MORTISAGA EN EL CEMENTERIO
DE LOS ICONOCLASTAS
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LA SONRISA DE MARIALBA
La asistenta venía tres días a la semana. Durante dos horas limpiaba y le hacía la comida a Sapiencio, de la que se surtía todo ese tiempo. Se llamaba Matilde y regentaba la única mercería del pueblo, dicho monopolio le aseguraba unos ingresos que le permitían vivir holgadamente sin tener que realizar trabajos extras, por eso le sorprendió al maestro que se brindase a atender su casa. Ella le ofreció una justificación lo suficientemente convincente, como para no rehusar sus servicios. En primer lugar no le sería fácil encontrar a nadie que cumpliera con tal cometido, era un hombre soltero y los prejuicios del pueblo se impondrían. Por otra parte, ella había enviudado hacía años y estaba muy agradecida por el trato que le dispensaba a su único hijo en la escuela, sobre todo porque se trataba de un niño autista, necesitado de protección frente a la crueldad de los demás compañeros. Además, había contratado a una dependienta, puesto que el negocio iba bien, así andaría más desahogada, para hacer los pedidos y tratar con los comerciales sin las prisas acostumbradas. Aunque el verdadero motivo de su empeño no se lo dijo jamás, quizás por no tratarse de una razón sentimental. Lo que peor llevaba Don Pedro, como lo llamaban sus alumnos, era echar en falta sus galletas Marialba, cada vez que Matilde aparecía por allí. Era capaz de comerse hasta dos paquetes de una sentada. Sabía que no se las robaba, porque lo único que quedaba sin limpiar eran las migas sobrantes en el sillón de orejas de la biblioteca. Pero lo que no sabía, era que había comenzado a comérselas, cuando descubrió su colección de libros de la “La Sonrisa Vertical” en la cima de una de las estanterías, apilados con los lomos hacia la pared, ocultando el llamativo color rosa, que los identificaba. Desde entonces la última media hora la dedicó a sentarse a leerlos. Dicha lectura le provocaba unas carencias, que trataba de suplir con sus galletas rellenas de chocolate belga. Matilde quedó deslumbrada con el primer ejemplar un día que Sapiencio se personó en la mercería, para comprar dos botones de nácar violeta. Ambos tuvieron que concentrarse en su búsqueda, hasta dar con ellos en varios muestrarios. Al salir se le olvidó un paquete, recogido hacía instantes en su apartado de correos. A ella le llamó la atención el envoltorio rosa y unas letras que partían del vértice de un triángulo, en las que pudo leer “La Sonrisa Vertical”. Esperó con impaciencia a que volviera a recogerlo, pero tras media hora no pudo más, rasgó tan singular embalaje y se encontró frente a un libro no muy grueso, también de color rosa, El ojo prohibido de Marcelo Batalla. Llevaba leída unas treinta páginas, cuando la dependienta le avisó de que el propietario del paquete se acercaba. Le dio tiempo a esconder el libro bajo el mostrador, pero no así el envoltorio, de modo que Sapiencio, al darse cuenta de lo ocurrido, se limitó a pedir una bobina de hilo blanco entre balbuceos y con la mirada lejos de la de Matilde. Ni que decir tiene que esta terminó de leer el libro con avidez más tarde, después de haber acostado a su hijo. Esa noche durmió con la esperanza de soñar con ser protagonista de aquella historia tan… tan… A la mañana siguiente se propuso leer toda la colección, pues supuso que en la biblioteca del maestro la encontraría si no completa, casi. Nunca tuve acceso a aquellos libros que leía Matilde con una mano, mientras con la otra comía galletas rellenas de chocolate Belga, entre suspiros conmovedores. Me conformé con leer los títulos, desde lejos, no fuera que le diera por volver a poner en marcha la temible aspiradora. No sé por qué, pero estoy seguro de que las miradas húmedas que se dirigían el uno al otro, cuando se encontraban por cualquier motivo, tenían que ver con aquellos libros, entre los que vienen a mi memoria, Donde no llegan mis sueños de Arnaldo Pino, Interiores del cielo de Mónica Piacere o Te serviré a ciegas de Regina dos Montes, entre muchos más. Aunque si he de ser sincero, no sé si fue en aquella época y en aquella biblioteca, donde leí una historia parecida a la que acabo de contar, en La trastienda de Ganímedes de Eduardo Flores, salvo que en esta, Matilde se llamaba Kostas Afrodakis, trabajaba en una churrería durante el día y como gogó en una sala de fiestas los sábados por la noche. O quizás fuera al contrario, no sé, esto de la edad le hace a uno confundir la realidad con la ficción, pero poco añade al hecho de que fuera la que fuera la naturaleza de los deseos de Pedro Sapiencio, Matilde o Kostas, eran saciados con carne de celulosa y galletas Marialba, rellenas de chocolate belga.
José Miguel López-Astilleros
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