II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM
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PSICOLOGÍAS
Mucho antes de aprender a leer palabras, cuando mi adolescencia de coleóptero, ya me interesaba por descifrar los signos de la vida. Era como abrir un libro en carne viva, cuyas vísceras durmieran al raso en invierno y se abrasaran al sol en las estepas del alma durante el verano, sin el amparo confortable de la tinta inmóvil, de la techumbre de una buena cubierta o la luminaria de un índice en el camino, y así, cerrado, a resguardo del azar, quizás de la malevolencia, y aún abierto, cerrado en la reverberación de su voz.
Leer la vida sin la mediación de un biblioteca, por el contrario, era coleccionar abrojos, los cuales, a fuerza de heridas, perdían sus lacerantes espinas contra el latido de la carne. Quizás fuera este dolor o la insatisfacción provocada por la ignorancia, los motivos que me llevaron a buscar abrigo en las ciudades de papel, sobre todo cuando descubrí que legiones de criaturas con diferentes grafías (según la lengua en la que se alinearan) trataban de reproducir y de explicar un mundo, que siempre vencía en la contienda, y aún así se afanaban sin descanso en celebrar las derrotas, creando con osadía naturalezas insólitas, seres luminosos ocultos en dimensiones oscuras, nacidos del óxido del fracaso.
Llegados a este punto, quizás debería decir que me estaba refiriendo concretamente al aprendizaje e interpretación de los comportamientos humanos, bueno, después de los coleópteros, entre los que nací y me desarrollé en mis primeros tiempos. Si, pongamos por caso, me cruzaba con la sonrisa de una joven hembra de blaps, inmediatamente me acercaba a recoger la cosecha de mi engreimiento, pero cuando ella me rechazaba, comprendía lo escabrosos que pueden ser unos labios. Si otro día la misma blaps me volvía a sonreír y me alejaba de su lado, no es de extrañar que esta vez me lanzara miradas de reproche. Y si volvía a producirse un tercer encuentro con la dama, mi corazón confuso se quedaba petrificado ante la Medusa de queratina, esperando la absolución o la condena, dejándome marchar o solicitando mi compañía, respectivamente, o al revés, que eso es un arcano de difícil discernimiento. Estas circunstancias vividas, amén de otras muchas más dramáticas y menos frívolas, que sería prolijo relatar, me llevaron a interesarme por los tratados de psicología, creyendo que allí encontraría la respuesta a tantas y complejas reacciones incomprensibles, no sólo de los otros, sino de uno mismo, porque tampoco estoy a salvo de las rarezas de estar vivo.
En la trastienda de Laminium, en la segunda fila de libros de una balda inferior, di con los tres tomos de la Psicología clínica de la esperanza del doctor Emmanuel Erikson, con el pequeño epítome de una obra inédita de Michael Atkinson, Comportamientos destructivos del lenguaje, cuya lectura me causó un repentino vómito de insultos y palabras malsonantes, aunque nada tenían que ver con el asunto objeto de su estudio, sino con un reflejo condicionado. Podría citar medio centenar más, pero no tengo paciencia con lo inútil, puesto que de nada me sirvieron y poco saqué en claro. En ellos no se explicaba por qué la lucidez engendra en ocasiones la autodestrucción, o por qué a ciertos locos les da por enarbolar el estandarte de la nada como salvación. La desilusión por la psicología hubiera sido terminante, si no hubiera descubierto en las inmediaciones de estos libros, ironías del destino, las obras completas de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski de la antigua editorial Aguilar, a quien consideré el mayor y más profundo conocedor del alma desde entonces, al que se sumaron más tarde León Tolstói, Turguénev, Goncharóv, Chéjov, Gogol, y los demás realistas rusos y franceses del XIX. Todos me guiaron en la observación de los tres visitantes asiduos de Laminium, como se verá más adelante, y aún del propio Barbadillo, porque uno no es el mismo en la soledad frente a un poemario de Aldo Z. Sanz, que frente a unos tertulianos escudados tras uno vaso de orujo, desde el que peroran y callan como sabios griegos.
José Miguel López-Astilleros
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