El Rastro, primavera del 2013 |
Desde lejos Tinofc vio en una caja del submundo la revista Archipiélago, y despertó de su pesadilla para recobrar el tiempo perdido. Empezó el sueño de haber encontrado la biblioteca de algún snob poeta y dramaturgo (Borges lo tenga en su paraíso por su buen gusto). Todos los libros que los herederos (bendita ignorancia) habían arrojado al olvido, se nos aparecieron en esas humildes cajas de frutas. Naufragamos en esa ínsula extraña. Octavio Paz, Ory, Valente, Brecht, Hölderlin, Stanilavski, Proust, Gamoneda, Breton, Artaud... Esperaban, con la paciencia del Robinson, para volver al camarote de Stevenson. Dejamos en el diván de la historia a Sigmund, Marx y Engels para no despertarlos del sueño de la razón.
Ribera, el maletilla, como un galgo nos iba sacando entre tanta maleza las perdices de Calambur, las liebres de Hiperión y palomas de Galaxia Gutemberg. Ocramalliv preocupado por el retraso del Ilustrado, sospechó que abajo, hoy, el campo estaría sembrado de primeras ediciones y últimas voluntades.
En el Arroyo vimos a Larsen perdido entre un bosque de enciclopedias vendidas a domicilio en el siglo pasado. Me enseñó una extraña postal de la Semana Negra de Gijón dirigida a Vokislav y una novela del Buda de los suburbios.
En el delta del Danubio, volvimos a ver a Tinofc con unas Memorias en verso de un zagal transhumante. Cuando le dijeron el precio se despeñaron las ovejas, el mastín y el lobo. La esquila del vicio de lo barato no sonó esta vez. Unos metros más adelante el Ilustrado contaba los cuatro tomos de La historia del Socialismo, feliz por el hallazgo esquinero y por el ajustado precio de mil pesetas.
Nos contó Larsen que cuando hace una foto le llueven las protestas de los chamarileros y le recuerdan sus derechos de imagen. El trapero los engatusa con la promesa del libro digital definitivo del Rastro. "En peores plazas he toreado", asegura el freelance.
En la Farola de Corrientes, el Bonarense tenía un escaparate de lujo: libros de la Santísima Trinidad leonina (Merino, Aparicio y Mateo), Libros de cocina fusión de la editorial Teleno, la película Hotel Luxuria (saldadas por la Red), El tango como una de las más bellas formas del querer, Estaciones de Polaroids (producción y diseño de nuestro colaborador más lejano, Tarkovski)... El editor de Labici, exquisito gourmet, se relamió con Setas, hongos y otros alucinógenos del llorado Cidón.
Sujetando el cartel de la Guinda estaban el dúo dinámico: Roberto Alcázar y Pedrín y el Amanuense. Descansaban cansados de pujar un saco de carpetas, papeles, varios tomos del archivo eclesiástico de la diócesis de Astorga... Entre tanta miseria sólo salvaríamos El humo del trenes, una revista rural del Torío (la patria del Leopardi leonés). Si tuviésemos que catalogar por los síntomas a estos dos sujetos, tendríamos que inagurar el nuevo síndrome de Papilógenes (de difícil tratamiento).
Como hacía buen tiempo dimos un paseo a contracorriente de todos los lagartos. En la Bisutería, la belleza y el horror mostraron su rostro en las memorias de Seifert y en una novela de Bolaño. En el Campanario de Boris K. celebraban la Monarquía vendiendo, a precios populares, una colección de novela rosa de ABC. Nos invitaron al Cóctel, pero teníamos prisa por llegar a la tercera República. Un mermado Ultraísta por la humedad del Bierzo aceptó unos bonos del tesoro con los que Larsen compró una primera edición del novelista peruano que estudió en el colegio militar Leoncio Prado. Tinofc, el monaguillo, gastó su bono de 10 euros en El Evangelio de la República; para honrar el día que era (14 abril), se subió a una escalera de tijera y, al toque de la campanilla, recitó el primer capítulo a todos los devotos de causas pérdidas.
Desde la casa de Aitzgorri nos llamó el Cuervo para que le enseñásemos la biblioteca ambulante de Baroja. Dejamos al editor polaco en las alturas de Pombo y cruzamos la calle. Allí estaba el decadente, que piensa que vive en una ciudad bella y literaria, apostado en la puerta del hotel del Cisne. Sin Larsen y sin karerino (estaba en misa con su mujer y su hijo) no quedaba rastro ninguno del bohemio que fue y que cree ser.
El Cuervo, como buen platónico (todavía cree en el valor del mundo de las ideas por encima de la experiencia), no acepta que en estos años de ruina el prestigio de un autor crezca con cada libro que no escribe. Nos despedimos de Soler Serrano de Cerezales y, acompañados de Avinareta, nos fuimos camino del Aurora Roja en busca de la juventud perdida.
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