Cocteau estuvo en todos los sitios, pero tal vez eso solo hizo imponer al hombre sobre el artista. Confiaba en la posteridad, como tantos otros, mientras vivía un presente polémico en el que otros tan activos como él, los surrealistas, no dudaban de calificarle de bestia “hedionda”, inmundo, nauseabundo o ignominioso medrador, en lo que parecía más un conflicto de egos entre dos espíritus que compartían el gusto por dejarse ver y querer y alguna cosa más (Apollinaire, Picasso,…).
[de la reseña de Juan Jiménez García de La mentira que siempre dice la verdad en DÉTOUR]
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