MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS
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ELEGÍA
No sé por qué pensé, en mi arrogancia de lector apenas iniciado hacía casi un año, que los libros me proporcionarían los pertrechos necesarios, para amortiguar las desgracias de la vida, que el conocimiento siquiera de sus palabras, actuaría de bálsamo taumatúrgico contra los rigores de la purulencia, en la que acaba todo lo que se degrada y cambia de naturaleza, produciendo en quien la contempla y piensa en ella, un sentimiento de extrañeza, siempre ajena, pero siempre cercana a nuestro pesar. Mientras mi maestro bibliotecario yacía por última vez en su lecho, un vacío de páramo estepario se me empeñaba en su falta. Los primeros instantes, en los cuales la carne ha sido arrancada del tronco de la vida, dejan una cavidad que sólo la oscuridad habrá de ocupar. Ni lenguajes, ni cantos pueden saciar el silencio de la luz que se apaga. Y sin embargo, las larvas cadavéricas sueñan con reinos de amatista, y pueblan nuestra memoria fosilizada con sus transparencias. De la melancolía que segregan, surgieron los versos de los grandes poemas elegíacos en prosa De tu alma esmeralda ojos y Amiga de vientos ciegos, del poeta maldito Leopoldo María Mondragón y de una heterónima suicida de Gabriela Paz-Andrade, respectivamente, en los que me refugié en busca de un antídoto contra el aniquilamiento y la tristeza, en tanto no cesaran los ruidos de la maquinaria infernal de los servicios mortuorios, esos que nos despojan de los lugares amados y arrojan nuestro reposo a las sierpes. Tras un tiempo indeterminado, que es mejor no medir, la quietud se adueñó de toda la casa, las puertas quedaron cerradas y sin objeto, sólo el eco huérfano y sin fauces de un recuerdo golpeaba el yeso de las paredes, los muebles y las espectrales fotografías de un niño encaramado a un tiovivo o de una pareja posando con solemnidad en un gris difuso. El viento, que agitaba las ramas del cerezo y golpeaba la ventana, me sacó de la postración en la que andaba, de aquí para allá, de estantería en estantería, así me fui recuperando del expolio que tanta amargura me provocó. Con dolor exhumé de mi interior El pozo animado de Jorge Claudio Wilson. Es posible que aquel libro no existiera, quizás fuera la invención delirante de una mala agonía, pero en homenaje a su postrera ilusión, me puse a buscarlo, aunque me pareció raro no haber dado antes con él, pues a aquellas alturas no había secreto para mí en aquella biblioteca. De haberlo visto alguna vez siquiera, lo habría rescatado de su anaquel con prontitud, tales eran las destrezas de librero que había comenzado a adquirir. Tras varias noches de pesquisas infructuosas, decidí abandonar la persecución, sin duda había sido fruto del desorden de su inminente muerte cerebral. ¡Qué hermosa y hasta romántica manera de escapar a la disolución de su biblioteca! Aunque no se me alcanzaba cómo podría ocurrir semejante tragedia, si entonces para mí, todos aquellos ejemplares formaban parte necesaria de un todo orgánico, vivo y con voluntad propia, aún en ausencia de su creador, tal era la fortaleza de cada una de sus criaturas, según creí con la fe de un escarabajo todavía en plena infancia. Con perplejidad, no tardé en abandonar la credulidad y la inocencia. A media mañana de un día perdido entre el polvo de la casa, se presentaron dos hombres, uno portaba las llaves de la casa y miraba todo con desapego, pero con autoridad, el otro le pidió que subiera la persiana, así podría inspeccionarlos mejor, le dijo. En una hora había formado numerosas torres de libros en el suelo, clasificados en un orden enigmático, acorde con unos valores numéricos a los que llamó con un nombre genérico, “precio”. No entendía nada, pero lo suficiente para comprender lo que había me había dicho Sapiencio antes de morir. La disolución consistía en que alguien se llevaría todos sus libros de allí, por orden de un sobrino, con quien al parecer no había tenido mucha relación. Dos horas después de marcharse ambos, el que oficiaba de sobrino presuroso, volvió, abrió la gaveta del escritorio y sacó de allí todo el material de papelería y un ejemplar que dejó sobre uno de los montones. Pensé que si aquello era cierto, lo del libro salvador también sería cierto. La urgencia y el espanto me llevó a agudizar mi perspicacia aquella noche. Era un libro muy singular y querido por su dueño y heredero, razoné, por tanto habría de estar guardado en algún lugar bien custodiado y cercano, sí, la gaveta del escritorio, ahí debía de estar, de modo que trepé hasta donde lo había dejado aquel sobrino irreverente. Así fue cómo encontré El pozo animado de Jorge Claudio Wilson y cómo descubrí el nicho redentor. Me acomodé en aquella hornacina, con la intención de esperar a que llegara el librero tasador y me llevara consigo, junto con todos los volúmenes que había elegido y apalabrado con un precio que no tuve la oportunidad de escuchar, pero cuyo concepto me sirvió para introducirme en las intrigas crueles y desconocidas para mí, de la economía. No había tiempo ya para lamentos y quejas, los acontecimientos se despeñaban destructores a una velocidad inquietante, como los aludes en la novela de aventuras de Paul Mallory, Blancura en el infierno. En aquel nicho pensé en lo paradójico e irónico que resultaba salvarse gracias a un libro, cuyo objeto no era su lectura.
José Miguel López-Astilleros
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