Capítulo 11
Me fui con el libro como una hiena con un trozo del ciervo caído a un rincón. Lo examiné detalladamente. Era viejo. Ese tipo de cubierta lo aseguraba. En la primera página un emblema o sello todo corroído como de una huella de un sapo o el caparazón de una tortuga. Todo estaba escrito a tintas de distintos colores y caligrafías que variaban y estaba todo muy borrado. Se veía que había pasado por muchas manos pero todas ellas meticulosas. Aparecían columnas siempre. Tres palabras bajo otras tres palabras y así página tras página y, delante de la primera, cifras en el margen, cifras que tenían cuatro dígitos y comenzaban en 1204 y se sucedían a partir de ese número. También aparecía al final de las tres palabras, detrás de todas, una cruz. Busqué hasta encontrar una lista menos borrosa y con una caligrafía legible. Se trataba de nombres, nombres y apellidos. Las cifras correspondían a años y las cruces a los fallecidos que eran todos hasta llegar a las últimas páginas, en realidad sólo había tres nombres sin cruz de nacidos en los años 20. Por lo tanto era un libro que empezaba en el siglo XIII y seguía hasta la actualidad con una larga lista de personas. En las páginas posteriores aparecían dibujos, planos, líneas de dibujo lineal o arquitectura y cada uno tenía un número romano grande en la esquina superior rodeado de tinta roja.
Lo guardé entre mis ropas y fui a la busca de Lamieva y Dakovika. Una urgencia inmediata me había tomado y ya quería salir de allí cuanto antes. No era por la muerte de aquel anciano, que seguramente parecía un asesinato que yo había cometido, sino por la sensación pura del trapero que encontrado un tesoro, algo que valía mucho porque era muy viejo y porque no sabía lo que era. Cuando uno de nosotros encuentra algo así sabe que sus ratos de tranquilidad han acabado, sabe que le puede pasar cualquier cosa cuando encuentra algo que no debiera, y que los más fácil es que, por una cosa así, aparezca en cualquier cajero automático muerto una mañana como un pajarito helado por el sol blanco de las noches de los vagabundos y que nadie pediría explicaciones, ni haría una autopsia al cadáver de uno de nosotros.
Eran demasiadas cosas, el asesinato de Garnach y la muerte de este viejecillo del Oliden, Lamieva y Dakovika huyendo conmigo, este extraño libro y la herida de bala de mi costado que no dejaba de sangrar.
Llegué a la habitación y los encontré dormidos y abrazados en la gran cama polvorienta de matrimonio de la suite donde nos habíamos instalado. En ese momento intenté recordar cuánto tiempo llevábamos en el hotel abandonado y me fue imposible. Había perdido totalmente la noción del tiempo aunque todos esos hechos últimos me parecían de hacía pocos minutos. Lamieva y Dakovika habían permanecido metidos en la suite y durmiendo todo el rato. Tiré de las sábanas y dejé descubiertos sus cuerpo. El viejo había disminuido de tamaño otro poco, apenas llegaría a los ochenta centímetros que ovillado como andaba siempre se reducían a sesenta.
Lamieva tenía un largo camisón de los años treinta que se había enrollado sobre su cuerpo hasta dejarla desnuda de cintura para abajo. Me tumbé detrás de ella y la penetré sin que se despertara en un coito que también estaba fuera del tiempo, que no era largo ni corto, que no cesaba, que no tenía ni principio ni fin.
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