L A G A L E R N A Nº 3
C H A M A R I L E R Í A C A N T A R E R O S 3 L E Ó N
Foto de Eloy Rubio Carro |
Como ya la primavera se asomaba en toda su tibieza hubieron los ultramarinos de entregar su Galerna tercera, toda llena de pensamientos sobre los autores que, contra viento y marea, escribieron diarios. Allí nos plantamos en secreto y a la hora convenida quedando en doce hombres la reunión clandestina. Cuantos menos mejor, exclamó alguien, aunque la anterior fuera tan llena y tan buena y tal como un cuadro de El Bosco. Dondequiera que uno la vista pusiese hallaba una persona interesada e interesante, el gran guitarrista y el poeta, el editor, el librovejero, los cuentistas, los diaristas, lo suscriptores y suscriptoras de honor y el niño autor.
Pues bien, ayer los pocos escogidos a la luz de las bombillas extintas, previa lectura del frontispicio suyo en el que el exagerado Oscar Wilde proclama que la crítica es más grande que la obra que critica, nos adentramos en materia, en esa galerna que mueve los polvos secos de las letras olvidadas. Entonces se leyó parte de sus artículos, parte de los diarios laberínticos de Tolstói y su señora, de los oficiales y los secretos, del de Sawa, bohemio mítico, que revela algo más que a un histrión para ver a un hombre moderno y derrotado, acaso el primer diarista moderno de las letras nuestras, y del de Torga a ras de suelo y a ras de cielo, de los de Ruano, tan ágil pluma antes y tan perfecto olvidado ahora, como lo están sus bellas baratijas literarias, de los de Curzio Malaparte, que de una parte a otra acaba en la mejor parte, la del arte literario. O de los de Vicente Risco que diareaba su viaje por el gran mundo viendo en todo a su Ribadavia. También se habló de lo mucho perdido de los diarios del Marqués de Sade y, por último, se citó el artículo que recoge el recorrido largo y general por el universo diarístico total. Luego, y a la par, la intimidad propició ir desgranando con cada autor su estudio en tertulia como nunca tuvimos tan profunda.
Hubimos, después, de empezar con el vermú en el que los editores presentes, malabia y el eólo gaélico, se prodigaron y regaron mutuamente como si con el vermú su savia se licuase y se pusieran a florecer humorísticamente. Comprose el segundo un crucifijo del anticuario por salvarlo de estar orillado y horizontal entre trastos y le dijimos que, tal vez, era de los de ataúd que se solían arrancar en recuerdo del muerto y que, entonces, no fuera su yacencia tan rara. Al instante comprobaron que poseía en su dorso un ganchito para ser colgado en pared o cabecero de cama y no en puerta de mortaja. Como luego quedó tan encantado y tan presto a ser invitado a todo encuentro ultramarino le pedimos que, por favor, asistiera a estos con el crucifijo ese, a lo cual accedió muy gustoso.
De ahí nos fuimos afuera hallando un breve aguacero que paró nada más vernos. Nos metimos a comer la mitad, mientras la otra mitad se despedía asegurando que con tan nutriente reunión no habrían ese día de ingerir alimento. Luego fuimos al bar que patrocinó el evento, en forma del susodicho vermú, donde los ultramarinos encontramos una fiesta que vivimos como las vivía don Hemingway, en el reservado bebiendo. Por último nos fuimos a la feria del libro donde el ultramarino Toribios firmaba ejemplares de su reciente libro lleno de buenos cuentos y excesivos diseños. Nada más entrar un autor nos requirió afirmando que tenía dos libros publicados y otros dos contratados y que quería publicar con nosotros, fuésemos quien fuésemos, que no buscaba dinero decía pero sí fama. Ante tal asalto un servidor no pudo sino contestarle que nosotros éramos lo contrario que él, es decir, que buscamos el secreto y que, por lo tanto, no podíamos publicarle nada. Contestó que eso era una tautología, que para qué publicábamos entonces, y le dije presto que lo hacíamos para gente concreta, precisamente cuidándonos de todo lo que atenta contra la auténtica literatura y que no, que la tautología era la suya, que primero quería ser famoso y luego escribía el libro. Allá se quedó maldiciendo con su libro entre las manos cuyo sello editorial alcanzamos a ver que era de una editorial de antiguos cancilleres denunciada por impagos constantes, pensando que si a aquel hombrecillo le cayera encima la fama que reclama lo aplastaría.
Nuestro querido malabia, nada más dirigirse a los libros, causó en la primera caseta gran destrozo al encontrar a sus editores encargados beodos y estrenar su puntería, ya legendaria, llamando pedante a un autor allí publicado que resultó ser padre de uno de ellos. Tras momentos críticos que a uno, presente, le hicieron cambiar de caseta ante la inminente paliza, y tras informarse malabia de lo que debía haber estado informado antes, arregló el altercado haciendo un nuevo amigo que quedó contrito al ver que sus rebuznos fueron a parar a individuo tan bien contactado en las letras y las artes.
Pues bien, ayer los pocos escogidos a la luz de las bombillas extintas, previa lectura del frontispicio suyo en el que el exagerado Oscar Wilde proclama que la crítica es más grande que la obra que critica, nos adentramos en materia, en esa galerna que mueve los polvos secos de las letras olvidadas. Entonces se leyó parte de sus artículos, parte de los diarios laberínticos de Tolstói y su señora, de los oficiales y los secretos, del de Sawa, bohemio mítico, que revela algo más que a un histrión para ver a un hombre moderno y derrotado, acaso el primer diarista moderno de las letras nuestras, y del de Torga a ras de suelo y a ras de cielo, de los de Ruano, tan ágil pluma antes y tan perfecto olvidado ahora, como lo están sus bellas baratijas literarias, de los de Curzio Malaparte, que de una parte a otra acaba en la mejor parte, la del arte literario. O de los de Vicente Risco que diareaba su viaje por el gran mundo viendo en todo a su Ribadavia. También se habló de lo mucho perdido de los diarios del Marqués de Sade y, por último, se citó el artículo que recoge el recorrido largo y general por el universo diarístico total. Luego, y a la par, la intimidad propició ir desgranando con cada autor su estudio en tertulia como nunca tuvimos tan profunda.
Hubimos, después, de empezar con el vermú en el que los editores presentes, malabia y el eólo gaélico, se prodigaron y regaron mutuamente como si con el vermú su savia se licuase y se pusieran a florecer humorísticamente. Comprose el segundo un crucifijo del anticuario por salvarlo de estar orillado y horizontal entre trastos y le dijimos que, tal vez, era de los de ataúd que se solían arrancar en recuerdo del muerto y que, entonces, no fuera su yacencia tan rara. Al instante comprobaron que poseía en su dorso un ganchito para ser colgado en pared o cabecero de cama y no en puerta de mortaja. Como luego quedó tan encantado y tan presto a ser invitado a todo encuentro ultramarino le pedimos que, por favor, asistiera a estos con el crucifijo ese, a lo cual accedió muy gustoso.
De ahí nos fuimos afuera hallando un breve aguacero que paró nada más vernos. Nos metimos a comer la mitad, mientras la otra mitad se despedía asegurando que con tan nutriente reunión no habrían ese día de ingerir alimento. Luego fuimos al bar que patrocinó el evento, en forma del susodicho vermú, donde los ultramarinos encontramos una fiesta que vivimos como las vivía don Hemingway, en el reservado bebiendo. Por último nos fuimos a la feria del libro donde el ultramarino Toribios firmaba ejemplares de su reciente libro lleno de buenos cuentos y excesivos diseños. Nada más entrar un autor nos requirió afirmando que tenía dos libros publicados y otros dos contratados y que quería publicar con nosotros, fuésemos quien fuésemos, que no buscaba dinero decía pero sí fama. Ante tal asalto un servidor no pudo sino contestarle que nosotros éramos lo contrario que él, es decir, que buscamos el secreto y que, por lo tanto, no podíamos publicarle nada. Contestó que eso era una tautología, que para qué publicábamos entonces, y le dije presto que lo hacíamos para gente concreta, precisamente cuidándonos de todo lo que atenta contra la auténtica literatura y que no, que la tautología era la suya, que primero quería ser famoso y luego escribía el libro. Allá se quedó maldiciendo con su libro entre las manos cuyo sello editorial alcanzamos a ver que era de una editorial de antiguos cancilleres denunciada por impagos constantes, pensando que si a aquel hombrecillo le cayera encima la fama que reclama lo aplastaría.
Nuestro querido malabia, nada más dirigirse a los libros, causó en la primera caseta gran destrozo al encontrar a sus editores encargados beodos y estrenar su puntería, ya legendaria, llamando pedante a un autor allí publicado que resultó ser padre de uno de ellos. Tras momentos críticos que a uno, presente, le hicieron cambiar de caseta ante la inminente paliza, y tras informarse malabia de lo que debía haber estado informado antes, arregló el altercado haciendo un nuevo amigo que quedó contrito al ver que sus rebuznos fueron a parar a individuo tan bien contactado en las letras y las artes.
[el cuervo]
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