Cuatrodedos
Hacía calor para la época del año en la que estábamos. Cualquiera diría que era una noche de primavera, pero no, era el 31 de Octubre pasado. Como casi todos los años, acudí a la cita familiar de Todos los Santos. Nos reuníamos en el pueblo unos cuantos primos con sus respectivas familias y nunca faltaba algún que otro vecino que se sumaba en cuanto le llegaba el olor de las castañas asadas. Este año estrenábamos tambor para asarlas, ya que al anterior, después de lustros de trabajo, no le cabía un remache más. Se había ganado con creces un lugar de reposo en el antiguo pajar familiar.
La algarabía inicial alrededor del fuego fue cesando según iba desapareciendo la menudencia. Después se fueron las mujeres y finalmente los vecinos, menos Arcadio, que fiel a la costumbre, cuando nos quedamos solos, sacó su botellín de orujo de manufactura propia. Allí nos quedamos los cuatro primos más Arcadio, que tenazmente nos animaba a paladear su espirituoso. Languidecía la hoguera, aunque de vez en cuando un chisporroteo enviaba a sus emisarios, las pavesas, animándonos a seguir alimentándola.
Las conversaciones saltaban caprichosamente de un tema a otro anudándose entre sí, hasta llegar a la cuestión de las bajas, que tácitamente se dejaban siempre para el final. Así supimos, por boca de Arcadio, del fallecimiento de Eugenio el Cuatrodedos. Quedamos sorprendidos porque no era muy mayor, unos 70 y pocos años, pero aparentaba alguno menos. Fue de repente, lo encontramos muerto sobre el tractor, hace apenas un par de meses, nos dijo Arcadio, mientras amenazaba con ir a rellenar su botellín. No sirvió de nada decirle que ya era tarde, que ya habíamos bebido suficiente y demás justificaciones. Echó unos troncos al fuego y se fue con la promesa de nuestra parte de que no nos iríamos como hicimos el año pasado.
Nos quedamos los cuatro hablando de Eugenio. Era un personaje. Menudo, correoso, de piel aceitunada y pelo muy negro, a pesar de su edad, y con amplias entradas. Ojos almendrados y muy vivos. Nervioso, con la inteligencia natural que no ocupan las letras. Le faltaban la mitad del dedo índice de la mano derecha y la mitad superior de la oreja del mismo lado. Si llevara una pata de palo perfectamente podría haber salido de una novela de Salgari. Era curioso que mis primos y yo lo recordáramos toda la vida así, como lo describo, desde que éramos niños hasta la última vez que lo vimos. Parecía que por él no pasara el tiempo. Había dejado el pueblo, como tantos otros, allá por los años 60. Según él mismo decía había ido a la capital a buscar trabajo recomendado por don Rafael, el párroco. En su primer trabajo fuera del campo berciano se quedó para siempre. Celador en un hospital dirigido por religiosos.
Mi primo Miguel, el mayor de todos, nos recordó cómo Eugenio se había quedado sin medio dedo. Eran varias las versiones que el mismo Cuatrodedos daba sobre la pérdida del su índice y de la media oreja. Entre risas nos dio tempo a repasar tres o cuatro aventuras que de niños le habíamos escuchado con la boca abierta. Así repasamos cuando ¡ en la guerra de África ! estaba cuadrado ante su sargento y saludándolo marcialmente al tiempo que una bala mora le voló la cabeza a éste. Eugenio, con reflejos de un tigre, justo a tiempo pudo inclinar la cabeza para que la bala sólo se llevase medio dedo, media oreja y un mechón de pelo. O aquella vez que, cortándose las uñas, se hizo un rasguño sin importancia en el dedo, pero que se le infectó y después se le gangrenó y se lo tuvieron que amputar. Ante la objeción de que eso explicaba su apodo, pero no lo de la oreja, siempre contestaba lo mismo, que la oreja también se le gangrenó porque cuando le picaba, justo se rascaba con el dedo malo y eso hizo que también se contagiase por lo que no quedó más remedio que amputar. También repasamos cuando su padrino le cortó con un machete el dedo para que no se sacara los mocos y pocos días después su madrina le cortó la oreja porque estaba harta de decirle que se las lavara y nunca le hacía caso. Estas y otras tantas aventuras podíamos repasar hasta que me decidí a contar un secreto que me tiraba de la lengua tanto como el orujo que había ingerido. Ya que Eugenio había muerto y me encontraba en familia, resolví que a nadie podía lastimar por contar la verdadera causa de las amputaciones de Cuatrodedos. Arrimándome a la hoguera les conté a mis primos lo que a su vez me había relatado aquel día, ya lejano, Eugenio.
Fue uno de mis primeros clientes. Recién acabada la carrera vino a mi despacho Cuatrodedos. Quería consultar si podía conseguir una minusvalía por lo del dedo. Le dije que era difícil conseguirlo porque esa era una lesión antigua y que no había tenido lugar en el trabajo. Me respondió con una sonrisa que, según cómo se mirase el caso, sí que el accidente había ocurrido en su puesto de trabajo. Entonces me explicó cómo se quedó con medio dedo, pero antes ambientó el relato. Eran tiempos difíciles, me dijo. Lo que ganaba como celador, que no era mucho, tenía que compartirlo en casa con sus hermanos menores, que como huérfanos, tenía a su cargo. En aquel hospital y en aquellos tiempos él era el único celador que había y se reventaba a trabajar, y como trabajaba más de diez horas diarias, no le quedaba tiempo para hacer otro trabajo fuera de allí. El hospital estaba especializado en ancianos. Entraban unos cuantos a la semana, y muchos desde allí ya despegaban. Cuando esto sucedía los familiares recogían las pertenencias del finado. El reloj, cadenas, crucifijos, la cartera… pero casi siempre se dejaban los bastones y las boinas o sombreros. Esto era un misterio para Eugenio, pero me aseguró que era cierto, casi sin excepción se dejaban estas prendas que pasaban una cuarentena en un pequeño cuarto gobernado por él. Al cabo de la cuarentena se los llevaba a casa donde los iba almacenando semana a semana. Dos o tres veces al año, en fechas señaladas, iba a la feria de Mansilla de las Mulas y vendía a los parroquianos aquellos enseres que cobraban nueva vida en manos y testas de clientes agradecidos por el bajo precio. El caso es que con las boinas y los bastones iba sacando dinerillo extra pa ir tirando.
Una Semana Santa se puso enfermo el encargado de la morgue y tuvo que cargar él con el trabajo. Yo siempre he sido pobre pero más o menos honrado, me decía, y nunca he robado a nadie, al menos a nadie que lo necesitara. Pero el diablo, que todo lo enreda, me tentó, me dijo Cuatrodedos. En la morgue vio oportunidad de ampliar el negocio y se le ocurrió explorar las dentaduras de sus moradores. Algunos tenían piezas de oro que ya no necesitarían allí donde fuesen. Se convirtió en un experto en abrir mandíbulas, incluso ya avanzado el rígor mortis. Por cada pieza de oro sacaba más que por una docena de bastones y boinas. Todo iba a pedir de boca, nunca mejor dicho, hasta aquel fatídico 24 de Junio. En la morgue tenía dos pacientes. Enseguida desechó uno, pues con la práctica que había adquirido, de un solo vistazo sabía que aquel no tenía un solo diente, ni natural ni manufacturado. Con la viejina que tenía al lado era otra cosa. Aquella prometía. Sin embargo, a pesar de la maestría adquirida, aquellas mandíbulas se le resistían, no había forma de abrirlas. Se lo tomó como una cuestión de amor propio y por nada dejaría de abrir aquella boca. Por fin, con gran esfuerzo, que escenificaba mientras me lo contaba, pudo vencer la resistencia y aquella boca se abrió de par en par dejando al descubierto un puente con dos piezas doradas magníficas. Sacó con destreza el puente, pero surgió un problema. Después de la operación intentó cerrar aquella boca, pero la misma resistencia que encontró para abrirla, se la encontró para cerrarla. Por más que lo intentaba no había manera. Allí estaba la pobre vieja, con la boca abierta de par en par, con un gran hueco donde antes estaban aquellas dos piezas de oro. Se dio por vencido, pero como no podía dejar aquel vacío delator quiso reponer el puente. Lo depositó en su lugar, y justo cuando estaba retirando la mano, ¡zas!, aquella boca se cerró con tanta fuerza que por eso me estaba consultando lo de la minusvalía. Dejó para siempre lo del oro pero siguió con los bastones y las boinas.
Mis primos sonreían y me miraban con incredulidad. Entre risas ya estaban comentando la historia que acababa de contarles cuando con un gesto de la mano los detuve. La historia todavía no había terminado, faltaba lo de la oreja. Justo cuando iba a contarlo apareció Arcadio, atravesando la neblina que ya se estaba formando a aquellas horas, con el repuesto botellín en la mano y bajo el brazo, envuelto en papel de estraza, un paquete alargado. Me pasó el botellín y mientras abría el atadillo dijo que nos traía un regalo, y allí al pie de la hoguera desparramó el contenido del paquete: cinco bastones, todos distintos entre sí. Coged cada uno el que queráis, todavía tengo otros tantos nos dijo. Hizo una pausa para pedirme el botellín y siguió hablando. Cuando murió Eugenio ayudé a los de Reto de Ponferrada a vaciar su casa. Nunca imaginé que Cuatrodedos fuera coleccionista, tenía no menos de doscientos bastones y otras tantas boinas, viseras y sombreros. Los de Reto me dieron...
Mis primos no le dejaron terminar. Arcadio se quedó sorprendido al ver a los cuatro, a coro, pedirle ansiosamente el botellín.
[El Amanuense]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.