Capítulo 4
Me desperté aturdido y vi por vez primera el cielo raso del local. Estaba totalmente roto como una tela cogida con alfileres a punto de desprenderse. Noté frío. La puerta mal cerrada y que yo seguía desnudo. En un acto maquinal tomé un puñado de libros de lance y me los arrojé por encima como si fueran una manta. Entonces sentí curiosidad y levanté la cabeza para comprobar cuál había quedado abierto sobre mi pene. Precisamente Ana Karenina en ruso. La chica no estaba por ningún lado. La bombilla mortecinamente amarilla seguía encendida. Entonces oí más ruidos en la puerta. Sería ella que volvía, pensé. O el pobre Larsen incapaz de sustraerse a una aventura tan extraordinaria respecto de nuestra oscura existencia de librovejeros. Pero nadie acababa de entrar. Al fin asomó algo inesperado, la cabeza de un animal que olfateaba aquellos montones de papel corrompido. Metió las patas de adelante y resbaló. Se trataba de un perro esbelto, escuálido, un galgo blanco, lánguido y tímido, que, cada dos pasos bostezaba con un sonido de hueso seco. Poco a poco fue tanteando la oscuridad hasta que acabó olfateándome. Cogí el libro de Tolstoy y se lo coloqué sobre el espinazo como si fuera el tejadito a dos aguas de una casa. Anduvo varios minutos con él sin que se cayera y entonces empecé a llamarle Karenino. Karenino hundió el morro en un montículo de libros húmedos por una gotera y se puso a comer las hojas que formaban una pulpa pastosa y gris como si de un alimento sabroso se tratara.
Me incorporé. Varias hojas sueltas, ocres y centenarias, permanecían adheridas a mi piel y algunas se quedaron dentro de la ropa una vez me hube vestido. Como un viejo gato muerto estaba en un rincón mi abrigo de paño, largo y de color incierto. Lo cogí por el cuello con una mano y lo sostuve en vilo comprobando cómo, hueco, tomaba toda la forma de mi cuerpo. Los bolsillos dibujaban extraños rectángulos, dados de sí al portar, en su interior, siempre más libros de los que cabían en ellos. Los llené todos con los ejemplares más raros que vi. Karenino miraba con languidez todos mis actos. Luego me siguió hasta la puerta y ambos salimos trabajosamente a la calle.
Enfrente, acurrucado en el escalón de un portal y comiendo churros de un cucurucho pringoso de papel, estaba Larsen que nos miró con ojos de chinche curiosa.
Nos acercamos a él y Karenino le saludó con un ladrido lacónico que sonó como un zueco de madera al caer al suelo. Larsen contestó con un gruñido y alzó un churro como si fuese un interrogante.
-Aquí Karenino -dije señalando al galgo- y aquí el caballero Larsen -apuntando con el dedo al cínico trapero.
Los tres comenzamos a caminar por el duro y destartalado asfalto de la ciudad sin nombre como siempre sin destino fijo. Cargados de libros destrozados, llenos de polvo y vestidos con andrajos nos cruzábamos con la gente vestida de domingo como lunáticos salidos de un basurero. Nos detuvimos en un Döner Kebap para comprar las virutas sobrantes del cordero giratorio y algunos mendrugos de pan del día anterior. Busqué sin éxito algo de dinero en mis bolsillos y Larsen ofreció como pago un ejemplar en tapa dura con letras de hilo de oro de Las mil y una noches que el turco aceptó de mala gana. Luego trepamos malamente por la ruinosa escalera hasta la buhardilla de Larsen. El perro sintió algún reparo a entrar y nos mantuvimos unos segundos en el umbral.
-Pasen vuesas mercedes -exclamó teatralmente el salvaje librófilo-. Están ustedes en su casa.
Parecía que el perro no entendiese aquel lugar y no era de extrañar porque la casa de Larsen estaba tomada por los libros escacharrados. Paredes y suelos tapizados de ellos. Los muebles también hechos con ellos, una mesa, un sofá, la cama, eran pilas de libros. Te podías colocar en cualquier punto de la estancia y entretenerte durante horas leyendo títulos y nombres en lomos y más lomos, portadas y más portadas... Fue difícil para Karenino encontrar acomodo en tan colosal desorden pero al fin se tumbó de lado como suelen hacer los galgos que parece que un viento los hubiera tirado. Sacamos las magras viandas y las colocamos sobre un atlas de los años treinta. El animal levantó la cabeza al olor de la carne y Larsen le hizo una escudilla con un calendario de 1936 en la que puso algunos mendrugos partidos y una pocas virutas de cordero. Cuando empezamos a comer algo bajó del techo suspendido de una cuerda. Miramos los tres hacia arriba para ver cómo se asomaba al ventanuco superior del techo un individuo de pelos incendiados de amarillo, ojos de pulga y sonrisa desdentada.
-¡Hombre, el poeta Pascal! -exclamó Larsen.
Pascal introdujo un pie por el angosto hueco y después un brazo hasta deslizar todo su cuerpo por el orificio. Se mantuvo suspendido de las manos unos segundos como si meditase dónde era más conveniente dejarse caer y, al fin, se desplomó sobre la montonera de libros de lance que hacía las veces de sofá y esta se desmoronó.
Larsen estalló en risas carrasposas que terminaron en una contumaz tos. El poeta Pascal desató la hojuelas del cordel.
-No nos irás a leer poemas -protestó el anfitrión.
-Ya verás qué cosa tan sublime -contestó el vate- están recién hechos.
-Sí, como estos churros -replicó mientras extraía algunos grasientos de su bolsillo.
-Escuchad, queridos amigos: "No son los límites de la ciudad en la que vivo, lo que me limita, ni las fuentes, las señoras con las bolsas, los niños jugando, en los patios de atrás de su casa... Lo que limita son los límites de mi mirada, y no de mi vista. Limito al sur, cuando camino pensando en si habrá ciudad, después de todos los pasos que doy, di, y daré, por si acaso se me acaban. Limito al Norte, por si me caigo, y no veo nada. Me limito a deslimitarme, a ponerme como yo soy cuando me veo en el espejo, y sueño... Sueño a veces con artistas colgando, por las calles, como si no sirvieran, las calles... o los artistas, como si te despertaras y no vieras el arte por la calle... y con cucharas, que toman más de lo que abarcan, y también con pasos, que no pueden esconderse detrás de una farola, porque la sombra es muy larga, y yo soy muy alto..."
Hubo un silencio en la buhardilla. Pascal permaneció embelesado de sí mismo con una sonrisa beatífica y Larsen y Karenino se durmieron. Yo decidí hacerme el dormido. Después de un rato alguien golpeó en la puerta del cuchitril. Larsen despertó sobresaltado.
-Es el casero -dijo hiposo.
-No me digas que alguien se atreve a cobrar por esto -le repliqué.
-Busca al inquilino -respondió.
-¿Y no eres tú?
-No, yo estoy de huésped.
-De ocupa diría yo -añadió Pascal-. Vámonos por el tragaluz.
Entonces formamos una extraña pirámide, compuesta por dos humanos pordioseros, un galgo y un poeta, para alcanzar el ventanuco y salir al tejado. El casero se impacientaba y Larsen contribuía a la escalada con un brazo mientras con el otro atropaba algunos libros raros y se los metía en los bolsillos de los varios abrigos que llevaba puestos.
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