Capítulo 3
Poco a poco fueron apareciendo todas las cosas. La vidriera que robó Larsen aquella noche que nevaba tanto en la que nos colamos en la catedral había llegado, no se sabía cuándo ni cómo, hasta la chamarilería, al menos yo no lo recordaba. También aparecieron libros de Vokislav, los que escribió el pobre Dakovika y que Garnach hacía pasar por suyos engañando a todos haciendo creer que nacían de su sublime arte poético. Lo mejor no había sido volarle los sesos sino que el viejo le hubiera engañado hasta el final, que Lamieva y él le vendieran los versos hechos para él como de un antiguo Vokislav, poeta olvidado.
Una mañana oí golpear el cristal de la puerta muy temprano. Como soñar era mi actividad principal no hice caso. Me volví a dormir. Sin embargo quien fuera repetía la operación cada diez minutos y aporreaba de una manera repetitiva que destruía mi sueño apenas se iniciaba de nuevo. Era alguien que sabía que yo vivía dentro de la chamarilería. Dejé que insistiera pero no conseguí arrancar más que unos pocos minutos a la realidad soñando. Finalmente encendí la lámpara de araña del centro del local y me levanté del colchón para abrir. Tras el rugido de la puerta y bajo el sonido del timbre vi a un hombrecillo de pelo cano que debía haber sido rubio, piel pálida y ojos claros cansados tras gruesas gafas.
—Buenos días —dijo sin avanzar un paso.
Me retiré a un lado para indicarle que entrara. Traía un maletín cogido debajo del brazo y arrastraba los pies como si haber venido desde donde fuera se los hubiese erosionado. Karenino salió de un armario y le dirigió un solitario ladrido que bastó para detener al hombrecillo dejándolo parado en medio de la tienda.
—¿A que se debe su visita? —pregunté.
—Soy un comprador. Pero no soy un coleccionista como los que vendrán aquí, a su negocio, normalmente.
—¿Y qué compra usted?
—Literatura. Yo busco literatura.
—Libros.
—Libros que tengan algo, algo especial.
En aquel momento pensé directamente en lo libros de Vokislav. El primer negocio que emprendería sería ese, burlarme de la obra de Garnach y de su memoria. Esos libros de Vokislav serían inéditos de Garnach.
—Tengo algo que le puede interesar mucho —le avancé al hombrecillo—. Vuelva usted mañana.
Entonces se metió la mano en un bolsillo interior de la chaqueta y sacó un taco de tarjetas atado con una goma del cual extrajo una que me entregó.
M.A.R. (Barón de Teive)
Calle Luna, 3.
Las horas posteriores las dediqué íntegramente a preparar los libros de Vokislav, es decir a deshacerlos para que parecieran mecanoescritos en vez de libros. Dakovika y Lamieva los imprimían en papeles sucios y apolillados, los cosían con hilos viejos y los dejaban días a la intemperie para que parecieran antiguos y salidos del Rastro, con el fin de que Garnach creyera que eran de un Vokislav, poeta olvidado de hacía cien años. Yo tenía que descoserlos minuciosamente. Los corté y agavillé a modo de cuartillas salidas de una máquina de escribir de las de antes. Tenía que hacer que pasasen por ser escritos del laureado poeta Garnach, los últimos que escribiera antes de morir asesinado cruelmente por mí. Lo mejor para demostrarlo eran los propios poemas, lo que decían los versos y cómo lo decían, unos versos únicos que el pobre viejo Dakovika construía desde la nada de su vida vacía, unos versos sin más salida que la desesperación pero llenos de una belleza que sobrecogía, que contradictoriamente a la desesperación que nombraban hacían tener ganas de vivir por su belleza.
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