MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS
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EL ARPA DE BIRMANIA
Con las sílabas iniciales se me llenó la boca de una atardecer rojo y ácido, de frambuesas maduras. Con la palabra completa en mi esófago creí que millones de bacterias escarlatas habían invadido la oscuridad de mis vísceras, entonces un miedo rugoso y acre me impulsó a abandonar el exótico festín. Sería el primer libro cuya lectura abandonara. Pero el pavor a que tras este ejemplo vinieran otros más, pudo más que mi cobardía, por lo que decidí clavar mis mandíbulas en otra parte de un modo aleatorio, por ver si aquellos temores cárdenos desaparecían. Mi suposición resultó no sólo errónea, sino desconcertante, pues me encontré con unos pequeños trazos agrupados en línea descendente, que nada tenían que ver con el alfabeto que conocía, ni con ningún tipo de ilustración reconocible; aunque eso sí, en ellos persistía el color de los rubíes sin pulir, tan ajeno a mi naturaleza y tan cercano a una amenaza, según estimé. Este segundo intento había resultado un fracaso doble, porque a ello se había sumado que no fui capaz de extraerle el más mínimo significado. Y con ello mi dignidad se vio rebajada a la condición de la cual huía, la de un humillante animalillo de seis patas y alas atrofiadas bajo una caparazón a punto de perder su pigmento originario, por el de este otro que se extendía por todo mi cuerpo. A la tercera fue la vencida. Me armé de paciencia y valor, para regresar al principio, donde mordí una, dos, tres palabras, hasta cuatro y cinco, y no sé cuántas más, cuyas raíces comenzaron a destilar una clorofila verde de selva impenetrable, a la que se sumó un sonido armónico procedente de sus entrañas. Mucho más tarde, al terminar de leerlo, comprendí que había descubierto la música y sus propiedades benefactoras. El libro en cuestión era El arpa de Birmania, de Michio Takeyama, publicado por Editorial Universidad de Sevilla, el año 1989, del que se editaron tres mil ejemplares, mil de los cuales fueron comprados por Elena Gallego, la alumna del profesor y traductor Fernando Rodríguez-Izquierdo, para salvarlos de un destino aciago e injusto. A lo largo de mi vida me topé con este libro otras dos veces más, ambos en sellos editoriales distintos y con un título algo diferente al primigenio, pero he de confesar que a pesar de tratarse de la misma traducción del japonés, ninguno se parecía al que había leído por aquellos tiempos, sobre todo porque aun recordaba que confundí sus palabras tintadas de púrpura con una infección letal. Este fue el comienzo de mi educación musical y el primer viaje que hice al sudeste asiático, siguiendo al soldado Mizushima por la jungla de Birmania. Aunque no he de concluir sin referirme a la sorpresa que fue para mí, encontrarme con la posibilidad de que las palabras tuvieran un color diferente al negro, y comprobar que esta circunstancia aportaba matices insospechados y sutiles.
José Miguel López-Astilleros
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