Imagen del Rastro en el siglo XIX |
Recojo aquí un artículo sobre el Rastro que apareció en el periódico literario El Panorama y que es una crónica costumbrista al estilo de Mesonero Romanos. Únicamente he modernizado puntuación y grafía.
El Rastro marcha (Anónimo, 1839)
Todo adelanta, todo progresa, todo se extiende. El Rastro, el famoso Rastro de Madrid, depósito ab initio del sobrante y deshecho de todas las vestimentas, calzados, hierro, muebles y libros que han usado por muchos años los habitantes acomodados de esta capital, y expelen como escoria los caprichos de la moda, las defunciones abinstestato, las repentinas ausencias y los embargos judiciales, es ya estrecho campo para el cúmulo de trastos que van diariamente hacinando allí las actuales críticas circunstancias. Un observador le llamaría termómetro de la riqueza colectiva, y en su diario movimiento descubriría el estado financiero de las individualidades madrileñas, caso de haber observadores para el Rastro cuando son tantos, tan arduos y tan interesantes los objetos dignos de la española observación.
Ello es que el Rastro, como si conociera que nadie le observa, va ensanchando a la sordina el círculo de su distrito y colándose pian piano hasta en las calles más céntricas, concurridas y elegantes de la capital. Allí donde ve un huequecillo, aunque sea tamaño como un pliego de papel, allí encajona una mesa con relojes desechados por buenos, o hallados antes de que el dueño los perdiera; allí establece un puesto de navajas que cortan lo que ven; allí amontona unos cuantos tomos sueltos de los cuales renegarían sus autores si tan mal parados los mirasen.
Con el puesto se trasplantan también, desde el Rastro al centro, no pocos de los infinitos desarrapados pillastres que revolotean, sin mala intención, por supuesto en torno de aquellos cebos de compradores de cosas baratas, y que con su lenguaje obsceno, con sus asquerosos vestidos, con sus modales tabernarios, constituyen un anacronismo y un torpe borrón junto a las primorosas guanterías, a las románticas boticas y a las confiterías de oro y azul. La presunción fundada en razonables cálculos nos induce a creer piadosamente que la susodicha turba holgazana y revoloteante, es poderoso imán de otra turba femenina, que a guisa del inmundo murciélago vespertino, no abandona el oscuro agujero donde anida, hasta mucho después que el sol ha hundido su flamígera carroza en los cristalinos palacios del océano.
Esta turba femenina, de impúdica calificación, atrae a su vez otra bulliciosa falange de atrevidillos mozalbetes, que más duchos en el arte del galanteo y de la crápula que en los preceptos de Nebrija o de Aristóteles, ronda en tumultuaria cuadrilla en las calles más concurridas de la capital, tal vez en el mismo instante en que señor padre o señora madre están haciendo en familiar tertulia largos y pomposos elogios de la precoz capacidad del rapazuelo y de sus inauditos progresos en la ciencia, y de su perseverancia en el estudio, y de su inocencia, y de su moralidad. Al bullir de la juvenil falange, acuden los infames usureros, los rufianes, los parásitos que asaltan, reparten y devoran el durejo de aguinaldo, o la lista de la compra, o el producto de un tomo de matemáticas, y sostienen al inexperto mozo en la carrera de la liviandad y le enseñan la hipocresía, y vician acaso para siempre un corazón que debía latir para la virtud y la honradez.
Pero, ¿qué remedio? Subir al primer escalón de la cadena y echar la culpa al Rastro, ya que no convenga achacarla a la legislación o a otras causas y levantar alrededor del Rastro una muralla como la del imperio chino, que contenga la expansión de costumbres, palabras y acciones dignas de perpetuo encierro cuando tanto repugnan a la moral, a la civilización y hasta al honor de España.
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[Gromov]
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