Capítulo 12
Comenzó a nevar tanto que la espesa blancura de los copos tejía un velo impenetrable que nos impedía avanzar. Sobresaltados y agotados por la pelea con los asesinos de perros nos sentamos bajo una antena parabólica y la giramos para que nos cobijara de la descomunal precipitación. Allí y en eso, con la respiración aún agitada, reparamos en la catedral que a pocos metros se erizaba. Iluminada para los turistas de invierno aparecía como un sueño mastodóntico y pétreo, como una auténtica locura hecha realidad entre las casuchas miserables cuyos tejados usábamos en nuestros desplazamientos y que se derrumbaban de vez en cuando. Sus agujas de piedra se clavaban en el infinito negro a través de la nieve voladora como una pesadilla preñada de imposibilidades, perfectamente estructurada, mientras las estrellas ocultas por nubes de noche contemplaban nuestras vidas paupérrimas de huidos del tiempo, de prófugos imposibles de lo irreparable.
Corrimos por la cumbre de una casa medio deslomada hasta alcanzar un arbotante con boca de gárgola loca de odio vomitando agua turbia. Lo escalamos como equilibristas suicidas y nos agazapamos en el exterior del triforio. Karenino llegó el último y, sin querer, pateó una vidriera que resultó estar suelta. Larsen la tomó con ambas manos y la separó del conjunto. Era un trozo de unos ochenta centímetros de lado con plomos corroídos, cristales coloridos tambaleantes, rajados, y restos de aire sólido. A través del hueco nos colamos al interior de la catedral. Frente a la agitación de la tormenta invernal del exterior la súbita tranquilidad del interior del templo nos puso una sonrisa beatífica en la cara. Caminamos por el estrecho pasillo del triforio los cuatro en fila con el perro al final. La luz exterior de las farolas hacía brillar los colores sin fin de las vidrieras y las lámparas interiores aterciopelaban la paredes de piedra pulida. Una música gorda de órgano retumbaba como venida de tres o cuatro siglos atrás. Nos colocamos en la punta del crucero que miraba al norte y, allí, turbados por el repentino calor y la belleza nos dormimos apilados. Fue el galgo el primero en despertar que lo hizo ladrando a un pajarillo que volaba libre por la nave central. Me incorporé y me asomé a la barandilla de sillares. Abajo varias beatas viejas rumiaban letanías. Junto a la puerta una pila de santiguar reflejaba las bóvedas y las vidrieras multicolores reducidas a un espejeante cuadro.
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