25 de noviembre de 2013

El Rastro y El Museo



 Mercadillo de Herradura, Valladolid, Otoño de 2013
 

Manuel Sandoval y Cutolí (1874-1932), madrileño, catedrático de literatura en los Institutos de Teruel, Burgos y Córdoba, poeta nada modernista, antes castizo y trasparente, de estilo elegante y propia dicción, en la tonalidad clásica y asuntos castellanos parecido a Narciso Alonso Cortés.

El Abogado del Diablo es una colección de artículos sobre los vicios de la civilización moderna.


(Julio Cejador Frauca, Historia de la Lengua y la Literatura Castellana)


 EL RASTRO Y EL MUSEO (1915)

Si el Museo es, según se ha dicho, el panteón del arte, el Rastro es el asilo de las cosas viejas y destrozadas. Entre la galería donde se conservan y se custodian las obras artísticas y el puesto donde se hacinan los objetos desechados, mezclando en polvo su suciedad y su herrumbre, hay la misma diferencia que entre la muerte gloriosa y la enfermedad incurable.

Muertas están las cosas que guarda el Museo y medio muertas las que se venden en el Rastro; las primeras se resignaron a morir, las segundas se rebelan y, compuestas y remendadas se obstinan en prolongar su vida, mezclándose a todas las pequeñeces y a todas las miserias de la vida humana.

Todo lo que en el Museo se guarda está como fuera del tiempo y de la vida. Las obras que en él consagra la admiración, ennoblece la fama e inmortaliza la gloria, no están sujetas a modificaciones ni anacronismos. En cambio, los pobres objetos del Rastro viven en anacronismo perpetuo y en vejez sin ancianidad. Por no morir a tiempo se arrastran insepultos y como galvanizados, caducos, valetudinarios y achacosos.

La mesa que cojea y golpea el suelo con su pata añadida, como un inválido con su pierna de palo; el sillón manco que lleva como en cabestrillo su brazo entablillado; el jarrón chino que oculta, volviéndose hacia la pared, su vientre roto; el marco sin lienzo y el retrato sin moldura, que reproduce las facciones de un desconocido; la casaca sin galones, la pistola sin gatillo, el bastón sin puño, la espada sin gavilanes y la montura sin bastes; el candelabro desparejado, que hace juego con un morillo de chimenea, que tampoco sabe lo que ha sido su compañero, y la cornucopia cuya luna hendida y desazogada refleja como puede toda la miseria y toda la podredumbre que tiene delante, reviven lastimosamente, obligados por la codicia del prendero, que chalaneando como gitano en feria, los insulta dos veces: con su fingido desprecio cuando los compra, y con sus ridículas ponderaciones cuando los vende.

El que no haya visto las restauraciones que de los objetos, al parecer inservibles, hacen los prenderos, pueden formarse una idea de lo que son recordando el partio de caballos de una plaza de toros. En ambos lugares se ofrece el mismo espectáculo deprimente y lastimoso: sofaes despanzurrados, cuyos muelles vibran aún para quejarse y cuyas cavidades se llenan con borra o con pelote, como rellenan los monos sabios con estopa las heridas de las cornadas; desgarrones en la piel o en el forro, que se zurcen con tramilla a grandes puntadas desiguales; aquí y allá montones formados por restos de restos; aquí y allá el mismo repugnante baldeo hecho con agua fría, que lava la sangre, o con pintura espesa, que disimula los desperfectos, nivela las desigualdades y cubre los añadidos. ¡Y una vez arreglados, el mísero animal o el mueble roto, al puesto o a la plaza para que duren y se sostengan, por lo menos, hasta que se cierre el trato o se concluya la corrida! 

En cambio, las restauraciones de las obras de arte se realizan con la cuidadosa atención y el escrupuloso esmero con que se lleven a cabo las operaciones quirúrgicas, ejecutadas con piadosa intención y que revelan tal seguridad, tal pulso y tal maestría, que todo lo creemos fácil y posible.

Acaso algún día el aumento del bienestar y el progreso de la higiene logren suprimir el Rastro: es difícil pero no imposible; en cambio la importancia del Museo aumenta sin cesar porque, aunque sea un mal, como decía Menéndez y Pelayo, es un mal necesario e inevitable. Los que le visitan no pueden dejar de sentir una tristeza que, por lo mismo que no va acompañada de ninguna sensación físicamente desagradable, como ocurre con la tristeza que el rastro produce, se hace más invencible y más honda. No hemos de dejar que las obras de arte se pierdan y se destruyan; pero es triste tenerlas que matar para conservarlas.

Oyendo hablar a los contemporáneos de las cosas pasadas, que desprecian con irrespetuoso desdén o encomian con desmedidas alabanzas, se diría que la mayoría de los hombres sólo conoce lo que fue por el Rastro o por el Museo. La vida de nuestros antepasados, próximos o remotos, no estuvo formada por obras de arte, ni la trama de su existencia tejida como un tapiz; había entonces, como hoy, conflictos, penas y dolores, nos siempre trágicos, artísticos y teatrales, sino obscuros, prosaicos y mezquinos. De la antigüedad, como de un buque náufrago o un continente sumergido, solo conocemos los restos podridos que las tempestades arrojan a nuestras playas, o las cumbres que aún se elevan descollando sobre las olas.

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[Gromov: Todo lo que compra en el Rastro es un rescate para su Museo particular]

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