2 de diciembre de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas








II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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CONVERSACIONES (II)


Los tres concurrentes a la tertulia inaugural de la librería anticuaria Laminium llegaron allí, no sin haber mantenido con su propietario, Jerónimo Barbadillo, varias entrevistas en distintos cafés de la ciudad con antelación, primero a título individual con cada uno, durante las cuales averiguó hechos relevantes sobre sus respectivas vidas, y si cabía la posibilidad de que en el futuro abandonaran la vanidad que los embargaba en favor de la entrega incondicional a la nueva criatura que fuera surgiendo en cada sesión, esto es, una pieza literaria oral, que sería perfeccionada hasta el extremo de que la sonoridad de la palabra fundara significados incógnitos en el pensamiento. Para lograr ese objetivo, las melodías léxicas de cada uno de los intervinientes deberían sufrir un proceso de depuración, como si se tratara de almas impuras en busca de perfección. No pretendía con ello llegar a ninguna experiencia místicolingüística, ni nada por el estilo, sino atesorar en su librería una obra única, disuelta en el éter de aquel espacio y tiempo, en vez de reposar en los anaqueles, a salvo de menesterosos que la pusieran en almoneda en otras librerías de lance o rastros, cuando algún día entraran los sedientos bárbaros con sus furgonetas desvencijadas a llevarse todo a precio de res putrefacta, y ofrecerlo a coleccionistas anómicos. Nadie podría tocar aquella obra maestra, ni manosearla, ni tasarla, ni siquiera etiquetarla en enciclopedias para arrastrar su existencia por estúpidos y vacíos libros escolares, donde languidecería como tantas otras bajo una capa de tedio. Debo decir que cuando Barbadillo comenzó a contarme su loco propósito, derramó tanta pasión al exponerlo, que su lógica de paranoico se me impuso con una fuerza descomunal. En el fondo, sólo trataba de reparar la melancolía que le producían los libros maltratados por los avatares de la vida, de alcanzar, siquiera en sueños, un ideal, consistente en participar de algo que estuviera escrito si no en el agua, como en el epitafio de Yeats, en el aire, algo maravilloso que se extinguiera en el mismo momento de la creación, al modo de esas improvisaciones de Charlie Parker que se perdieron para siempre en la recuerdo de quien las escuchó por única vez, según cuenta Fred Murray, camarero de un antro en el que Charlie solía beber hasta hacer sangrar a su saxo, en sus memorias tituladas Smoke and music, mal traducidas como La música del humo. Aunque en esta ocasión con palabras y por distintas voces, y así sacarlo de sí mismo, porque de lo contrario no pasaría de ser el monodiscurso de un eco solitario. Tuvo que vencer los recelos de sus tres candidatos y ganarse su confianza, de manera que tuvo que hacerles algunas revelaciones sobre su propia intimidad y costumbres, para que no vieran en su proposición nada perverso; aunque se conformaron con detalles sin importancia, como dónde escondía la botella de orujo balsámico, a más de las reservas, que degustarían entre tanto departían, con la particularidad de que se trataba de un orujo especial, elaborado por un centenario maestro destilero de los Ancares, que solía añadir a la cocción hierbas digestivas de la comarca, eso es lo que solía decirle a las autoridades, les comentó, aunque en realidad se trataba de unas hierbas secretas alucinógenas, utilizadas por los celtas en sus ritos, según cuentan por aquellas sierras. Barbadillo sabía muy bien que se dirigía a tres escritores menores de fértil imaginación, que se pasaban toda la vida desbrozando la niebla en la que se disipan sus escritos inéditos, y posponiendo sine die el momento en que ofrecieran al mundo la novela total o el fogonazo deslumbrante de un cuento innovador. También sabía, a diferencia de ellos, que sus mejores obras serían sus propias vidas, contadas un día por algún contemporáneo también marginal, a quien citarían alguna vez en las cátedras universitarias especializadas en los albañales de la literatura de aquella época y aquella ciudad. Por esa razón los había elegido, porque no tendrían empacho en derrochar imaginación con toda la generosidad de quienes se saben llamados algún día a la gloria, a pesar de postergada. Una semana antes de la primera cita reunió a los tres en una taberna canalla de las afueras de la ciudad, famosa  en medios policiales por los tres asesinatos cometidos allí en los últimos años en reyertas entre chulos decrépitos, traficantes de todo, algún bohemio rezagado y gentes de baja estofa. Con esta prueba quería saber dos cosas, la primera hasta dónde llegaría su capacidad de fabulación, estimulados por la ingesta de licor, y segundo, dónde estaba el límite en el que comenzarían a perder la lucidez prestada por la bebida. El resultado fue tan satisfactorio, que Barbadillo siguió adelante con su proyecto. Al parecer, tras ser presentados, se originó entre ellos un enconado y absurdo debate sobre la conveniencia o no de incluir las fotografías de los escritores en la solapas de los libros, que derivó en si la fealdad era más creativa que la belleza, momento este en el que fueron rodeados por una cuantas mujeres gordas con minifaldas y mal pintarrajeadas como dibujos infantiles, que parecían moverse con ingravidez hacia su mesa. Pero lo que más entusiasmó a Barbadillo, es que salieron de allí con la ropa hecha jirones y algún moratón, reptando como sierpes a las cinco de la madrugada de un sábado. 

José Miguel López-Astilleros 

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