II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM
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JERÓNIMO BARBADILLO
Había leído hace no sé cuánto en los Expolios de un librero inconformista del archivero Lisardo Cuevas, que ciertos libreros de viejo se parecen a los gatos en que sus pies poseen algo parecido a los corpúsculos de Pacini en sus plantas, pero que a diferencia de los felinos, no eran sensibles a las vibraciones ni a la presión mecánica, como en ellos, sino a los estertores agónicos de lectores y bibliófilos consumados, en cuyas casas se personaban, guiados por una señal misteriosa, tal vez un eco arbóreo en el subsuelo, justo cuando los herederos comenzaban a ver la biblioteca de su pariente como una amenaza para la venta de la finca, momento que aprovechaban para liberar a los familiares de tal impedimento, ofreciéndoles una tasación justa por todo aquel papel de mierda, en opinión de ellos. Cuevas citaba varios testimonios presenciados por él mismo, según los cuales los libreros llegaron a amenazar, entre bromas y veras, a los nuevos propietarios de aquellas bibliotecas con prender fuego al inmueble entero, si no aceptaban el precio que les ofrecían y hacían venir a otro competidor. Pero hubo perspicaces que sospecharon una mirada voluptuosa en la contemplación de varios volúmenes, ante lo cual se atrevieron a incrementar el valor sin conocimiento y medida, por el mero placer de observar la reacción de los compradores, más que por lucrarse con el negocio, como supusieron los libreros, hecho que les provocaría un acceso de locura furiosa de tal intensidad, que tres de ellos llegaron hasta asesinar por estrangulamiento a una violista con hidrocefalia, a un viejo carnicero con apellidos aristocráticos y a un restaurador de vidrieras catedralicias lisiado, cuya falta de pasión en sus vidas les llevó a morir sin comprender el verdadero motivo del que fueron víctimas, que no fue el de la usura, al menos eso argumentaron Silvio Ferrero, Eladio Máximo y Manuel Hijares ante el juez incomprensivo que los mandó a prisión veinte años, donde murieron de melancolía a los cinco, a los dos y a los seis años respectivamente, porque les dio por pensar en el destino aciago de sus libros, a quienes tenían como criaturas espermáticas propias. No quisiera extenderme más en sugerir e ilustrar la descripción del librero Jerónimo Barbadillo, baste decir que el propietario de Laminium pertenecía a esta clase de personalidades arrebatadas, a las que hace alusión Lisardo Cuevas en su memorial de afrentas, aunque la verdad es que el pobre jamás hizo uso de violencia alguna contra nadie, como no fuera contra él, de tal modo que cuando no conseguía quedarse con alguna edición rara, colección completa de láminas decimonónicas o biblioteca de librepensador, en el menor de los casos el cuerpo se le llenaba de un sarpullido desde los omóplatos hasta el ombligo, alrededor del cual se formaba además una culebrina semejante a la del herpes zoster. Ningún médico supo de qué reacción alérgica se trataba ni qué medicación concreta le debía prescribir, puesto que para aquellos síntomas específicos no había sustancia alguna en ningún vademécum conocido, ni siquiera en la fantasiosa Farmacopea contra los humores flemáticos, biliosos y sanguinolentos del médico y ocultista portugués Dr. Armindo Araujo. Por Barbadillo supe que no había remedios para las enfermedades causadas por la pasión inútil de creer que una biblioteca podría albergar el universo, cuando no por el polvillo microscópico que genera el movimiento de sus astros, para lo cual hubiera sido necesario poseer unos pulmones de atleta, con bronquios a prueba de cuantas partículas librescas pudieran ocuparlos, pero no era el caso de Jerónimo, con un cuerpecillo mantecoso de ratón bien alimentado, orondo, una cabeza esférica, labios sensuales y epicúreos, pelo sólo en las sienes, con una melena rala que le ocultaba el exiguo cogote, unas manos gordezuelas, mínimas, casi siempre con uñas de guitarrista de luto, aunque lo más sobresaliente de su aspecto, a decir por la impresión que me produjo cuando lo vi por primera vez, fueron sus ojos de avispa y su voz de araña, inteligentes e incisivos, melodiosa y embriagadora, quizás fueron estos rasgos de insecto y arácnido los que propiciaron nuestro reconocimiento mutuo más allá de nuestras diferencias. Estas son las palabras que la memoria de Jerónimo Barbadillo me ha dictado hasta ahora, según me he dejado llevar por ellas, y según se amalgaman y confunden con las que no me pertenecen por haber sido extraídas de entre el olvido de obras de dudosa realidad, aunque uno ya no está para admitir más realidades que la del escaso presente huidizo, postrado como estoy, esperando la última ficción, de la que un ser vivo transido de naturalezas contradictorias pueda ser testigo. Dejaré, pues, para otra noche la narración de nuestro encuentro a poco de mi llegada, y cómo fue que estuve a punto de perecer a manos suyas por un malentendido.
José Miguel López-Astilleros
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