30 de mayo de 2015

28 de mayo de 2015

Marciano Sonoro Ediciones







http://www.marcianosonoro.com/


Nuestro amigo y editor, Tarkovski, nos invita a esta presentación.

[malabia]


Ars Libri







Nuestra amiga Cristina Pimentel en su taller de San Román de la Vega.


http://arslibri.tumblr.com/encuadernadora



En capilla

Ricardo, jefe de los talleres Jacobinos


Ultramarinos en la ciudad levítica






















Astorga. Una parca facción ultramarina aterriza en ALSA el día de autos. Los avezados expedicionarios departen sobre lo divino y lo humano mientras se dirigen a la casa de los Panero, todo lo contrario a una mansión encantada. 



Amanuense: Ha sido buena idea venir en bus, así nos despreocupamos de todo. A ver, Gromov, tú que eres de la comarca: guíanos.

Gromov: Yo soy de la Vega, no de Maragatería. Y hace lustros que no venía por aquí. Pero creo recordar que tenemos que ir detrás de la catedral.

Amanuense: En este lugar todo gira en torno al clero; bueno, aunque ahora ya menos. En tiempos, la primera ciudad de España en curas per cápita era Orihuela; y la segunda, Astorga.

Tinofc: Sí. Clarín, en La Regenta, retrató a estas ciudades levíticas, como su Vetusta…

Gromov: Venga, vamos a movernos. Antes del acto, ¿habéis quedado con el folleditor?

Amanuense: ¿Folleditor? Eso que es, ¿como follamigo?

Gromov: No, a ver si me explico. Según la Unesco, un libro debe tener 49 páginas o más: si no, es un folleto. Y malabia no ha llegado hasta ahora con sus publicaciones a esta cifra mágica. Aunque con los repliegues de los dobladillos se va acercando mucho.

Tinofc: ¡Que animalidad, confundir cantidad y calidad! Bueno, ya tenemos la catedral a tiro de piedra. ¿Y ahora qué? Venga, vamos a callejear un rato por los alrededores para hacer tiempo.

Amanuense: Podemos entrar a ver el retablo de Gaspar Becerra, que es una maravilla.

Gromov: Déjate de retablos. Damos una vuelta y luego tomamos un pincho de tortilla y caña, que la mañana será larga hasta que llegue el cocido. Y quiero, además, comprar unas mantecadas.

Tinofc: Eres un tragaldabas, Gromov. Yo prefiero ir a echar un vistazo en la librería del seminario. Siempre he encontrado cosas interesantes en ese tipo de sitios.

Gromov: Si vamos al vicio, podemos visitar los almacenes de la editorial Akrón, que es de aquí. Seguro que nos hacen un buen descuento.

Amanuense: ¡Y tanto! Ha saldado. Se encuentran fondos suyos a precio de baratillo: la Historia del Conde de Toreno, la Causa General o la novelización de los Panero Jardín Perdido

Tinofc: Hay también otras dos librerías para ojear: “Cervantes” y “El Progreso”.

Gromov: Joder, ya veo que te conoces la provincia al dedillo.

Tinofc [se detiene, saca un libro del bolsillo trasero y recita con voz cascada]:

¡Bendito tiempo supremo

sobre Castrillo y Nistal

y nava triste de Cuevas

donde cruje el centenal,

y agua seca de Barrientos,

y alameda de Carral,

llena de música y sombra

por las noches de San Juan!



[Spasavic]

27 de mayo de 2015

La prueba de Gromo (Novela por entregas)




9


DE CÓMO VALENTINA KRISTEL DESCUBRIÓ LAS DEPRAVACIONES DE GROMO A TRAVÉS DE LAS PALABRAS DE TRES ESCRITORES. Y DE CÓMO EL PLACER QUE LAS PALABRAS LE SUSCITARON AL EDITOR, LE PROVOCÓ…

Valentina Kristel había sabido por una paciente de Ángel Ricardo, lectora de la colección La sonrisa horizontal de Afrodita, que Gromo asistiría aquella tarde a una mesa redonda sobre literatura erótica en la biblioteca de la Asociación Contra las Enfermedades Venéreas, donde todos los invitados leerían algunos textos, además de responder a las preguntas que el público asistente les hiciera. No pudo encontrar mejor ocasión para su propósito de escudriñar la cabeza del editor, y por si fuera poco tal asociación estaba a sólo cuatro manzanas de allí, en dirección a la parte más nueva de la ciudad. Iría con tiempo para situarse en primera fila, así no se perdería ningún detalle.
Una hora antes de comenzar el acto, se puso un sweater fino de lana, unos leggins estampados, unos zapatos de tacón alto y una cazadora de cuero negra. Se pintó los labios, se maquilló y se perfumó las muñecas y el escote. Puso su libreta de notas dentro del bolso y se dirigió hacia allí. Durante el trayecto fue pensando en dos preguntas certeras que le podría hacer, seguramente no tendría muchas más oportunidades, así que cuando le tocara su turno se las formularía una detrás de otra.
Preguntó en información dónde era la mesa redonda y le indicaron un salón de actos de no más de doscientas personas. Le dijeron que todavía no había nadie, aunque podía pasar si lo deseaba. Se sentó en la primera fila, más o menos en el centro. En el escenario había una mesa grande con un tablero y cuatro patas, de modo que tendría a la vista todo el cuerpo de Gromo para no perder detalle alguno. Estuvo garabateando palabras en su agenda hasta que comenzaron a llegar los asistentes. Había en todos ellos una mirada intensa, huidiza, como si recelasen unos de otros o no desearan ser vistos. Al fin llegaron los participantes, eran cuatro, tres hombres y una mujer. Gromo no era el más corpulento, aunque parecía mucho más voluminoso que en las fotos. Vestía una americana marrón, que colgó en el respaldo de la silla, un polo azul celeste churretoso con manchas costrosas de origen incierto y unos amplios pantalones de tergal de color crema. Al sentarse se dio cuenta de que seguramente no llevaba calzoncillos, porque el badajo le campaneaba en la entrepierna con soltura cuando se movía de un lado y otro para susurrarle algo a sus acompañantes. Una de las patillas de las gafas llevaba pegado un esparadrapo de color carne y el pelo rezumaba aceite si no virgen, por lo menos lampante. 

Después de que uno de los bibliotecarios los presentara, dio paso a Mariano Cortés, un hombrecillo de semblante mezquino y ojos de grillo, autor de un libro de cuentos sadomasoquistas titulado Coños asesinos: «Gala se acuclilló para verle de cerca el glande agujereado por la sífilis. Tal visión le inspiró tal ternura que no se lo pensó dos veces, abrió su boca desdentada y se lo introdujo hasta el fondo. No dejó de lenguetearlo hasta que estuvo bien erecto, y pudo abrirse paso entre las bubas de su vagina…»
Gromo comenzó a zurear como un palomo en celo, estiraba y encogía el cuello, movía los codos hacia fuera y aflautaba sus labios varias veces por segundo, se diría que no pensaba en otra cosa que en sentir en sus propias carnes aquel placer por la descomposición, la degradación más nauseabunda. Quizás recordara algún episodio de su vida íntima y por eso parecía sentirse inmensamente complacido.

El segundo era Gerardo Pera, de hechuras raquíticas, piel cetrina y aspecto enfermizo, autor de una novela corta de ciencia ficción titulada Manzanas de silicona: «Después de practicarle tres orificios más de los que tenía, por donde le metió sus tres pollas implantadas, la muñeca androide comenzó a desinflarse, a perder todos los fluidos hasta que no quedó más que uno amasijo mezclado con semen verde…»
Gromo bizqueaba, parpadeaba, tragaba saliva elevando la nuez como si se hubiera atragantado. Esta vez era un chillido como el de una rata herida lo que salió de sus orificios nasales. Masticaba las manzanas de silicona como un poseso, a la vez que aleteaba con las piernas en un intento por refrescar su ardor oculto seguramente en alguno de sus múltiples esfínteres, que delatarían su perverso gusto por el artificio. 

Llegó el turno de Pompeya Gracia, un monte de mujer encaramada sobre unos muslos poderosos y unas pantorrillas torcidas, con unas tetas capaces de eclipsar al amante más bragado, y una cabeza gromoiesca digna de un escultor ciclópeo, era autora de un diario erótico titulado Mis amantes perecederos: «Habíamos estado cenando sin parar durante tres horas, tras las cuales llegamos a mi apartamento. Encendí la lámpara del dormitorio, pero como la intensidad de la luz resultó poco romántica, manipulé el reostato que había instalado al efecto y dejé todo en penumbra. Le quité los calzoncillos de pata larga de varios tirones, le rasgué la camisa como había visto en una película, cada vez con más violencia, según me pedían mis enfurecidos jugos gástricos. Media hora más tarde no sabíamos si era el sebo de uno o de otro lo que mordíamos con fruición. Apagué totalmente la lámpara de noche por ver si los instintos de primate obraban la cópula, pero él lanzó un quejido de orangután impotente, se levantó y se marchó, debido a una indisposición estomacal…» ¿Verdad, mi querido Gromo?
Antes de que pronunciara esto último. Gromo había comenzado a sudar profusamente, a dejar escapar una babilla blanca por la comisura de sus labios, que empezó a manifestarse en pequeñas pompas con la respiración agitada y sibilante. Temí que empezara a escupir de un momento a otro. Las piernas las había juntado y hacía fuerza para mantenerlas unidas, a pesar de lo cual un tercer pedúnculo se hacía paso entre ambas, bajo unos lamparones húmedos, frutos de la exudación quién sabe si seminal. Las manos y las mandíbulas le temblaban. Todo indicaba que de un momento a otro iba producirse una explosión orgásmica. El pecho le subía y bajaba en estertores asmáticos. Tras la frase final, exhaló un sonido gutural, grave, de ahogo amoroso, se levantó, miró a Pompeya con toda la lubricidad de la venganza, se disculpó por encontrarse mal y se marchó tapándose la bragueta con la americana.

A Valentina Kristel no le importó no haber podido escuchar de sus labios el colofón a tanta belleza. Minutos después de marcharse Gromo, se levantó y se marchó, no le importó perderse el coloquio. Con aquello era más que suficiente para coger el tono de su historia y conseguir que reaccionara del mismo modo que había observado. Sí, la degeneración, lo artificial y lo deforme eran el camino. ¿Acaso no era ella igual?, pensó.

Press clipping



Arriba, un evanescente aviso (es un pantallazo de un link que ya no existe) en Astorga RedAcción sobre PANERISMOS

Más información en Tam Tam Press

[Para el archivo digital malabia]


26 de mayo de 2015

Razón: aquí





La noticia completa en La Llave del Camino




Según señala el articulista sobre la presentación de PANERISMOS, "el segundo número de La Galerna parece que se va a hacer mayor y busca un poco de empaque y de mayor difusión". 

Pero, al no haber aparecido la primicia aquí, yo empiezo a dudar que a su arisco editor le guste tanta publicidad. Seguro que hasta me reprocha esta reseña.

[Leo Garduña]

25 de mayo de 2015

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


22

PARAGUAS DE SOMBRA

El caso de Elvio Villagrás fue uno de los más singulares, aunque en este mundo hermético de los libros vivos con hechuras de cansancio nada hay que no sea singular, con trazas de novelesco. Era Villagrás un hombrecillo de no más de metro y medio, con una cabecita empotrada en unas espaldas desproporcionadas y una melena copiosa de color cetrino, gastado, que le hubiera dado una apariencia romanticona, si no fuera porque hasta las caderas era todo él una generosa bola oronda como de caricatura de cerdito animado, sostenida por unos amplísimos pantalones pardos de tergal, que no permitían adivinar si toda su persona flotaba sobre ellos o de verdad habría debajo dos columnas de un Hércules venido a menos. Y sin embargo, el rostro apacible de iluso, como de alguien que ha descendido de su torre de marfil tibetano, denotaba una vida interior al margen de su cuerpo. Sólo la incapacidad de encaramarse a los lugares más altos, para fisgonear los títulos que no alcanzaba a ver desde abajo, fundía sus muecas de disgusto con sus otras imperfecciones, trocando todo su ser en un renacuajo panzudo en su última fase, que aspira a un beso transformador.
Elvio venía a Laminium no cuando llovía, sino diluviaba, no cuando nevaba, sino ventiscaba, en todas las ocasiones en que la ciudad quedaba desdibujada y desaparecía por cualquier inclemencia brutal, fuera por un meteoro u otra circunstancia con idéntico resultado, y así su presencia no fuera advertida, salvo por quienes se hallaran en la librería. Se presentaba con la respiración acelerada, mirando a todos lados con desconfianza, tal si estuviera siendo perseguido. Se apostaba bajo la marquesina del establecimiento para cerrar su gran paraguas negro, que le daba el aspecto de un enorme y macabro hongo flotante, aunque sería más apropiado decir que el artilugio oficiaba más de protector contra las miradas indiscretas, que contra lo que cayera del cielo, allí estaba él, bajo aquella tienda de campaña oscura. Una vez dentro, podía verse que en la otra mano arrastraba un carrito de la compra de escay. Introducía el paraguas heredado de algún abuelo en el paragüero, y comenzaba el registro de las distintas secciones, en busca de obras nuevas o que no recordara, o cuya compra hubiera aplazado. Para que nadie le birlara estas últimas, solía esconderlas cambiándolas de lugar, después archivaba el lugar donde estaban en su cerebro de perro rastreador, aunque era común que lo olvidara, con la consiguiente sorpresa al dar con ella cualquier día insospechado. A las dos o tres horas tenía elegidos una buena cantidad de libros, que iba apilando en el suelo, unos encima de otros, hasta que calculaba siempre la misma cantidad de dinero, incluyendo el descuento del regateo al que sometía de manera implacable a Barbadillo. Lo que este no le dijo nunca fue que siempre accedía a sus pretensiones, no por la habilidad dialéctica ni comercial desplegada, sino porque la voz nasal, meliflua y gangosa de Villagrás se le pegaba al paladar con repugnancia, y luego tenía que enjuagarse la boca con un trago de orujo, y los oídos con media hora de los Concierto de Brandenburgo. Pagaba la mercancía, metía todo en el carrito de la compra y desaparecía hasta una nueva conjunción tempestuosa de uno o varios agentes meteorológicos. Salvo en una ocasión, que recuerde, bueno no, que recuerde Jerónimo, porque esto me lo contó él, aunque más bien creo que lo imaginó.
Las autoridades militares de no sé qué tiempo histórico habían decretado ese día el último toque de queda en la ciudad dos horas antes de lo habitual, eventualidad que Evio Villagrás aprovechó para presentarse como siempre, atrincherado bajo su paraguas, pero sin carrito de la compra. Se dirigió al librero, le pidió una escalera, con la cual se encaramó a un altillo, donde rebuscó tras varios ejemplares de las obras completas de Miguel Candián (un poeta olvidado de las primeras vanguardias, cuyo poemario más estimado por los lectores de su tiempo, Arrabales narcóticos de un derrotado, pasó injustamente desapercibido para la crítica). De entre el polvo y los restos de antiguos libros desmenuzados por las polillas, y quién sabe si también por algún blaps mortisaga como yo, sacó un ejemplar de Bajo el paraguas de un déspota misántropo, de un autor del que no había referencia en ningún documento conocido, Blas Romero, cuya existencia el librero había olvidado por completo, porque no se había parado a leer el libro en su día, para averiguar si tenía o no algún valor literario o siquiera documental. Trató de dar marcha atrás pidiéndole a Evio una cantidad exorbitada por él, pero el otro reaccionó frunciendo los labios e incendiando los ojos, además de cerrar los puños y enrojecer sus mejillas hasta el límite de la explosión. Ante esto nada pudo hacer, es más, dejó que se lo llevara sin coste alguno a cambio de que le contara, si lo sabía, de qué iba el libro, a lo que Villagrás respondió que se asomara a la calle durante los treinta años siguientes. La historia quedó aquí, inconclusa, pero no le pregunté quién era o había sido realmente Evio Villagrás ni Blas Romero, aunque sospecho que eran el mismo sueño, la misma pesadilla, por absurdo que parezca, y es que a veces las sombras conviven con la luz, emboscadas en lo terrible.

José Miguel López-Astilleros
  

24 de mayo de 2015

Las malas compañías


El Rastro, primavera de 2015


El único tema del Rastro era la primera edición de Fortunata y Jacinta que había conseguido Tinofc en Cuchilleros. Debido al elevado precio que pagó por ella, intentaba que la pérdida fuese ganancia vendiéndole al trapero una cizalla profesional.
Amenazó el polaco con montar la Librairie des éxiles para dar salida de emergencia a su expurgo infinito. Nos dijo que empezaría con todos los Diarios de Trapiello en la edición original a precio de bolsillo. Larsen reservó El gato apaleado.

En el delta los cachorros de la loba mendocina colocaba la cacharrería en el balcón del Bernesga y barajaban precios asequibles en las ediciones más populares. Al rato llegó aullando la mamma y sólo necesitó enseñar los dientes para que los Ultramarinos supiesen que no habían perdido nada allí.

Ante la falta del botillero de la Alberca, el estepario nos contó su andanzas en la ciudad impar. “No he desayunado (siguiendos los preceptos del Leopardi de Manzaneda)  porque después tengo una primera comunión en San Marcos, aunque casi me la pierdo porque esta semana estuve a punto de morir decapitado por un cristal que se desplomó cuando lo forzaba la bedela jacobina. Esa tarde del susto me quedé en la universidad hasta altas horas de la noche aprovechando mi tarjeta de residocente. Así pude poner al día mi Bestiario cervantino y terminar la entrevista con el factotum. Cambiando de tema, en el mercadillo de los miércoles el chamarilero calé nos trajo los restos de una librería del centro, por 2 euros conseguí la nueva edición de Las armas y las letras (con sus ojillos de miope damasiano esperaba encontrar la santa envidia ultramarina) .

Persiguiendo la sombra subimos río arriba hasta Reto. En la orilla, el Ultraísta berciano repasaba las cajas del maletero del ilustrado. El polaco acuciado por la curiosidad quiso acercarse (por ver el tipo de bono que le daba), pero desistimos por no sorprenderlos en ese acto tan íntimo.
En la franquicia de la nave de Orozco había saldo de Bestiasellers noir. El ruso arrampló, iluminado por el espíritu de Cabornero, con la colección completa de Collen MCcullough, inspiradora de Juego de tronos.”Me he leído todos los tomos y he visto las pelis”, dijo un veraniego estepario. En frente, Tinofc apandaba todos los crímenes nórdicos para quedar como un señor en la parrillada que tenía esa tarde en su pueblo.

Sin novedades en el desengaño y con la trapa echada de la furgodesván, el ubícuo Garduña empezó su lírica del despellejo. Nos habló de los escritores asalariados de Lara, arruinados por hacienda (qué penita nos daban, que no vendan nada y que paguen tanto, y  sobre todo que sigan escribiendo); del libro de T. Moix de J Bonilla, el primer negro que firma con su nombre; preguntó cómo iba el segundo volumen de la trilogía de Dakovika. (“¿Creo que va sobre la profanación del santo Grial?, le dijo Larsen”); nos comentó sus últimas lecturas: El deseo de ser piel roja de L M Panero (aquí Tinofc hizo una puntualización: ”Niña de provincias vamos a follar primero”, éstas eran las cariñosas palabras que Leopoldo María le decía a Blanca Andreú); también nos dijo que quería leer las memorias de Felicidad B., ante el fervor bovariano de Morti por la obra. Terminó recordando al Latas que, después de cuarenta años comprando en el Rastro, empieza a vender toda su hojalatería como pecios de la herrumbre.

El polaco entusiasmado (raro en él) nos recomendó una obra,  ahogada ya en el olvido porque no recuerdo ni el título ni el autor (favores que nos hace la memoria). Solamente se me prendieron por afinidad los títulos de sus artículos: Del hipermercado que acabó con los ultramarinos, De la venta a granelLa festividad de las tiendas de ultramarinos (8 de diciembre).
Siguió desgranando su lista de sintagmas, todos ellos ilustrados por las formas caprichosas del humo del cigarrillo.



23 de mayo de 2015

El entierro





El entierro

De veras que lo siento. Yo no puedo hacer más, ya no está en mis manos, está en las manos del Señor. Sólo queda rezar por Andrés.

El cuerpo me arde pero siento escalofríos, además está esa sed que me consume, que me agrieta los labios, que suelda mi lengua al paladar. Estoy despierto pero sueño con figuras geométricas que flotan en un abismo negro. Vienen hacia mí girando, retorciéndose y estirándose, una y otra vez, círculos, rombos, rectángulos, hexágonos y triángulos que según se acercan a mis ojos se deforman y cambian de color sobre un fondo de cortinones negros, negrísimos. Me cuesta respirar, mi pecho oprimido y mi garganta reseca no me permiten hablar, pero oigo a los que están a mi alrededor. Hablan en susurros apagados los hombres, entre contenidos sollozos las mujeres. Hace tiempo que no me preguntan qué tal estoy. Me cuesta mantener los ojos entreabiertos, veo rostros borrosos que reconozco… allí está don Anselmo, allí mi hermana Matilde y junto a ella don Eliseo, y aquí, a mi lado, mi madre bendita. Benditas sus lágrimas que al rozar mi frente alivian los ardores, benditas sus manos que al sujetar las mías encendidas templan mi cuerpo, benditas sus palabras que al oírlas sosiegan mis ansias. No estés triste madre. Cuánto daría por poder hablarte, madre, pero apenas puedo moverme en el lecho que me acoge. Estoy débil y consumido por estas ardientes y a la vez escalofriantes fiebres. ¿Cuánto llevo aquí postrado? ¿Días? ¿Semanas? o sólo unas horas. No puedo pensar con claridad, estoy confuso, me cuesta recordar, pero tengo que intentarlo para salir de este piélago sin fondo. Me encuentro sin fuerzas… ya vuelven hacia mí  esas figuras, deslizándose y encorvándose, doblándose y retorciéndose en silencio… tengo que recordar… tengo que recordar…

Sueño que el sol me deslumbra, entra a raudales por la ventana, encandila mis ojos, tengo que cubrirlos con la mano… ¿dónde estoy?... esa ventana, ese cuadro… esta es mi alcoba… el sol tan alto… ¿qué hora es?... ¡Ahh! cuánto me cuesta moverme… ¿qué hago en la cama?... estoy confuso. Llegan sueños enmarañados… aquí había mucha gente, don Eliseo, madre, don Anselmo… don Anselmo… don Anselmo el médico… no estoy soñando, son recuerdos. Estaba enfermo, maldita pulmonía, por eso me cuesta tanto moverme, todavía estoy débil, pero creo que estoy recuperado, aunque algo mareado y aturdido. Ya no me esfuerzo por respirar, siento libre el pecho. Noto estas bocanadas de aire entrar en mis pulmones, ¡qué alivio este aire! Protestan por el esfuerzo mis costillas, pero este soplo recuperador me aleja de la flaqueza. 

¡Madre!, ¡Madre! dónde estás. Soy Andrés. Ya estoy bien, mira madre, ya puedo hablar… porqué nadie me contesta… Estoy solo… 

Qué reconfortante esta luz que entra por el ventanal. Tengo que levantarme, ya llevo aquí languideciendo demasiado tiempo. Saldré a la calle a  tomar el sol mientras llegan los demás, pero antes tengo que asearme, esta pulmonía me ha dejado hecho una piltrafa. Hola, por lo menos está Sultán, aunque durmiendo, como siempre. ¡Eh!, qué te pasa, ¿te he asustado? Caramba, nunca lo había visto así, sino aparto la mano menudo arañazo me hubiera dado. Se ha ido bufando como alma que lleva el diablo. 

Serán alrededor de las cuatro. Qué sensación recuperar la salud. Acompaña este día primaveral, noto cómo me vigoriza este sol y este aire suave. Qué extraño, no hay un alma por la calle, ni en la plaza. Un momento, campanas, tocan a muerto, por eso no se ve a nadie por el pueblo, están todos en la iglesia. A que se murió don Nicasio el alcalde, el pobre estaba muy delicado, y ya tan mayor. Bueno, me acercaré a la iglesia, así estiro las piernas un poco.

Eh, aquél que está allá a lo lejos es Juvencio. Será el único que no está en la misa de don Nicasio. Me hace señas para que vaya hasta allí. Estará de permiso, todavía no se ha quitado el uniforme. Dios, cómo se parece a su hermano Toño. Cada vez se parece más. Desde aquí son idénticos. Pobre Toño. Amigo, cuánto te echo de menos. Aquel aciago día que amanecía como tantos otros, aquella bala perdida que encontró tu pecho mientras charlábamos. Maldita mil veces esta guerra. Cuándo acabará. Se está llevando a los mejores. Está un poco lejos para ir hasta allí. Me siento algo cansado y este sol empieza a calentar demasiado, prefiero sentarme un rato al fresco en la iglesia. Después te veo Juvencio.

Todo el pueblo está en la misa. No hay ni un asiento libre. Era una buena persona don Nicasio. Qué fresco hace en la iglesia, casi siento frío. Junto al altar veo a madre y a Matilde. Camino hacia ellas. Desde que empezó la fatídica guerra visten de negro. Qué mayores parecen.  Eh, pero el féretro es muy humilde, una caja de pino sin más. Y ese ramito de modestas flores… el difunto no pude ser don Nicasio… Madre, ¿por qué lloras? Matilde, ¿por qué abrazas a madre?..,  ¿por qué hace tanto frío? 

Me asalta una oscura sospecha. Me doy la vuelta y salgo corriendo hacia la puerta, hacia la claridad de la tarde. Mientras corro por el pasillo crece la incertidumbre en mi pecho. Salgo fuera, la luz me ciega unos instantes, alguien se acerca hacia mí… se acomoda mi vista, y al fin la insidiosa sospecha se vuelve certeza. Frente a mí, con su eterna sonrisa, una mano tendida y con el pecho destrozado está mi amigo.

Andrés… amigo, cuánto te echaba de menos.


[El Amanuense]


22 de mayo de 2015

El soltero de oro




[Los Ultramarinos]

21 de mayo de 2015

Tres







[Los Ultramarinos]

Me acuerdo














  Me acuerdo del Rastro, cuando  éramos sólo dos ultramarinos,
  y los dos muy solitarios...



[Tinofc Ocramalliv]

La prueba de Gromo (Novela por entregas)






8

DE CÓMO JUAN NEGRO PERSIGUE A GROMO A LA SALIDA DE LA EDITORIAL POR LAS CALLES Y ENCUENTRA EN SU DEAMBULAR POR LA CIUDAD SEÑALES DE SU DEPRAVACIÓN.

Se metió entre dos contenedores a esperar escondido a que Gromo saliera de la editorial. Estaba convencido de que podría reconocerlo aunque eran muy escasas las imágenes que había visto de él. Confiaba, sobre todo, en que no se le escaparía por su aspecto de ogro. Había percibido que el enfado era consustancial a su personalidad como si esa persecución del placer sexual a través de los libros fuera una cosa muy seria, una cosa en la que se jugaba la vida. En aquel rato interminable que pasó respirando el olor putrefacto de todas las basuras del vecindario pudo reconocer los de pescados en descomposición que le hacían pensar en los fluidos sexuales de todos los episodios de pornografía que yacían en el almacén de la editorial Gromo y, también, en los de su lamentable trabajo en el peep show, pudriéndose como todas las cosas del mundo que, por muy deseables que fueran en un momento dado, se precipitaban a la descomposición general. 
Veía pasar a muchachas en flor y fue comparando su inapetencia sexual a la tan agigantada que le suponía a Gromo y, por un instante, vio que el sexo no le interesaba en absoluto y se vio absurdo y desdichado al darse cuenta de que su objetivo de ser literato y publicar en la afamada editorial Gromo no respondía sino a un extraviado sueño adolescente del que apenas se acordaba. Un sueño que había surgido de unas expectativas desproporcionados sobre la vida que pronto se habían topado con la tristeza del mundo real y a las que se aferraba por inercia malgastando todas las energías de su juventud.
En eso salió el editor efectivamente malhumorado, con el ceño fruncido hasta que los pelos canosos de ambas cejas se juntaban y con unos pantalones anchos de tergal gris en cuya bragueta se podían apreciar perfectamente varios lamparones circulares ya secos. Se detuvo un segundo frente al portal e inspiró el aire de la tarde. Aunque hacía calor se abrochó los botones de una gruesa chaqueta de lana jaspeada hasta el cuello. Juan Negro salió de entre los contenedores de basura y el olor aquel putrefacto de los pescados se fue con él y le acompañó por algunas calles narcotizándolo y haciendo que los viandantes arrugaran el morro a su paso. Gromo iba sin rumbo fijo, paseando como un mirón absolutamente miope. Cada poco se paraba en seco se quitaba las gafas y limpiaba los gruesos vidrios con el faldón de la chaqueta de lana. El caso es que las lupas estaban totalmente rayadas y parecía un merluzo  cegato. Con ese aspecto de invidente parcial se permitía ir toqueteando a todas las mujeres que caminaban a su lado. Incluso intentaba establecer conversaciones con algunas haciéndose el despistado y preguntándoles por calles que conocía perfectamente y acercaba su labios flojones de morcilla a hablar con ellas pretextando no ver bien a las personas a la distancia normal. A veces Juan Negro se acercaba demasiado disimulando para intentar oír lo que hablaba y lo único que consiguió fue escuchar las ventosidades que se tiraba aprovechando que pasara una moto, un automóvil o simplemente tosiendo, cuando eran sonoras, y en pleno silencio y a traición cuando apenas hacían ruido pero eran olorosas.
Finalmente le vio cómo se acercó a una frutería muy llena y cómo acercaba a veces su mano abierta sobre el culo de las compradoras y a veces cómo arrimaba el cimbrel con un gesto senil y reumático.