13 de noviembre de 2015

DAKOVIKA, segunda parte (una novela por entregas)





Capítulo 6

Alboreaba y teníamos que irnos de allí. Me envolví en mis harapos y rasgué un pendón medieval para hacerme una venda nueva. Con otro girón de tela envolví a Dakovika que cada vez parecía más pequeño y más débil. Empezamos a descender por unos pasadizos tenebrosos. No podíamos volver a los tejados. Era demasiado peligroso a pleno día y con toda la policía de la ciudad buscando a los asesinos del poeta Garnach. Avanzábamos hacia abajo de una manera instintiva. De pronto un rumor de aguas se escuchó. Lo seguimos a través de los muros pegando el oído a la piedra. Cada vez era un poco más fuerte hasta que llegamos a una galería abovedada en cuyo final se veían los reflejos negros de una arroyuelo subterráneo. Eran las cloacas. Misteriosamente las luces inexplicables alumbraban todo el recorrido muy tenuemente pero con la intensidad necesaria como para poder caminar allí. Los largos sillares de la basílica seguían bajo tierra igualmente majestuosos hasta hundirse en las aguas pestilentes. Líquidos oscuros y verduzcos fluían. Se formaban pequeños remansos, balsas, presas hechas con desperdicios y cascadas, diminutas cataratas, cada poco, a medida que descendíamos. Enseguida salieron a nuestro paso las ratas que nos acompañaban amontonadas en nuestros pies. Había momentos en los que había tantas que al avanzar con el pie arrojábamos varias al agua turbia. Seguimos el curso del río negro en la misma dirección en la que iba el agua lo cual me hacía pensar que íbamos hacia el río. Si era así saldríamos de la parte vieja de la ciudad y podríamos huir.
Comencé a orientarme porque me di cuenta de que toda la ciudad de abajo era igual a la de arriba, que cada calle, cada edificio, cada plaza tenía su semejante allí abajo. Entramos en una cripta con todas las paredes forradas de cráneos apilados. De pronto toda la oscuridad pareció volverse blanca con el resplandor tenue de los huesos. Lamieva tropezó y una infinidada de calaveras le llovieron encima partiéndose como si fueran de cristal viejo. Una nube como de polvo de talco se levantó a cámara lenta y creímos asfixiarnos con aquel humo de hueso seco flotando en el escaso aire de las cloacas. Nuestros pulmones se impregnaron con ese aire de muerte.

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