Una temporada en el infierno
(Un gran día para tus biógrafos, frag.)
Podemos decir lo que se nos antoje sobre el deseo, finalmente sólo nos
podremos de acuerdo en que si no se nos ha dotado de la herramienta
pertinente para machacarlo y destruirlo cuando se presente hasta que,
dos horas, un día, cuatro días, dos semanas después, vuelva a brotar con
su alegre ímpetu, el deseo es muy cabrón. De acuerdo en que los
científicos lo han estudiado minuciosamente, han hecho toda clase de
exámenes a no sé cuantas especies animales, han observado a sus
conejillos de indias alcanzando a precisar con magníficos términos el
elaborado proceso que lleva a que se nos presente una hiena en las
entrañas y empiece a devorarnos entre risas hirientes. De acuerdo en
que los poetas lo agasajan con endecasílabos, alejandrinos y versículos
que roen su oscuro misterio y, como la lengua de una linterna minúscula
en la gruta que da paso a la cueva más grande del mundo, sólo sirven
para que comprendamos la grandeza de ese lugar, la densidad de esa
oscuridad a la que nuestra linterna apenas sabrá herir. Pero cuando un
viento venido de sabe dios qué cielos te arranca de donde estabas y en
su alfombra rauda te lleva hasta las entrañas de esa cueva primordial,
saber que una gresca de hormonas o un vals de gigantes está teniendo
lugar en el panel de control de tu alma, sirve de poco, como de poco le
sirve a quien ha perdido su casa en un terremoto saber en qué punto
exacto del mapa se ha localizado el epicentro de seísmo y qué fallas
tienen la culpa de que él lo haya perdido todo, como le sirve de poco a
la víctima de un dictador el canto encendido que un poeta hizo de los
logros magníficos de la policía intelectual de ese dictador. ¿Qué hacer
con el deseo, esa nodriza que nos acuna dulcemente para dormirnos y al
ver que no nos dormimos, sonriente y cariñosa, nos deposita en la cama y
nos tapa la cabeza con la almohada y aprieta para ahogarnos? La opción religiosa -resistir- es contraproducente porque conduce, por una avenida de árboles parlanchines que esconden en sus troncos las brasas del infierno, a la patología (y que esa patología adquiera tintes heroicos no le quita su condición patológica). Lo más recomendable es, como en los atracos, no oponer resistencia.
(Juan Bonilla, en plantilla)
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