Sobre el lucernario de la casa Siena-Pombal me aposté como una araña. Salía luz de su interior. Muy poca, parecía provenir de otra habitación distinta al dormitorio o de algún reflejo de la catedral que se colaba por el piso. Forcé el cristal otra vez y me dejé caer a sabiendas de que, aunque veía nada, caería en la gran cama. Así fue. A tientas busqué en vano el cuerpo de Lamieva. En sustitución de ella encontré las sábanas que mantenían su olor. Pasé el embozo por mis labios. Un tejido de más de cien años. Debían ser de hilo o de algo muy especial traído de París para la futura amante de Hermógenes. Me desnudé y me metí entre ellas arrancándome esas ropas viejas como pergaminos antiguos que ya estaban adheridas a mi piel y lo encontré, después de mucho tiempo, todo suave, extremadamente suave, con una suavidad de la que me había olvidado hacía muchos años, desde cuando no recordaba, desde cuando no llevaba esta vida absurda y triste y terminal. Me dormía y me despertaba en lapsos de minutos que a veces me parecían instantes y a veces horas, fuera del tiempo y del espacio en ese lecho, en ese lugar que no existía, en un limbo que siempre había ansiado. Seguramente era esa sensación que llaman felicidad. En cuanto caí en esa reflexión me deprimí y me dieron ganas de llorar porque comprendí que mi felicidad era algo tan triste, tan siniestro, tan solitario. En las antípodas de todo el mundo, en el desierto más desierto, allí, como en una tumba metido entre las sábanas de los muertos entre las que nadie se había metido en más de un siglo, yo. Porque realmente estaba como muerto, la humanidad entera que había ignorado mi existencia me daba por muerto, mi vida había sido una cosa más de las que existen y desaparecen sin cambiar nada del mundo, como una tarde de lluvia que se repite un año y otro y que nada la diferencia de otra que hubo diez años antes, en la edad pretérita o, incluso, en el tiempo de las cavernas. Era lo mismo que un hombre primitivo ya hecho piedra igual que las piedras que rodeaban sus huesos, hecho yo igual una cosa vieja, un libro viejo, una antigüedad sin otro valor que el del tiempo empastado en él. Y lo que había empezado como un sueño placentero se convirtió en una pesadilla y me retorcía en el lecho como una cucaracha pisoteada. Entonces oí un sonido como de agua, un grifo cuyo rumor no había percibido hasta que se había detenido. Luego ligeros chapoteos y el sonido de pisadas de pies descalzos. Me incorporé en la cama y salí de ella. Noté frío al dejarla y me eché por encima el gabán. Una luz tenue regaba el pasillo. Lo seguí implementando al sonido de pisadas el de mis pies también descalzos. La tarima de enebro se quebraba por los racimos de luz que se derramaban desde la rendija de una puerta al fondo de los salones franceses. Pisé las alfombras carísimas y me vi reflejado de penumbra en el espejo de dos habitaciones más allá. Alcancé la puerta y la torné lentamente. Una luz amarilla iluminaba lo que era un cuarto de baño. En su centro una tinaja de níquel alargada con cuatro patas de garra que la elevaban del suelo. En su interior, adormecido y sumergido, con los brazos apoyados en su borde, Garnach. Al extremo de la bañera Lamieva, agachada, desnuda y blanca, como un cordero. Al principio no me vio. Lamía los pies brutales del viejo que asomaban del agua. Me tanteé el gabán y noté algo duro en él. Me aferré a ello con rabia. Noté que era la pistola de mi padre. La saqué y apunté a la cabeza negra y se la volé. Todos los fragmentos de cabello, piel, hueso y sesos salieron al aire para pegarse en las paredes y tres hilos de sangre resbalaron por el cuello hasta diluirse en el agua. Lamieva se escondió detrás de la bañera. Miré hacia ella y huyó. Salió a uno de los salones y abrió los cajones de un escritorio. Del más pequeño sacó una pistola diminuta, de culata de nácar y cuerpo plateado. Levantó el martillo con el dedo pulgar y me disparó en un costado. La bala era diminuta pero me atravesó y se alojó entre los libros de la biblioteca.
Avancé hacia ella y escapó hasta las cortinas. Las abrió como si yo fuera un vampiro y con la luz me desintegraría. La claridad me cegó. Avanzaba sin ver, desnudo debajo del gabán abierto, chorreando sangre por la herida y con la pistola aún en la mano. Lamieva empezó a temblar. Abrió la puerta del ventanal y, cuando iba a cogerla, salió hacia el vacío como un ángel albo dispuesta a caminar el aire. Durante algunos instantes la vi tras los cristales sostenerse a mi altura y luego bajar. Me lancé tras ella y caí abrazándola hasta parar, mecidos por las ramas de un árbol del patio interior de la casa en las que quedamos suspendidos. Enseguida se quedó toda manchada de mi sangre que, en contacto con su piel, se volvió rosa y goteó sobre el jardín de abajo y me abrazó.
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