31 de marzo de 2016
El lamparero alucinado
Descifradme este jeroglífico (II)
Éste apareció en un libro de Berrueta sobre Léon y, a diferencia del anterior, no figura ningún nombre. Además, aquí el diseño procede de un tampón, por lo que está más perfilado. Hay algunas variantes.
[Gromov]
Aviso automoribundo
Me tienen reservada esta cojonuda edición de Automoribundia, impecable, hasta hoy por la tarde. Yo me he hecho con una, y eso que ya tenía la de Guadarrama. Interesados, contactar. El precio es irrisorio, una cuarta parte de lo que costó hace ocho años, cuando se publicó.
Mas detalles de la edición, aquí: el primero que chifle, capador.
[Gromov]
30 de marzo de 2016
Descifradme este jeroglífico
Este ex-libris de Sáenz de la Calzada [sin autentificar, aunque verosímil habida cuenta de su procedencia] me recuerda a las marcas de los antiguos canteros. Lo encontré en un libro de poesías de Quevedo.
[Gromov]
29 de marzo de 2016
Libro viajero
Libro encontrado por el trapero en la presentación de Marciano Sonoro Ediciones, en la Casa de los Panero (Astorga)
De la nada a la más absoluta miseria
Antes llenábamos la furgoneta y pagábamos un tanto, pero ahora nos cuentan los libros.
Dani, el del antifonario
Caudillo tártaro
Volvía yo a casa a campo traviesa. Iba mediado el verano. Se había dado
remate a la cosecha del heno y empezaba la siega del centeno.
Esa estación del año ofrece una deliciosa profusión de flores silvestres: trébol rojo, blanco, rosado, aromático, tupido; margaritas arrogantes de un blanco lechoso, con su botón amarillo claro, de esas de "me quieres no me quieres", de olor picante a fruta pasada; calza amarilla con olor a miel; altas campanillas blancas o color lila, semejantes a tulipanes, arvejas rampantes, bonitas escabiosas, amarillas, rojas, de color rosa y malva; llantén de pelusa levemente rosada y levemente aromática; acianos que, tiernos aún, lucen su azul intenso a la luz del sol, pero que al anochecer o cuando envejecen se tornan más pálidos y encarnados; y la delicada flor de la cuscuta, que se marchita tan pronto como se abre.
Habia cogido un gran ramo de estas flores y ya volvía a casa cuando vi en una zanja, en plena eflorescencia, un magnífico cardo color frambuesa de los que por allí llaman "tártaros", que los segadores esquivan con cuidado, y cuando por descuido cortan uno lo arrojan entre la hierba para no pincharse las manos. A mí se me ocurrió coger ese cardo y ponerlo en medio de mi ramo. Bajé a la zanja y, tras ahuyentar a un abejorro que se había colocado en una de las flores y allí dormía dulce y pacíficamente, me dispuse a coger la flor. Pero aquello resultó muy difícil. No sólo el tallo pinchaba por todas partes -incluso a través del pañuelo con que me había envuelto la mano-, sino que era tan sumamente duro que tuve que bregar con él casi cinco minutos, arrancándole las fibras una a una. Cuando por fin logré mi propósito, el tallo estaba enteramente deshecho y la flor misma no me parecía ahora tan fresca ni tan hermosa. Por añadidura, era demasiado ordinaria y vulgar para emparejar con los otros colores delicados del ramo. Lamentando haber destruido sin provecho una flor que había sido hermosa en su propio lugar, la tiré. "Pero, qué energía, que potencia vital! -me dije-, recordando el esfuerzo que me había costado arrancarla-, ¡Cómo se defendía y cuán cara había vendido su vida!"
El camino que conducía a la casa pasaba por un terreno en barbecho recién arado. Yo caminaba lentamente sobre el polvo negro. Ese campo labrado pertenecía a un rico propietario. Era tan vasto que a ambos lados del camino o en el cerro enfrente de mí sólo se veían los surcos idénticos de la tierra labrada. La labor había sido excelente: no se veía por ninguna parte una brizna de hierba o una planta. Todo era tierra negra. "¡Qué criatura tan devastadora y cruel es el hombre! ¡Cuántos seres vivos, cuántas plantas destruye para mantener su propia vida!", pensé, buscando involuntariamente a mi alrededor alguna cosa viva en medio de ese campo negro y muerto. Frente a mí, a la derecha del camino, vi lo que parecía ser un pequeño arbusto. Cuando me acerqué, noté que era de la misma especie de cardo tártaro cuya flor había arrancado en vano y tirado luego.
La mata de cardo se componía de tres ramas. Una estaba tronchada, con un muñón que semejaba un brazo mutilado. Las otras dos tenían, cada una, una flor, antes roja, pero ahora ennegrecida. Un tallo estaba roto, y de su punta pendía una flor sucia. La otra, aunque sucia de tierra negra, aún estaba erguida. Era evidente que por encima de la planta había pasado la rueda de un carro, pero que el carro había vuelto a levantarse y se mantenía erecto, aunque torcido. Era como si le hubiesen desgajado del cuerpo un miembro, abierto las entrañas, arrancado un brazo, vaciado un ojo. Y, sin embargo, se mantenía tieso, sin rendirse al hombre que había destruido a sus congéneres en torno suyo.
"¡Qué energía!" -pensé-. El hombre ha vencido todo, destruido millones de plantas, pero ésta no se rinde." Y me acordé de una antigua aventura del Cáucaso que yo mismo presencié en parte, que en parte me contaron testigos oculares y en parte también imaginé. Esa aventura, tal como la han ido hilvanando mi memoria y mi imaginación es la que sigue.
[Gromov]
Yeldo
Yeldo estaba dirigida por el grupo Yeldo: Vicente presa, Manuel Ballesteros, Enrique Álvarez, Miguel Ángel Benavente, Agustín Tuñón, José María Ampudia, y Eduardo Martínez y Hernández.
Que yo sepa se editaron dos números. En el dedicado a Aleixandre, lleva un pórtico o introducción de Esteban Carro Celada y colaboraron entre otros. Vicente Aleixandre, Marcos Ricardo Barnatán, Juan Gil Albert, Luis Eduardo Aute, Antonio Gamoneda, Jaime Siles, Luis Antonio de Villena, Félix Grande, además de los propios componentes del grupo Yeldo...
Te envío portadas, el texto de Juan Gil Albert y un poema de Ballesteros
[Eloy Rubio Carro]