El sillón de terciopelo verde
Apenas pudo levantar su pata trasera derecha, la mala, y un chorrito de líquido amarillento salió despedido impactando contra las bolsas de basura. Cuando se tensó la correa y le tiro del pescuezo siguió renqueando mientras se le escapaban unas gotitas, también amarillentas que dejaron una constelación en la acera reseca. Choco era un perro pequeño, apenas poco más grande que un gato y cojeaba de la pata trasera derecha. Su amo, un viejo profesor de instituto, renqueaba de la pierna izquierda en una simetría casi perfecta. Las bolsas de basura eran la primera parada, después vendrían otras siete, entre esquinazos, semáforos y señales de tráfico para terminar la última otra vez en las mismas bolsas de basura, que nuevamente eran olisquedas y vueltas a marcar con el chorrito amarillo, quién sabe si porque Choco así cerraba su feudo o porque se le había ya olvidado que allí empezaba su geografía imaginaria. Desde hacía años, siempre la misma rutina. Hacia las ocho de la mañana y alrededor de las diez de la noche, se les podía ver, ya como parte ambulante del mobiliario urbano, vagar por la zona.
En aquella última parada el viejo vio entre las bolsas que ya no cabían en el contenedor de basuras algo en lo que no había reparado al salir de casa, un sillón orejero que bajo los destellos intermitentes del neón de la farola le pareció de terciopelo azulado. Vagamente le recordaba algo. Entró en su piso con aquel sillón rondándole por la cabeza, pero ya estaba acostumbrado, y como tantas otras cosas que guardaba en los desvanes de la memoria, que tímidas sólo se le insinuaban, no gastó más tiempo en tratar de recordar. Se calzó sus zapatillas barojianas, recalentó lo que le había sobrado del almuerzo y preparó la cena, a base de pienso, de Choco, que olisqueándola sin mucha convicción dejó intacta para ir a acomodarse en la vieja poltrona que compartía con su dueño. Sabía que la podía disfrutar durante un rato, justo lo que tardara el viejo profesor en cenar.
Choco se hacía el dormido arrellanado en el sillón, esperando el mismo ritual de todos los días, mientras el viejo, con un libro en la mano contemplaba la escena mil veces repetida. Pero esta vez la orden perentoria no llegaba y el perrillo desconcertado levantó la cabeza mirando interrogante a su amo. Le había asaltado a éste el recuerdo del sillón de terciopelo azulado abandonado entre las bolsas de la basura. Desde luego que estaba más nuevo que la derrengada poltrona que tenía a la vista ahora, a la que hacía ya un tiempo un par de muelles disidentes amenazaban con romper la tela convenientemente disimulada con una manta de cuadros rojos y negros. Intentando atrapar el recuerdo que le evocaba aquel sillón azulado y cavilando sobre la conveniencia de sustituir su viejo sillón dio la orden que Choco, turbado por la tardanza, esperaba. Con dos ladridos, de protesta de mentiras, el perrillo saltó del sillón dejándolo despejado para que se aposentara su amo, que allí parapetado, auxiliado por sus viejas gafas de carey, como tantas otras noches se dispuso a burlar el insomnio de los viejos haciendo lo que más le apetecía: leer.
Se sorprendió el viejo profesor, en la ronda matutina, de ver en el mismo lugar, bajo la sombra, el sillón de terciopelo, huérfano de bolsas de basura. Pero esta vez curiosamente era verde. Este cambio cromático, que enseguida atribuyó a la luz natural, fue como un aldabonazo en su cerebro. El recuerdo ya no era difuso, era nítido como el día que lo leyó. Rescató de la polvorienta memoria Continuidad de los parques, y pensando en el relato de Cortázar se fue, en renqueante simetría, con Choco olisqueando su reino entre esquinazos, semáforos y señales de tráfico. A la vuelta allí estaba el sillón de terciopelo, más verde todavía al absorber los rayos del sol. El viejo se quedó mirándolo, no era moderno, sin duda, pero no pudo encuadrarlo en ningún estilo ni en ninguna época y elucubrando sobre la tiranía del tiempo, presumió que había sobrevivido a varios propietarios. Mientras introducía la llave en el portal de su casa se sorprendió a si mismo calculando el ancho de la puerta y el peso del sillón.
Choco arañaba la puerta, le urgía reparar las fronteras de su feudo, entre esquinazos, semáforos y señales de tráfico, sin duda violentadas por enésima vez. Al salir a la calle les saludó el sillón de terciopelo verde, bajo una luna llena mecida por un halo con los colores de la gangrena, ese que presagia en los veranos secos pesadumbre en el aire y zozobra en los lunáticos. Sorteando las bolsas de basura, el profesor tanteó el peso del sillón. Comprobó, extrañado, que era liviano, mientras Choco miraba atónito, sorprendido por lo insólito de la situación. El perrillo no entendía porqué regresaban a casa, apenas había husmeado su primer torreón. Con mirada perpleja contemplaba a su amo llevarse a rastras la vieja poltrona que, chirriando sobre el parqué, se resistía a abandonar el lugar. Choco protestó pero sus quejas airadas no le sirvieron. Se quedó rascando la puerta cuando vio desaparecer tras ella al viejo remolcando el sillón. Cuando sus protestas se habían renovado en súplicas se abrió la puerta y vio como entraba el sillón de terciopelo verde empujado por el viejo jadeante. Hizo caso omiso de la nueva poltrona y con dos ladridos de agradecimiento saltó como un saltimbanqui cojo cuando notó la correa engarzarse en su collar.
Acabada la excursión, al llegar al portal, Choco se paró donde estaba el viejo sillón en el que, al trajín del desahucio, la tela del asiento había cedido y se mostraban desnudos el par de muelles sediciosos. Lo husmeó a modo de despedida antes de subirse al ascensor. Sin ganas de comer corrió para ir a acomodarse en la vieja poltrona. Sabía que la podía disfrutar durante un rato, justo lo que tardara el viejo profesor en cenar. Inició el salto, y en el aire, recordó que aquella no era la poltrona de siempre. Algo instintivo le hizo intentar detenerse; con una pirueta imposible acabó dándose una costalada en el suelo. Con el rabo entre las piernas y las orejas gachas se fue a la cocina a rumiar el susto.
El profesor puestas las gafas de carey y con un libro en la mano se dirigió al nuevo sillón. Cuando tenía en los labios la orden de despido se dio cuenta, extrañado, que allí no se encontraba Choco. Ocupaba su lugar una fea mancha, de color indeterminado. Intentó quitarla con todo el raquítico arsenal de productos de limpieza que tenía a mano, pero de la mancha, que tanto podría ser de los miasmas de una parturienta como del chocolate derramado por un niño malcriado, no desapareció un ápice. Dándose por vencido y sin demasiados escrúpulos cubrió aquella mancha delatora con la manta de cuadros rojos y negros, aquella guardiana de los muelles disidentes. Recordando el relato de Cortázar, supersticioso, el viejo cambió la posición del sillón, mirando hacia la puerta y se sentó en él. Inmediatamente se puso a leer la novela que tenía en las manos. Embelesado en la trama ni siquiera se dio cuenta de lo cómoda que resultaba su nuevo asiento. Contrariamente a la costumbre, no le asaltó ese estado mental, esa especie de lucha entre el insomnio y la modorra que embota los sentidos y hace espeso el entendimiento y acabó la novela. Se levantó, pasó al lado de Choco que dormía intranquilo, cogió un nuevo libro de su biblioteca y se enfrascó en su lectura. Era fantástica la sensación de lucidez que le embargaba. Después de aquel libro siguieron otros dos, y mediado el tercero oyó que Choco rascaba la puerta reclamando su recreo tempranero. Varias veces pidió la mascota sus paseos matutinos y otras tantas los nocturnos pero el viejo profesor, extasiado por la sensibilidad de sus sentidos, sólo vivía para devorar con fruición, apoltronado, los libros de su biblioteca. Con la conciencia incomprensiblemente alterada, vivía, amaba, odiaba, y sufría como los personajes que leía, captando todos los matices que llegaban a sus sentidos bañados por tal autenticidad que dejaban pálido al mundo real. El viejo se sentía atraído por fuerzas invisibles que salían, como de un oscuro imán, del sillón de terciopelo verde. Cuando acababa un libro y necesitaba coger otro, el trayecto hasta la biblioteca se le hacía insufrible por lo que rápidamente cogía un libro al azar para ir a sentarse apresuradamente en el sillón.
Con la lucidez de los alunados y haciendo esfuerzos sobrehumanos buscó en la biblioteca lápiz y papel y, como un poseso, comenzó a escribir…
Dos policías municipales echaron la puerta abajo, alarmados por los vecinos que habían denunciado terribles vaharadas putrefactas que salían de la vivienda del viejo jubilado. Después de comprobar que sólo había un perrillo moribundo en el apartamento se dirigieron, atraídos por el pestilente olor, al sillón de terciopelo verde que daba la espalda a la biblioteca. Les llamó la atención una mancha, todavía fresca, sobre el asiento, de color indeterminado, con los bordes gelatinosos, y en medio de aquellos restos viscosos, como un náufrago en un lago de limo podrido, una viejas gafas de carey.
Uno de los agentes cogió en brazos al pobre animal que al pasar cerca del sillón pareció reanimarse gruñéndole y mostrándole una hilera doble de dientes desgastados. El otro agente al salir del apartamento pisoteó, torpe, unas hojas manuscritas con letra febril, encabezadas todas con el título El sillón de terciopelo verde.
[El Amanuense]
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