MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS
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REGENERACIÓN
Nunca imaginé que la biblioteca del maestro Sapiencio pudiera albergar aquellos despropósitos. No me sorprendieron en su día los libros eróticos, a pesar de su soltería, ni los de viajes, a pesar de su sedentarismo, ni los de chocolates del mundo, a pesar de su frugalidad. Pero los de muertos vivientes en un hombre de su formación constituían una ocurrencia propia de un mal guionista de cine para adolescentes, a menos que dataran de sus años de juventud, aunque no era el caso, porque habían sido adquiridos recientemente, dado el lugar que ocupaban. El más antiguo había sido editado hacía cinco años, Zombis en la tertulia de los escritores premiados, de Fabricio Malombra, otros de reciente publicacion eran El ágape de los zombis, de Reinaldo Mantecón, Escuela de zombis, de Maite Infantes o La reina africana, de Fernanda Baltasar, que eran los que me había dado tiempo a leer, desde que mi anfitrión se retirara al dormitorio, hasta las cuatro de la noche, hora en la que el filo de una nube de bisturí dividió la luna llena en dos, sumiéndola en un halo difuso y herido, que me cortó la digestión de aquellos libros breves con aspecto de cómic, cuyas palabras fueron dibujando ilustraciones en mi mente con una fuerza tan poderosa y tan irreal como vívida. Una expansión inusitada de la delgada nube terminó envolviendo al astro, dejando sin iluminación suficiente la estancia. Pero no fue ese el motivo principal por lo que dejé de leer, sino porque la escasa penumbra entró por la ventana como un gas narcótico, que mezclado con el sabor rancio de la carne putrefacta, me impidió mantener los ojos conscientes, así es que caí en una pesadilla como nunca había tenido hasta entonces. Me había convertido en un zombi humano y mantenía una relación carnal con otra zombi, en un trasiego de miembros que no comprendí muy bien, porque todavía no tenía muchos conocimientos de eso que en los libros llaman “amor”. En los primeros besos los labios de ambos se nos quedaron entre los dientes, como los restos tras un banquete carnívoro, que escupimos sin preocuparnos de la valiosa pérdida, pues nos conformamos con el estrepitoso entrechocar de nuestros incisivos y caninos. Después pasamos a la caricias, pero conforme la pasión y la presión aumentaba sobre nuestra caromomia, se operaba una rehidratación que convertía nuestros apretones en un amasijo viscoso, que se desprendía del hueso más cercano. Lejos de dramatizar tal despojamiento, nos ilusionó contemplarnos más desnudos aún, hasta el punto de adivinarnos un rubor sobre una carne que ya no poseíamos. Nos contemplamos desde la espiritualidad de nuestras médulas peladas, ya puros esqueletos desposeídos de la temporalidad de la piel, pero esto no fue suficiente para nuestro amor, porque ya se sabe que para los amantes verdaderos el amor nace de una secreta sublimación de la materia, por lo que, sin pensarlo dos veces, no enzarzamos en un violento combate romántico de húmeros, radios, costillas, escápulas y peronés, una confusión de la que resultó un montón de huesos que ya no volverían encajar uno junto al otro jamás, salvo en la deliciosa incomodidad del que no le correspondía, por pertenecer al otro cuerpo. Me desperté cuando aquel amasijo comenzó a fundirse en una sola estructura de color negro. Si la madrugada no me hubiera cegado con su tinte violeta, hubiera visto surgir de todo ello un joven escarabajo, fruto de una pasión satisfecha hasta la consumación. Mucho pensé en la interpretación de este sueño, pero sólo fui capaz de llegar a esta conclusión: aquellos libros respondían a un intento de Sapiencio por agarrarse a una juventud que ya no le pertenecía.
José Miguel López-Astilleros
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