27 de octubre de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas



II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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OJOS DE CLOROFILA


Nadie sabe de qué color es la oscuridad de los ciegos de nacimiento. Podría ser violeta, amarilla, blanca, o negra como la nuestra. Tampoco ellos lo saben, porque no tienen referencia de ningún otro color, ni siquiera de la luz que interviene en su formación. Les han dicho que la ausencia absoluta de esa luz necesaria es negra, pero cómo comprenderlo, si para ellos representa el vacío, y el vacío no es negro, en tanto es una disposición del espacio o de la soledad, no de la radiación electromagnética que capta el ojo humano. Luciano no lo sabía, pero su oscuridad era verde, como los ojos que heredó de su madre, y esta a su vez de los bosques esmeraldas donde se crió, a las afueras de Budapest. Como los de  Inaya, hija de una familia libanesa refugiada en Túnez, a quien había amado los últimos veinte años, desde que se sentara a su lado el primer día del segundo curso en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, y que había traído del desierto las frondas de los oasis en el iris de sus ojos. Ambos se sentían frágiles, ella por ser extranjera, y aún más, árabe, y él por su ceguera. Al principio se dirigieron palabras mutuas de consuelo, pero hasta que no aprendieron la gramática de los tactos, no encontraron, él sus ojos en los de ella, y ella la lengua de los misterios verdes. Poco a poco Inaya se fue dando cuenta de que los pensamientos y las emociones de Luciano rezumaban desde un interior tupido de seres vegetales, a través de sus dedos, que en las noches de plenilunio aumentaban su sensibilidad, y recorrían todo su cuerpo desnudo, cubriéndolo de profundidades boscosas y marinas, de madreselvas y algas, de verduras que le envolvían los pies, los muslos, las caderas, el vientre, los pechos, hasta que rebosaba por sus labios, y al llegar a los ojos, salía huyendo sin darle explicaciones hacia las dunas del Sáhara de su infancia, por temor a convertirse en la raíz de un tilo durmiente en las afueras de Budapest, desde donde la madre de Luciano rivalizaba con los ojos de Inaya, con su color áspero de verde arenoso. Llegó a la conclusión de que la oscuridad de su amante ciego era verde, aunque jamás se lo dijo, no fuera que las selvas de su memoria pudieran ofenderse, si llegaran a sospechar que ella era un intruso en el torrente de su savia más íntima. A partir de entonces dejó con mansedumbre que por su carne fluyeran las irisaciones fluorescentes de los ojos de Luciano, iluminados con un fulgor cruel, por estar velada su belleza a sí mismos… Aquí se interrumpe el arranque del relato “Tus ojos de clorofila”, de autor tan desconocido para mí como el título. No obstante, así comenzaba la novela “Tus ojos de naufragio” del norteamericano Frank Lloyd, pero que no se correspondía con el principio de esta obra, siendo así que algún operario de los talleres gráficos había impreso la primera página de otro libro delante. Quedé tan conmovido por la irrupción de estos personajes, cuya historia y personalidad nada tenían que ver con los de las otras trescientas páginas, que decidí ponerle título a la supuesta narración, y hasta inventarle una autora, Eunice Coronado, para incluirla en una ficticia historia de la literatura inconclusa y de obras perdidas, solo así lograría sobrevivir a la fugacidad del error, hasta que no diera con el título y el autor verdaderos. Su relación, la atmósfera  que los envolvía, pronto se pobló de especies arbóreas desconocidas a este lado del planeta, exóticas, de tamaño descomunal y nombres registrados en los álbumes botánicos de la desproporción. Respiraban hierbas, se alimentaban mutuamente de sí mismos, ofreciéndose en holocausto en las espesuras de ramas, hojas y racimos agitados por vientos sutiles, que se infiltraban sorteando a los guardianes de sus batallas umbrosas. Fuera de estos sonidos, sólo se escuchaba el crecimiento loco por llegar algún día al sol, que Luciano veía al oído de las descripciones de Inaya. Hasta que una noche de luna menguante, mientras dormían, escucharon el aleteo de un ave entre el follaje de sus sueños. Se despertaron sacudidos por el invasor, pero mantuvieron sus párpados cerrados, creyendo que aquella visión era exclusiva,  y allí, en esa región de tinieblas, vieron sus ojos glaucos y su pico rojo, que parecía arquearse en una sonrisa de dulzura dolorosa. Ambos sabían que aquel pájaro nocturno tenía un nombre, el de Luciano era  Mateo Verdejo y el de Inaya era Mirta Prado, un pintor y una mezzosoprano, que habían conocido esa tarde en una exposición de la sala Claramonte y en una audición para aficionados en la cafetería del Teatro Pompeya. Y también allí fue donde se metamorfosearon en venenosos arbustos de belladona y de ricino, en cicutas y trinitarias… Siento haberme sustraído a imaginar unas cuantas líneas más de la historia de Eunice Coronado, pero mi atracción por lo inconcluso y por las rarezas bibliográficas, ofician en mí una atracción delictuosa, quizás porque todo mediocre lleva dentro de sí el virus y la obligación de al menos un crimen.

José Miguel López-Astilleros

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