30 de agosto de 2014

Jardín perdido






Castrillo de las Piedras. 30 agosto 2014









Eloy R. Carro, el último surrealista.

André martínez Oria. 











[Larsen]

Éramos tan felices






Volvemos a Castrillo de las Piedras. Larsen


29 de agosto de 2014

Café con libros




El Desván. Burgos










Café con libros y los vodeviles del Docto Spasavic (Parecidos razonables).

[Larsen. Trapielluno.]

Las malas lenguas


El Rastro, verano de 2014


 Mira, la batería de los cardiacos.


Oído en el Rastro.

Feria del libro


El Rastro, verano de 2014




Tipografía


Mercadillo del pajar de Requejo



[malabia]

28 de agosto de 2014

Objetos




Embudo encontrado por el trapero Larsen, entre las ruinas de la casa familiar de los Panero, en Castrillo de las Piedras.

La Serenissima




BMC, el último novísimo, tras los pasos de Casanova y Morand.


27 de agosto de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


9

DOS JOTAS


Hace unas cuantas entregas de esta segunda parte apareció J, el libro que Barbadillo traía en su bolso todos los días a Laminium, por el cual estuve a punto de perder la vida. En aquella ocasión quedó en suspenso cómo fue que me dejó echarle un vistazo y lo que vi allí dentro. Quizás hubiera sido más adecuado hacerlo a continuación, como en otras tantas circunstancias similares. Incluso los diarios personales están sujetos a los arbitriaridades del destino, más que a la lógica interna de la narración, convirtiéndolos con frecuencia en despropósitos sin urdimbre racional, aunque en mi caso he de reconocer que no hay destino ni lógica interna que valga para justificar mi absoluta anarquía expositiva, pero como en el fondo la presencia de ese “ustedes” fantasmagórico, que aparece como interlocutor de allá para cuando, es tan sólo un recurso retórico, para mitigar mis últimas soledades, a quién le va a importar sino más que a mí, sospechar el esfuerzo de un lector ficticio intentando averiguar la coherencia del abstruso propósito de estos textos. Así es que no pierdan cuidado, que ya mismo les relato lo que mi capricho y el azar juzgan que he de transmitirles sobre el caso, sin menoscabo de que quede interrumpido o no, que así es  como he leído que obran algunos escritores, dejando al lector perdido en sus propios laberintos, más que en los del cuento. Así pues, llegó una mañana Barbadillo, posó su J sobre la mesa y a su vera otro libro idéntico a él, con la misma J mayúscula que el suyo, y hasta con la misma tipografía, aunque el ejemplar era nuevo, sin las cuchilladas de la vejez y con el nombre de Serafín Otamendi en letra más pequeña de color rojo inglés debajo de la J. Al nuevo lo trató sin la dulzura profesional y el esmero de los libreros anticuarios, lo dejó caer sin consideración, indignado. Al cabo de lo cual comenzó a llamarme con voz urgente y alterada. Terminé de despertarme, aún bajo el dramático influjo de la última lectura nocturna, El desollador de sueños, poema épico-erótico en tres partes, cabeza, tronco y extremidades, del poeta ceutí Mezouar Alami, muerto en un viaje a Estambul, al arrojarse desde la torre Gálata, con el propósito de solidarizarse con la suerte final del protagonista de su única obra, cuando contaban ambos veinticinco años. Me dijo que un tal Otamendi se le había adelantado a publicar, que no escribir, su primera obra, y que se correspondía palabra por palabra con las que él pensaba poner en el suyo, puesto que el ejemplar que tantas veces había deseado yo hojear, estaba en blanco todavía, pero sólo en apariencia, pues él era capaz de saber con exactitud en qué página se decía tal o cual cosa. Lo único en lo que había sido original el otro había sido en dejar su J como título, que en su caso era algo provisional, no el título definitivo. Por este detalle, más que por el resto del libro, tenía la seguridad de que había sido víctima de un robo, o más bien de una impostura. Su drama, más íntimo que legal, consistía en no poder llamar públicamente falsario a Serafín Otamendi. Después de desahogarse me dijo que cerraría la librería el resto del día, y que comenzara a comerme cualquiera de los dos libros, pero me previno de que para darme por satisfecho con uno de ellos bastaría. Llegados a este punto, les propongo que elucubren sobre cuál de las dos obras, o libros, como quieran, hubieran elegido para leer o fisgonear, según interpreten, sabiendo ya lo que saben. 

José Miguel López-Astilleros


La Dolce Vita


Feria del ajo, San Miguel de las Dueñas. 24 agosto 2014.


[El Trapero]


Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas





II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


10

J


Espero que no se hayan tomado a mal la broma de dejarlos con el alma en vilo, por no desvelar el contenido de J. Nada más lejos de mi  pretensión que hacerles responsables del mismo, para lo contrario hubiera tenido que tener las cualidades de uno de esos narradores, que con unos cuantos recursos técnicos pergeñan historias en la mente de los lectores, que jamás se les hubieran ocurrido a ellos. Claro que si les digo que en el momento de escribir ustedes no existen, qué sentido podría tener la suspensión de la revelación, si no es la propia vanidad de creerme capaz de mantener expectante al mismísimo lenguaje, o cuando menos a ese “ustedes” del otro lado, quimérico; pero dejémoslo aquí, no sea que la deriva del razonamiento nos haga desviarnos de lo esencial. Tampoco estaba exento de ironía Barbadillo, cuando me dijo que podía hincarle el diente a cualquiera de las dos jotas, en vez de invitarme a disfrutar de su genio literario, para así hacerme partícipe de la ignominia de Serafín Otamendi, cometida contra él. La cuestión no es qué había dentro de J, sino qué era J. Pero antes, permítanme recordarle la elección que les propuse en la entrega anterior. De nuevo no tengo remedio, les decía esto, sabedor de que habrían escogido el nuevo J, en detrimento del que estaba en blanco, y es lógico que así lo hayan hecho. Este es el ardid de quien, como yo, persigue distanciarse de lo ordinario para distinguirse, quizás de la uniformidad animal; pero es una treta sin ingenio, puesto que es fácil para quien maneja los resortes autoritarios del argumento. Así es que, sí, elegí el viejo libro de Jerónimo Barbadillo, su vieja J. Por varios motivos, porque era el que me había intrigado desde el principio y porque si había intuido algún temblor en él, algún misterio me aguardaría entre sus páginas, incluso a sabiendas de su vacuidad. Porque si Barbadillo era capaz de leer aquella tinta del deseo, cómo no había de ser capaz de leerla y descifrarla yo, aunque sólo fuera por orgullo intelectual. Y cómo no, porque da igual lo que encontrara o no encontrara, si ustedes sólo van a poder averiguarlo por mis palabras, reales o ficticias, fingidas o veraces. Barbadillo no mentía sobre la ausencia de palabras en negro sobre blanco, efectivamente allí no había trazo alguno mecánico o manual, nada que mi vista percibiera. No crean que la literatura es sólo cuestión de escritura, como había pensado hasta entonces. El aterrador impacto que me produjo el silencio del papel amarillento, comenzó a dibujar una duna tras otras en mis oídos, hasta formar un desierto vivo, un mar ondulante de arena, que poco a poco se fue transformando en un lenguaje de sonidos, de susurros, de gestos, de miradas, de vientos, de ecos, de banderas ignotas, de gritos marinos, alados, estelares, de todo lo más inimaginable que a nadie se le pudiera ocurrir que albergara el vacío, y todo ello pronunciado al unísono se concretaba en una música, de palabras absolutas, perfectas, de esferas puras, de elipses circulares, de círculos elípticos, de contradicciones demiúrgicas. Supe entonces que la tripulación de escarabajos, de una nave fletada por un blaps de fortuna, para descubrir el reino de la sabiduría y el amor, sólo podría existir en aquella nueva dimensión, en la melodía callada de las palabras inexistentes. Supe que allí, los filósofos de la vida y la metafísica de lo elemental sólo penetran en la verdad, cuando van cubiertos con su toga de queratina negra y rinden sus ojos compuestos a la contemplación de la diversidad. Allí, donde la carne es al fin una sola carne, de madera, nube, agua, atmósfera, hueso, mineral. Donde todos los ojos pertenecen al mismo rastro de la historia, sin distinciones bioquímicas o clasificatorias. Allí, donde no es el paraíso, pero es el único reducto que nos queda para el sueño, para la supervivencia de la dignidad, quizás hasta para la bondad, o la maldad sin exterminio, por no renunciar a la costumbre de la muerte, y así plenamente humanos todos. No, el libro que Jerónimo Barbadillo no había escrito, y que llevaba siempre consigo, no contenía nada, salvo la poesía para la que no había nacido aún su poeta, a la que sólo es posible acercarse lejos del significado de las palabras. Sólo un librero soñador de libros podría haber escrito una obra como aquella, sin haberla escrito, porque el J de Serafín Otamendi había sido únicamente una invención suya para acrecentar mi apetito. En fin, JOTA, nuestra jota, desde la vibrante a la simple aspiración.

José Miguel López-Astilleros

Lectura para el verano


Santa Cruz de Tenerife. El Amanuense en la playa.



[Bombita. Agencia Reuters]

Los aluches






Ya podemos leer los relatos del Alfranquino J. L. Puerto y del Ultramarino A. Toribios.


12 de agosto de 2014

Recuerdos por venir






Recuerdos por venir

Me acuerdo del olor de los libros impresos, del tacto de sus hojas, de la textura de las encuadernaciones. Me acuerdo de las ilustraciones de las tapas, de las láminas a plena página, de las tipografías. Me acuerdo de la música que producían las hojas al deslizarse entre los dedos. Me acuerdo de los libros en folio, en cuarto, en octavo, en dieciseisavo y hasta los escurridizos treintaidosavo. Me acuerdo de las pequeñas y grandes sorpresas que se encontraban entre las páginas de un libro: un billete de banco, una esquela, un poema manuscrito, una receta de cocina, la carta de un amante…Me acuerdo de las dedicatorias que escribían en las primeras páginas los autores o las dedicatorias de los que regalaban el libro. Me acuerdo de los exlibris pegados en el interior de las tapas. Me acuerdo de los comentarios manuscritos en los márgenes. Me acuerdo de algunos aromas al abrir un libro: a tabaco, a madera, a moho, a humedad, a café, a humo… Me acuerdo de los marcapáginas, algunos humildes otros suntuosos y los más de publicidad. Me acuerdo del cartero amado y odiado casi a partes iguales por quitarme el ansia de la espera con su presencia o aumentar el desasosiego de la incertidumbre con su ausencia. Me acuerdo de las bibliotecas con sus anaqueles repletos de libros variopintos, y en particular de la mía con las estanterías a rebosar de libros alineados como un ejército en desbandada, y cómo no, me acuerdo de Cabroncio el duende de mi biblioteca, que de cuando en cuando me escondía algún libro, o me lo cambiaba de sitio. Me acuerdo de las mañanas domingueras de rebusca por el Rastro donde me permitía el lujo de desdeñar más de un libro. Me acuerdo de las librerías de viejo, siempre con luz tamizada, con colores ocres y pardos y con el olor exclusivo y común a todas ellas y que nunca supe definir más allá de ‘olor a librería de viejo’, nada que ver con las librerías de nuevo, con el caleidoscópico colorido que formaban los miles de libros y del olor ácido a tinta y ofset.

Me acuerdo de cuando empezaron a rivalizar, en aquellas mismas librerías, con los libros impresos aquellos otros electrónicos, aquellos cuerpos planos que podían albergar miles de almas, y que al igual que sucedió con los primeros libros impresos que imitaban a los manuscritos, éstos venían envueltos en cajas que parecían libros de verdad. Me acuerdo de aquellos viejos cacharros de tinta electrónica, a los que cuando no quedó más remedio, tuvimos que acostumbrarnos. Me acuerdo que rápidamente estos aparatos fueron dejando obsoletos a los libros impresos. Me acuerdo de, siempre lo sentí como una venganza por su parte, que se quedaban sin batería cuando más lo necesitaba. Me acuerdo cuando, ya herido de muerte el libro físico, se puso de moda el audiolibro, horroroso invento que con voz en off  iba narrando las mil y una historias. Me acuerdo de cuando se sofisticaron aquellos aparatos y eran capaces de narrar obras como La Divina Comedia, a través de ultrasonidos, en diez minutos, y para decodificar el mensaje se empleaba aquella psicodroga, la Mnemolector, que antes de retirarse del mercado dejó con taras mentales a millones de ‘lectores’. Me acuerdo de la agonía de las editoriales y las imprentas tradicionales, hasta que hace ahora veinte años se prohibió cualquier tipo de libro, revista o periódico impreso, aunque desde entonces se rumorea sobre una imprenta en la que se editan libros de verdad. Dicen que se hacen llamar Los Ultramarinos, pero a nadie conozco que haya visto un solo libro salido de esa imprenta clandestina. Yo creo que es una hermosa leyenda urbana, hermosa pero sólo eso, leyenda. Lástima. 

Me acuerdo de los primeros implantes en la circunvolución temporal media, área de Brodmann 21, un biochip que trae toda la Biblioteca Universal de Edificantes Lecturas (BUEL) y el Noticiero Universal. Además, desde las primeras generaciones se incluían los programas políticos de los dos únicos partidos, el Partido Universal y el Partido Global.  Los últimos son los de la serie Omnia con varias versiones subvencionadas por el Estado. Debido a los acontecimientos de todos conocidos ya sólo trae el PPU (Programa del Partido Único). Recuerdan de lejos a los audiolibros, pues la ‘lectura’ consiste en evocar sonidos. Así, dicen que se pueden ‘leer’ las obras completas de Mao en menos de un minuto. Pero dicen también que esas ‘lecturas’ no dejan poso, no dejan huella, que el efecto es efímero. Eso debe ser lo que algunos viejos llaman efecto gaseosa.

Hace unos días cumplí 99 años. Mis nietos me han regalado la última mierda del mercado, ni más ni menos que el biochip más evolucionado, el Next AV versión Alfa Plus. Me lo implantaron en el hipocampo la semana pasada. Viene como los de la serie Omnia, con toda la Biblioteca Universal de Edificantes Lecturas (BUEL) y con el Noticiero Universal. Si tiene algo bueno es que al ser cien por cien de pago no tiene publicidad, aunque lógicamente no viene exento del omnipresente machacón PPU (Programa del Partido Único). Al contrario de las demás versiones, con la Alfa Plus puedes solicitar seis títulos al año de libre elección. Otra canción es que te los autoricen. Ahora la ‘lectura’ es con imágenes, no se evoca el sonido, sólo imágenes, destellos. Cada obra es como un resplandor y dura exactamente eso, un resplandor. Las imágenes ya vienen predefinidas, pero con entrenamiento logras sustituirlas por las tuyas propias. Ya lo logré con el Quijote censurado que viene incluido en la BUEL, he conseguido cambiar las imágenes estandarizadas por las del viejo Doré. Es cuestión de tiempo que se den cuenta de este bug y se pongan a hurgar en el área 17 de Brodmann.

No necesito un mapa estereotáxico para saber dónde se encuentra el puto chip que me implantaron la semana pasada. Justo ahora lo estoy apuntando con mi viejo revolver. Espero que no me falle.


[El Amanuense]


11 de agosto de 2014

Parecidos sospechosos



El Rastro, verano de 2014







[Agradecido a Gromov por su discreta recomendación en la furgodesván Podemos. El trapero.]


Vanguardias y Vanguardismos



El Rastro, verano de 2014





[Larsen]


Extravíos


El Rastro, verano de 2014





10 de agosto de 2014

El huerto cultivado



Mercadillo de Requejo (Astorga)











[Larsen]