27 de agosto de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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DOS JOTAS


Hace unas cuantas entregas de esta segunda parte apareció J, el libro que Barbadillo traía en su bolso todos los días a Laminium, por el cual estuve a punto de perder la vida. En aquella ocasión quedó en suspenso cómo fue que me dejó echarle un vistazo y lo que vi allí dentro. Quizás hubiera sido más adecuado hacerlo a continuación, como en otras tantas circunstancias similares. Incluso los diarios personales están sujetos a los arbitriaridades del destino, más que a la lógica interna de la narración, convirtiéndolos con frecuencia en despropósitos sin urdimbre racional, aunque en mi caso he de reconocer que no hay destino ni lógica interna que valga para justificar mi absoluta anarquía expositiva, pero como en el fondo la presencia de ese “ustedes” fantasmagórico, que aparece como interlocutor de allá para cuando, es tan sólo un recurso retórico, para mitigar mis últimas soledades, a quién le va a importar sino más que a mí, sospechar el esfuerzo de un lector ficticio intentando averiguar la coherencia del abstruso propósito de estos textos. Así es que no pierdan cuidado, que ya mismo les relato lo que mi capricho y el azar juzgan que he de transmitirles sobre el caso, sin menoscabo de que quede interrumpido o no, que así es  como he leído que obran algunos escritores, dejando al lector perdido en sus propios laberintos, más que en los del cuento. Así pues, llegó una mañana Barbadillo, posó su J sobre la mesa y a su vera otro libro idéntico a él, con la misma J mayúscula que el suyo, y hasta con la misma tipografía, aunque el ejemplar era nuevo, sin las cuchilladas de la vejez y con el nombre de Serafín Otamendi en letra más pequeña de color rojo inglés debajo de la J. Al nuevo lo trató sin la dulzura profesional y el esmero de los libreros anticuarios, lo dejó caer sin consideración, indignado. Al cabo de lo cual comenzó a llamarme con voz urgente y alterada. Terminé de despertarme, aún bajo el dramático influjo de la última lectura nocturna, El desollador de sueños, poema épico-erótico en tres partes, cabeza, tronco y extremidades, del poeta ceutí Mezouar Alami, muerto en un viaje a Estambul, al arrojarse desde la torre Gálata, con el propósito de solidarizarse con la suerte final del protagonista de su única obra, cuando contaban ambos veinticinco años. Me dijo que un tal Otamendi se le había adelantado a publicar, que no escribir, su primera obra, y que se correspondía palabra por palabra con las que él pensaba poner en el suyo, puesto que el ejemplar que tantas veces había deseado yo hojear, estaba en blanco todavía, pero sólo en apariencia, pues él era capaz de saber con exactitud en qué página se decía tal o cual cosa. Lo único en lo que había sido original el otro había sido en dejar su J como título, que en su caso era algo provisional, no el título definitivo. Por este detalle, más que por el resto del libro, tenía la seguridad de que había sido víctima de un robo, o más bien de una impostura. Su drama, más íntimo que legal, consistía en no poder llamar públicamente falsario a Serafín Otamendi. Después de desahogarse me dijo que cerraría la librería el resto del día, y que comenzara a comerme cualquiera de los dos libros, pero me previno de que para darme por satisfecho con uno de ellos bastaría. Llegados a este punto, les propongo que elucubren sobre cuál de las dos obras, o libros, como quieran, hubieran elegido para leer o fisgonear, según interpreten, sabiendo ya lo que saben. 

José Miguel López-Astilleros


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