietario ignora el valor de lo que posee. Se trata de una persona inexperta e ingenua: la viuda de un profesor de universidad, por ejemplo, que tiene una pensión si no pequeña, al menos insuficiente, por lo que se ha decidido a vender la biblioteca de su difunto marido y mejorar así su situación. 

Ella es consciente de que está infringiendo el juramento; en su lecho de muerte él le hizo jurar que no vendería los libros y que, como no tenían herederos, al final los donaría a un museo o a una institución similar, si era posible de relevancia nacional, incluso podría constituir una fundación. Sin embargo, no le remuerde mucho la conciencia, aunque seguramente él se esté revolviendo en la tumba: le está bien empleado por haber dedicado en vida más tiempo a esos libracos que a ella. Desde luego, no tiene intención de leerlos, entonces ¿para qué dejar que cojan polvo? De esta forma se les sacará algún provecho, toda la vida ha estado pendiente de complacerlo y halagarlo a él, ahora ha llegado su turno de disfrutar un poco. 

Llega el anticuario a visitar a la viuda, es lo correcto, no le va a llevar ella todos esos libros a la librería, ¿cómo iba a hacerlo? Él le lleva flores, narcisos a ser posible, no hay mujer mayor que no los adore, y también aparece una bombonera envuelta en un bonito papel de regalo con cintas si el hombre intuye que le espera una buena presa. Para ganar hay que invertir algo. Solo los tontos esperan ganar sin dar nada a cambio

La conversación no gira enseguida en torno al trabajo. Eso viene al final. El anticuario induce hábilmente a la señora para que le cuente su vida. Ella, por supuesto, lo está ansiando. No recibe muchas visitas, solo habla con los gatos, no tiene a quién quejarse. Y abre su alma, no le molesta hacerla ante un desconocido, el señor es tan fino, lleno de comprensión, tan cortés. ¿Cuándo fue la última vez que alguien le llevó flores? Y de la caja de bombones, mejor no hablemos, aunque el médico le ha prohibido terminantemente los dulces, porque tiene el azúcar alto, pero le da igual, no los va a tirar.

La escucha con atención, compadece sus penas con sinceridad, se espanta ante los procedimientos del marido desconsiderado, le da su aprobación, ella tiene razón cuando afirma que la gente, en general, es pérfida y mala, solo trata de engañar al prójimo, ya no se puede confiar en nadie, el mundo entero es corrupto.  

Cuando, al cabo de tres horas y cuarto de su llegada, le toca el turno a la biblioteca, ella está dispuesta incluso a regalársela, y le está profundamente agradecida porque él se va a ocupar de sacarla de allí. El hombre se levanta para veda, en apariencia lo hace de manera superficial, un simple vistazo, sin mayor interés, pero en realidad busca minuciosamente las rarezas. Si descubre alguna, no lo demuestra con ningún gesto, la cara impasible, como la de un jugador de póquer experimentado.  

Acaba el reconocimiento, pero él no expone enseguida su oferta. Primero acuerda los detalles del transporte. Eso es lo más urgente. Que la señora lo deje todo en sus manos, sus muchachos tienen experiencia, saben cómo se hace el trabajo, claro que él le procurará cajas y un camión, llevarán hasta un aspirador para que no quede ni una mota de polvo cuando se vayan, si la señora lo desea pueden descolgar las estanterías y llevárselas, para que no se queden vacías, y van a ser silenciosos, faltaría más, los vecinos no van ni a enterarse de que se han llevado los libros.  

La mujer no oye el precio que el anticuario dice al final. Se limita a asentir con la cabeza en señal de conformidad, los ojos bajos, sintiendo incomodidad porque no queda más remedio que resolver esas trivialidades. Él sacará con galantería los billetes, por supuesto nuevos y grandes, y los pondrá en la mesa. Ella los cogerá mucho tiempo después de que el hombre se haya marchado, para esconderlos en la caja de madera tallada, con llave, en la que guarda el dinero. Ni se le ocurre contado. ¡Qué iba a parecer aquello! Cuando se va, él le besa la mano, como corresponde. 

Muchas personas acusarán al anticuario de estafador, pero nosotros no compartimos ese puritanismo moralizador. Para nosotros, al contrario, es un benefactor, y si saca provecho de todo ello, ¿se le puede reprochar? ¿Qué ha hecho de malo? ¿Ha robado algo? No. ¿Ha obligado a la mujer a aceptar su oferta? No. Se ha limitado a no informarla de que algunos de los libros de su biblioteca tienen gran valor. Pero ¿por qué debía hacerlo? No vamos a cargarle a él con un pecado que en otros hombres de negocios saludaríamos como habilidad, arte, agudeza...


 [Gromov]


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