Capítulo 10
Me dirigí hacia aquella habitación. Efectivamente estaba cerrada. Metí la llave y se abrió pero la puerta quedó atascada por algo que había dentro. Tuve que coger carrerilla y embestirla para poder entrar. Cedió antes de lo que creía, al segundo envite, y pasé propulsado a un interior tenebroso cayendo sobre infinidad de cosas no todas blandas. Un intenso hedor todavía más rancio que el del hotel entero me mareó. El viejecillo defecaba fuera de su habitación por todos los pasillos pero parecía que el fétido olor de todos sus excrementos lo guardase en aquella negra dependencia. Tuve que taparme la nariz y, a tientas, abrir una ventana que apenas se corrió unos centímetros para permitir un soplo de aire limpio y un filete de luz.
Todo el espacio de la habitación estaba atestado, repleto de montañas de cosas que no sabía muy bien qué eran. Asomaban papeles y paraguas, cajas de cartón, botellas vacías de vinos caros y muy viejos. Vino o sangre seca por muchos sitios. Iba pensando en que el anciano aquel fuera un asesino contumaz o un borracho impenitente que había saqueado la bodega del Oliden, o las dos cosas, un borracho asesino que de no haberle interceptado nos habría matado a los tres para continuar enseñoreado de la ruina colosal. Sin saber qué comencé a mover la basura y los objetos de un lado a otro e iban amaneciendo como en estratos capas sedimentadas por épocas, como si llevase allí desde el año en que se cerró el hotel.
Fui al estrato más bajo y removí con la convicción de que lo más antiguo sería lo de más valor y no hallé sino una sustancia pastosa en la que los distintos materiales se habían fundido en algo que ni era papel, ni madera ni cartón. Finalmente agotado por el esfuerzo inútil me tumbé en el camastro que expelió una nube tóxica de orines secos a los aires y quedé narcotizado.
Al despertar toda la estancia se abrió ante mis ojos como el interior de las alas de un murciélago gigante que me rodease con su nefasto abrazo de rasos negros. Entonces vi una caja metálica en lo alto de un armario. Cogí el palo de una cortina y la hice caer al lecho de basura que cubría el suelo. Cayó de pico y quedó clavada tal y como iba por el aire en el magma de escombros. Me acerqué a ella como quien camina por arenas movedizas pero de mierda y comprobé que estaba cerrada con un candado grande. Intenté forzarlo con toda suerte de objetos puntiagudos que encontraba por la habitación pero la cerradura no cedía. Finalmente la arrastré fuera de la habitación y la tiré por el hueco del ascensor. Abajo quedó molida. En su interior un libro con cubierta de piel de cabra y cosido con cuerdas. Lo extraje de entre los hierros no sin que algunas páginas se rasgasen.
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