CAPÍTULO ÚNICO
Brevísima relación de mi descubrimiento de la mejor librería del mundo
Hace años, a fines del siglo pasado, yo tenía por costumbre y gusto pasear al ser esta una baratísima manera de esquivar avatares diversos y de mala digestión que me habían entonces tomado por diana. En el recorrido, las más de las veces azaroso, procuraba incluir calles del casco antiguo y siempre la de Sierra Pambley. Me gustaban las casas, sus portales y las tiendas con despachos anacrónicos.
En uno de los locales que flanqueaban la citada calle se ubicaba una colchonería que por antigua formaba ya parte del paisaje. Era una tienda de esas que pierden su destino propio y se convierten en invisibles al ojo diario como un grafiti en un muro o el mendigo que habita en una esquina:
solo reparamos en ellos cuando desaparecen. Estaba pero nadie la recordaba si precisaba un colchón.
Como el paseo permite la abstracción o el deleite en el paisaje, a satisfacción del caminante, al atardecer de un día de octubre en el que había optado por la contemplación me sorprendió la luz que iluminaba la antigua colchonería inopinadamente convertida en librería. No me había percatado de las obras que hubieron de ejecutarse, ni del montaje de estanterías, ni de la sustitución de la cochambrosa fachada por los flamantes marcos verdes con cristales de tamaño ciclópeo. El deslumbramiento fue inmediato y me pegué al escaparate como si tras ellos se alojasen piezas de recóndita procedencia y valor formidable.
Acordé entrar y casi superpuesto al tintineo de las campanillas de aviso recibí el saludo que me dirigió el caballero situado tras el mostrador. Fue un saludo cortés y escueto de quien no sabía yo si era dueño, empleado o simple mandatario. De repente, todo apareció nuevo, resplandeciente, fragante.
Quien resultó ser el librero era un hombre en su treintena, con patricias entradas en el cabello y mirada desacostumbradamente respetuosa.
La actitud y modales con los que atendía al cliente que le interpelaba sobre el retraso que sufría la llegada de un volumen eran los propios de aquellos que pertenecen a familias asentadas en buenas costumbres durante generaciones.
Su atuendo era informal pero elegante y no parecía atender a ninguna premeditación estética sino, antes bien, a un carácter discreto y castellano como tuve ocasión de comprobar con el tiempo.
Intimidado por la novedad, inicié un recorrido por los estantes del local y me asombró la concurrencia en una sola librería de títulos que nunca antes había visto juntos porque la selección con que el librero decidió tomar la alternativa profesional era abrumadora. Y conservo aún memoria del primer libro en el que paré la vista, “Libro del recuerdo”, de Peter Nadas, en edición de Seix Barral, que adquirí pese a las atinadas recomendaciones disuasorias del librero.
Con el paso del tiempo, aprecié que atesoraba el librero una inusual mezcla de la seguridad propia de quien conoce sobradamente la materia con que trajina y el pudor del que se azora si trasciende su secreto, por creer que es cualidad digna de escaso reconocimiento. Y es que el librero desprendió siempre comedida alegría y contenido entusiasmo, cualidades que con los años fueron atemperándose hasta la ataraxia presente.
Así fue pasando el tiempo y fueron cayendo los días, con visitas ,frecuentes a la ermita del librero, algunas solo para solo oler la tinta de los libros. Y así fui conociendo y trabando trato con personajes de afición semejante a la mía y descubriendo, poco a poco, las inefables rarezas de los parroquianos y de aquel a quien fuimos elevando, en olor de los clientes y sin concierto previo, en guía literario de nuestras compras. Hasta recorrer veintiún años.
En fin: León es una ciudad de librerías que fue perdiendo unas, viendo cómo se desgranaba alguna y contemplando la apertura de otras hasta conseguir en su seno el asiento decadente de la mejor librería del mundo.
Letrado Quintano
Letrado Quintano
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