Hambre
Estaba prevenido aunque dudaba de su existencia, pero hoy por fin lo he visto. Y él me ha visto a mí. He visto su cara de espanto, con los ojos a punto de salirse de sus cuencas y he oído el horrísono chillido que casi perfora mis tímpanos. El monstruoso ser, cien veces más grande que yo, me cogió desprevenido. He de tener más cuidado pero el lacerante hambre que siento ha hecho que me vuela más intrépido y también más imprudente. Son extraños estos seres. Absurdos, crueles y cobardes hasta donde no hay límites. Mi sola presencia ha trastornado al monstruo y ha huido despavorido. Si he de creer las historias de los viejos no todos son así, también los hay que ante nuestra presencia no gritan ni huyen aterrorizados, sino que ponen todo su empeño en aniquilarnos en cuanto nos ven. Aunque los he sentido, no he visto ninguno. Tampoco he visto ni sentido a los otros seres. Son mucho más pequeños, pero con mucho, más peligrosos. Sigilosos y siempre acechantes son también crueles, pero no cobardes, y muchísimo más hábiles y letales. Pero quizás no existan esos depravados seres, esos a los que les brillan los ojos en la oscuridad, quizás sólo sean leyendas de los viejos.
Los viejos. Siempre amonestando, siempre advirtiendo. Desde que tengo memoria he oído lo mismo: que en cien generaciones nadie de los que pasaron el río ha regresado. Pero qué han hecho ellos por mejorar. Nada. Siguen igual que sus abuelos y que los abuelos de sus abuelos, llevando una vida mísera, pasando frío y hambre. Yo quiero algo más. Ya no soportaba esa vida de miseria y penurias. A pesar de la oposición de todo el poblado, furtivamente, crucé el río aprovechando el hielo. He perdido el cómputo de las lunas que estuve caminando pero, aunque extenuado, hace unos días he llegado al poblado de los monstruos. El hambre es extrema. Estoy famélico, ha empezado a caérseme el pelo y creo que se me mueven los dientes pero ya cometí una imprudencia y uno de ellos me ha visto. Por suerte era de la especie de los cobardes, pero no volverá a pasar, me he escondido esperando la noche, protegido por sus sombras tendré ocasión de explorar sin ser visto.
Todo está a oscuras, pero sé que aquí se guardan apilados cientos de alimentos. Ahora sólo los olfateo pero los he visto a la luz del día, tan tentadores como inaccesibles. Alineados en los anaqueles, todos encerrados entre maderas y pequeños muros como el hielo que, imposibles de atravesar, martirizándome, dejan ver lo que encierran. Sólo dejan escapar el aroma que me enloquece. Estoy débil, me muero de hambre y estoy rodeado de comida por todas partes. ¡Malditos monstruos!¡Son mil veces peor de lo que suponían los viejos!... Un momento, este olor nuevo es muy fuerte para ser de un alimento encerrado. Temo que el hambre implacable me esté haciendo alucinar. A tientas, y aun con los ecos de las advertencias de los viejos golpeándome las sienes me acerco receloso al punto de donde provienen los prometedores efluvios. Olisqueo entre las tinieblas. No hay duda. He palpado algo para comer. Sólo las ansias son superiores al hambre. Muerdo el manjar con avaricia y... un silbido que rasga el aire llega a mis oídos. Un sexto sentido hace que retire la cabeza justo en el momento en el que el silbido termina en un chasquido como de huesos rotos. Se velan mis ojos con un color rojo intenso salpicado de chispas danzarinas. No puedo moverme, no puedo respirar. Confuso y aturdido tardo unos instantes en comprender que ese chasquido de huesos rotos proviene de mi nuca. Siento un frío hierro sobre la base de mi cráneo que aplasta mi cara contra el suelo. Se apagan las chispas, el rojo intenso se vuelve violeta y el violeta negro. Todo es negro, frío y negro...
- Eh!, vaya, creo que no necesitaremos ningún gato. ¡Ya cayó! Fue buena idea poner ahí la ratonera. Lo peor es el asco que me da, pero tengo que retirar este inmundo bichejo antes de que lo vea María. ¡Se pone histérica cada vez que ve un ratón!
El Amanuense
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