6 de febrero de 2018

Crónica de Sicalípticos nº 4


                                                                                                                                                           Fotos / M. Ramone


Presentación de Sicalípticos Nº4
Crónica del despropósito y el placer

A la hora convenida, los Ultramarinos, allegados varios y escritores participantes  se congregaron en la calle Apalpacoños para iniciar la presentación de un nuevo volumen de la colección Sicalípticos, titulado “Varios cuentos bárbaros. Erotismos macabros.” Solo el espacio angosto del callejón se mantenía fiel a su legendario pasado, pues las fachadas remozadas habían olvidado el ajetreo de la otrora compra-venta de placer reinante tras sus muros en tiempos remotos, ya solo recuerdo en la memoria de los más provectos, como así lo hizo notar uno de los insignes asistentes, Pepe Muñiz, quien recordó con melancolía a la Maruja y a sus meretrices, con quienes tantos paisanos habían descubierto por primera vez los placeres y servidumbres de la carne, incluso él mismo, como se verá más adelante. Embozados de arriba abajo debido a las inclemencias del tiempo, los Ultramarinos posaron estoicamente para realizarse las fotografías de rigor, que Mario tomó con su ojo de pez sin que nada escapara a su objetivo, salvo Melón, quien a punto de sonar el último disparo de la cámara se apresuró raudo y veloz par sumarse a la instantánea. Concluido dicha inmortalización gráfica, un par de acróbatas temerarios, con Larsen a la cabeza, hubieron de trepar al registro de la luz donde se situaba con precisión el más célebre lupanar de toda la ciudad, con objeto de depositar un ejemplar en homenaje sentido a todas aquellas andorreras, lumiascas, colipoterras, grofas, piculinas… que tanta calor y frescura suministraron a quienes no encontraron otra manera mejor de sortear los rigurosos inviernos y estíos. 



A continuación toda la troupe se puso en camino hacia la mítica Cueva del senador, que así llaman por allí al semisótano del bar Begoña, por estar situado en la calle Fernández Cadórniga, senador ilustre del siglo XIX, quien, según cuentan los cronistas, en aquel mismo lugar tejió con sus compadres tantas conspiraciones como solicitudes, y de cuyo aroma misterioso estos Ultramarinos pretendieron imbuirse. Una vez aposentados en los rancios escaños de roble carcomido y en las sillas de tijera, que lo mismo podrían proceder de un antiguo cine de verano que de un velatorio, la segunda parte del encuentro ultramarino dio comienzo. Pepe Muñiz los deleitó con un texto confesional en verso, donde relataba con voluptuosidad y ternura su primer encuentro carnal a los quince años con un pupila de la Maruja. Los numerosos aplausos dieron paso al editor Malabia, quien leyó la cita valleinclanesca que precede al prólogo, para después continuar con un escrito de presentación, entre paradas y acelerones verbales, cuando no cambios de acentos sorprendentes, que dieron originalidad a la lectura y sumieron en la perplejidad a los puristas de la dicción, en el cual se daba cuenta de cada uno de los participantes y una breve reseña de cada una de los relatos, concluyó agradeciéndoles su colaboración, así como al Dr. Less Top por el epílogo y a Gromov por el prólogo, a quien dio paso para su lectura. Tras lo cual fue nombrando a lo autores y autoras para que añadieran lo que estimaran oportuno, o quizás leyeran su narración sicalíptica. Así fueron interviniendo todos ellos, empezando por el Cuervo, quien manifestó que se remitía a las certeras palabras del preámbulo. La pieza de Fermín López Costero fue leída por el editor en recuerdo suyo, dadas las terribles circunstancias personales en las que se hallaba. José Manuel Donís leyó una líneas del comienzo, aunque señaló que ya había escrito otra versión diferente del mismo. Nuria Viuda advirtió que su relato estaba destinado a ser publicado en una revista argentina, pero le satisfizo más hacerlo en Manual de ultramarinos, declaración que le fue agradecida encarecidamente. Alberto Torices se mostró sorprendido por tener que intervenir, pero lo hizo brillantemente leyendo un fragmento, no sin antes informar de que aquel cuento lo había escrito hacía mucho. Se requirió la presencia de Bárbara G. Nogueira, pero no se personó, nadie sabía por qué, aunque Malabia aseguró haberla llamado infructuosamente en numerosas ocasiones, no obstante arguyó con cierta malicia que probablemente el salvajismo de su historia y una timidez congénita la llevó a tomar la decisión de no asistir. Torivino hizo gala de su bien conocido humor con los tejemanejes de tres primas en pos del amor. Morti en su intervención, dada la exigua luz reinante y la tradicional letra minúscula de las publicaciones ultramarinas, tuvo que mal adivinar lo que él mismo había escrito sobre los amores imposibles de un sicópata carcelario. Como espléndido colofón, Isabel Llanos dio lectura, con su aterciopelada y sensual voz de magnífica actriz, a su cuento, donde Eros y Tánatos se enfrentan en una lucha por la conquista del deseo. Las ovaciones cosechadas por los intervinientes generó un ambiente cálido, que desembocó en la venta de toda la edición al completo. 




Tras esta segunda parte, trece de los asistentes descendieron hacia el comedor de la Cueva del senador, donde los esperaba una reconfortante chimenea encendida y un suculento almuerzo, que fue celebrado con algarabía por la concurrencia. Aunque bien apretados por la falta de espacio, los Ultramarinos se acomodaron frente a los platos, casi todos diferentes entre ellos, blancos de Arcopal. Las conversaciones quedaron en suspenso momentáneamente cuando llegaron las excelentes y abundantes patatas con almejas y langostinos. Isabel Llanos departía entre cucharada y cucharada con la magnífica ilustradora Nuria Cadierno y Torivino, mientras un poco más allá la otra Nuria homónima le pasaba una agenda a Morti, situado enfrente, para que le apuntase algún dato solicitado. A la derecha de este, el Dr. Less Top departía con Gromov, a quien Larsen le entregó un dobladillo que pasó de mano en mano; dicha generosidad fue justificada por el caimán malabiano diciendo que contra todo pronóstico el ruso le había satisfecho el precio acordado. A la izquierda el Amanuense y Donís compartían algún testimonio, mientras el Cuervo y Melón se lanzaban maldades sobre el arte contemporáneo. El vino del Bierzo y el clarete obraron una vivaz charlatenería entre unos y otros, quienes subiendo el volumen unos decibelios, lograron que aquello pareciera entonces el jolgorio de una kermés subterránea, más que un sesudo encuentro literario. La llegada del insuperable morcillo con patatas fritas llenó de júbilo a los comensales, a todos menos al Amanuense, quien tras levantarse para atender algún asunto, al regreso se encontró con que solo en una de las tres fuentonas quedaban unas piltrafas de carne y ninguna patata, pues los hambreados Ultramarinos gulosos les habían dado fin con prontitud, pormenor que fue resuelto cuando el camarero hizo acto de presencia con una nueva fuente al grito de “aquí no se queda con hambre ni Dios”. El juego literario del nombre del postre fue encomiado, puesto que a una prosaica y gustosa comtessa, el “maitre” nos la presentó como “tarta selva negra”, quizás por eso fue saboreada como una ambrosía caída del mismo Olimpo, eso sí, servida en los platos que habían quedado desparejados de su taza en las miles de batallas libradas sobre el mostrador del bar.  El café de puchero se les sirvió en jarra de cristal; aunque más propia de sangría para guiris, los Ultramarinos, en su tenaz costumbre de rescatar lo viejo y lo impropio del baúl de la vulgaridad, vieron en ella la cafetera de los mismísimos dioses, hubo quien la confundió incluso con una hermosa crátera de época clásica. Pero lo que está dedicado a perdurar en la intrahistoria de estos traperos del tiempo fueron los reconvertidos tarros de barro que oficiaron de tazas, y no de la misma familia, que en su día contuvieron a buen seguro cuajadas dentro de un modesto menú para peregrinos. Dicho detalle clausuró el festín con oro de muchos quilates, puesto que los hizo sentirse, sin ambages, en su ecosistema natural, como en la mejor de las chamarilerías, la de la calle Cantareros, recordada con suspiros elegíacos por todo Ultramarino presente de bien. Entre risas y parloteos el ágape dio fin con la libación de las dos frascas de orujo natural y de yerbas, con las cuales fueron finalmente agasajados. La celebración quedó de este modo anclada en la memoria ultramarina, con la promesa de volver a tan acogedora Cueva del senador.    
                                                                                                        Morti



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