MARINETTI
El futurismo nació de un accidente de coche del que informó puntualmente Il Corriere della Sera. En el suelto periodístico se hablaba de siniestro total, de una discusión de Marinetti con unos ciclistas y un volantazo que mandó al auto a la cuneta de la que tuvieron que sacarlo con una grúa para llevarlo al desgüace. Sin embargo, cuando Marinetti habla del accidente fundador del movimiento le echa paladas de heroísmo con la hueca prosa que practicó siempre: habla de una noche de farra, del amor por el peligro y la velocidad, del erotismo de sentirse cerca de la muerte, cuando unos ciclistas le salen al paso y se pone a discutir con ellos y harto de su lentitud y su tontería, decide echar el coche a la cuneta de la que, de todos modos, sale intacto después para lanzarse de nuevo al vértigo de las calles y al amor de la velocidad. Comparar el suelto periodístico con el texto de introducción de los postulados del futurismo me parece un ejercicio perfecto para distinguir periodismo y ficción: en un rincón los hechos prosaicos, en el otro la transformación de los hechos en un episodio épico. Que esta vez salga ganando el periodismo por culpa de las pomposidades de Marinetti no significa que en otros combates salga victoriosa la ficción.
No deja de ser curioso cómo algunos documentos civiles le liman la épica al futurismo, pero es logro indudable de Marinetti que esos documentos civiles hayan quedado sumergidos para alzar las versiones oficiales que él mismo se encargó de difundir. Por ejemplo, aunque el futurismo se presenta como un movimiento revolucionario desde sus primeros latidos, cuando acusan a Marinetti de pornografía -por el episodio del estupro de las negras que está en "Mafarka el futurista"-, el poeta italiano se presenta ante el juez con la cabeza gacha y define al futurismo como un "movimiento estético reformador". Y lo peor es que al juez le decía la verdad, mientras que en las veladas futuristas seguía aullando por los presupuestos revolucionarios de su invento, cantando al hombre nuevo que necesitaba una nueva manera de expresarse que matara violentamente el pasado. "Asesinemos el claro de luna", clamaba, "Guerra, única higiene del mundo", decía. En una cosa no hay discusión: Marinetti era un gran esloganista. Aplicó criterios empresariales al futurismo: convirtió su revelación -"un coche de carreras es más hermoso que la Vitoria de Samotracia"- en una mercancía ambiciosa que, desde la estética, quería colonizar todos los órdenes de la vida. De ahí que, a pesar de que una de sus señas de identidad fuera el nacionalismo, se internacionalizara con harta facilidad. Al fin y al cabo otro de sus eslóganes, copiado esta vez de Nietzsche, decía: "Contradecirse es vivir". Maiakovski lo mejoró: "Contradecirse es la única manera de acertar". El futurismo se contagió fácilmente en todo el mundo porque era algo más que un movimiento estético, algo más que una secta, algo más que una religión. Era un idioma. De hecho, en las reseñas que les dedicaban a algunos de los libros publicados entonces se decía: "está escrito en futurista". O sea, no en italiano ni en francés ni en español: en futurista. Y un idioma puede permearse en todas las capas sociales y todas las ideologías, de ahí que el mismo futurismo que acabara en fascismo en Italia, terminó en bolchevismo en Rusia; de ahí que lo practicaran aristócratas europeos e indígenes americanos. Su cosmopolitismo audaz sólo precisaba de una condición: había que ser provinciano para fascinarse con él. De ahí que en Nueva York o Londres el futurismo apenas lograra expandir su imperio, pero sí ganara adeptos en las proximidades del Titikaka o en la señorial Florencia: o sea, lugares donde ver un ascensor subir cuatro pisos pudiera ser considerado un acto mágico, un milagro poético.
Pero ¿quién era ese Marinetti que en 1909 lanza al mundo desde la cubierta de Le Figaro el primer manifiesto futurista que abre la era de las vanguardias? Marinetti era un poeta en francés que se había ganado cierta reputación por su notable afán de buscar gresca con encendidas composiciones de infalible grandilocuencia. Estaba bien equipado por su talento para el insulto según había demostrado en su primera publicación, un acercamiento a D'Anunzio en el que se proponía malbaratar la figura mayor del simbolismo italiano: se diría que ahí radicaba su principal ambición. Quería ser la nueva gran figura del simbolismo. Todas sus producciones poéticas sonaban a puro simbolismo pero trataran de agrandar los intereses de éste fijando su atención en asuntos en los que el simbolismo no se había detenido. Si el simbolismo era trémulo y melancólico, Marinetti le prestaba vigor y cántico. Si al simbolismo le fascinaban los pasos del solitario en las calles de madrugada, a Marinetti le gustaban los desayunos heroicos y la agitación de las primeras horas de la ciudad. Pero para hacer sus cánticos, las herramientas que empleaba eran las del simbolismo, la rima bien buscada, la infalible musiquilla del verso alejandrino, el tamborileo de las imágenes prestigiosas. Por eso es fácil deducir que el nacimiento del futurismo tuvo que ver más con el fondo que con las formas, por raro que parezca. Las formas, al principio, hasta la llegada de las palabras en libertad y los poemas carteles, eran las mismas que las del modernismo al que el futurismo prolongaba con su reforma. Lo que cambiaba era el fondo: allí donde se loaban las gracias de las pálidas muchachas se cantaría ahora la violación y el frenesí. Una prueba evidente de que el futurismo no se propuso romper con la tradición con la que rompería es el famoso "Canto al automóvil" que publicaría la revista Grecia en 1918: la primera aparición de ese poema de Marinetti es de 1905, es decir, lo compuso años antes de sacar al futurismo de la cuneta donde quedó varado su coche. Todo en ese Canto remite al peor modernismo francés, el que parecía no admitir verso alguno que no pudiese ser recitado con voz melosa y dramática, el que lo fiaba todo a la huera retórica de quienes creen que poesía es solamente lenguaje ennoblecido para no decir nada. También es una prueba de que Marinetti nunca sería capaz de escribir un poema modernista digno que estuviese a la altura de sus maestros. Y ahí entró en acción el genio de la propaganda y el espíritu empresarial: supo hacer virtud de sus impotencias, como el pintor que se entrega al garabato después de demostrarse que es incapaz de trasladar a la tabla una composición figurativa.
Hay que reconocerlo: en eso Marinetti no tiene contrincante. A sabiendas de que sería siempre un simbolista de cuarta fila, le declaró la guerra al simbolismo, decidió ajusticiarlo, y de su incapacidad para escribir poemas como los de d'Anunzio o Verlaine, se sacó de la chistera el atronador aullido del futurismo cuyas mejores preseas habrían de componerlas otros, sin que ello importara mucho pues al fin y al cabo, por mucho que las mejores mentes de las vanguardias se revolviesen contra Marinetti (Papini y Soffici en Italia, Wyndham Lewis en Inglaterra, Maiakovski en Rusia), nadie iba a arrebatarle el honor de haber dado el pistoletazo de salida a toda una época.
[Juan Bonilla]
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