Capítulo 6
Nos encaminamos hacia la almoneda de la calle Cadórniga a ver si sacábamos algo de dinero. Tuvimos que tocar con los nudillos en el cristal y, aunque había luz al fondo, nadie salía. Desde el escaparate se podía ver una casulla de cura verdidorada en el centro de la tienda que parecía como si oficiase una fantasmal misa al resto de las cosas que, fenecidas, allí vivían, una porción de cachivaches improbables: medallas de la guerra de África, casquillos de balas, la funda de una pistola, un alfiler de falange, juguetes mutilados, infinidad de relojes de pulsera y de bolsillo parados y hasta desventrados, estilográficas descascarilladas, pequeños cuadros rinconeros realistas y abstractos apolillados. Ante el ruido que armamos se acercó un hombre con un abrigo de color camello y sombrero marrón.
-Estará dormido ese canalla de Zaratustra ahí dentro. -dijo y desapareció.
Nos fuimos nosotros también por la calle Espíritu Santo en la que un derrumbe repentino había dejado desgajada una casa de tres pisos con todas las tripas de sus habitaciones al descubierto. Sin decir nada los cuatro nos detuvimos extasiados ante el espectáculo. Se podía ver el papel pintado de las paredes al estilo de hacía decenas de años. En algunos pisos los muebles habían quedado intactos. Una mesa y una silla huérfanas del resto precipitado a la ruina. Una cama con el crucifijo encima, de otra tan sólo quedaba el cabecero de hierro negro con un rosario encima colgado de dos clavos a la pared. Un cuarto de baño con azulejos amarillos abrillantados de lluvia a la intemperie y a la vista de todos. Todas las horas que se habían vivido en aquellos cubículos parecían pudrirse ahora al contacto con el aire y con la luz del día.
-Es como una novela escrita en un libro viejo de viento esa casa -dijo Larsen con la mirada ida.
-Estaba podrida -añadí yo- como los libros.
-Es el paso del tiempo -aseveró el poeta Pascal.
-¡Guauuu! -dijo Karenino.
En el primer piso se veía lo que debió ser un salón con un sofá que había quedado de punta sobre los escombros y, sobre la pared, tres anaqueles de libros perfectamente colocados. Más de trescientos debían ser. Larsen los señaló y nos acercamos a la montaña de restos. Escalamos por ellos como simios a cuatro patas y, arriba, el poeta Pascal, que era el más liviano, se encaramó en mis espaldas como un circense famélico y enganchó con el dedo el primero de los libros con lo que el resto se precipitó en cascada sobre nuestros lomos. En tanto caían Larsen los expurgaba seleccionando los valiosos de la filfa. Casi todos cayeron en un charco de la lluvia reciente entre los cascotes y allí se hicieron barro. El renqueante bibliófilo se metió los libros en los ya muy atestados bolsos de los varios gabanes que le cubrían y, caminando hacia atrás sin dejar de mirar a la casa derrumbada, volvimos a la calle de Cantareros del anticuario al que había acudido la chica.
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