Capítulo 9
Los ojos incandescentes de Lamieva nublaron el cielo arriba del Lauro. Me levanté del suelo y comencé a caminar hacia ella. Eran tres o cuatro pasos pero no llegaba nunca. Cada vez estaba más delgada y más desnuda y comenzaban a vérsele los huesos blancos a través de la piel y la luz que emanaba de sus ojos reflejaba en los huesos debajo de la piel y alumbraba el jardín sin necesidad de lámparas. Fue ella la que finalmente me alcanzó y me cogió de la mano y me llevó hasta la puerta. Extrañamente estaba abierta y pudimos hacer lo que nunca habíamos hecho: entrar por ella y no por los tejados. Era como o si realmente la casa de los Siena-Pombal fuera nuestra legítimamente. Para poseerla tenía que haber ardido la catedral y la ciudad completa haber sido destruida por las llamas. Me solté de Lamieva en cuanto cruzamos el umbral para echar los cerrojos. La ciudad tenía por todas partes almas en pena vagando. La gente normal de antes eran los monstruos entonces. Medio quemados, enloquecidos, desesperados, toda suerte de seres que conjuraban su horror destruyendo lo poco que quedaba, gentes hambrientas o demenciadas que ante el fin de todo sólo buscaban saciar sus peores instintos.
Entramos luego en la biblioteca y dejé mi gabán repleto de cajas de Oniria en el largo diván de cuero verde. Detrás vino ella, cerró los ojos y se hizo la oscuridad en la estancia. Me entró sueño de nuevo, noté sus manos cálidas en la penumbra que me llevaron a la cama. Hicimos el amor y sentí que lo hacía con sus huesos, con su esqueleto frágilmente unido, a punto de desarmarse. Era como si hubiese encontrado sus restos en medio del barro seco de la riada que se la llevó.
Después de un tiempo sin medida desperté solo en el gran lecho matrimonial que don Hermógenes nunca inauguró pero que nosotros habíamos disfrutado como si no fuera a ver mañana. La luz grisácea del día, perpetuamente filtrada por la nube de humo instalada en la ciudad sin nombre, se coló entre las cortinas de pesado terciopelo. Noté humedad en el costado. La pequeña herida de bala del tiro que me pegó Lamieva me había comenzado a sangrar de nuevo y había dejado un reguero de apenas unos milímetros de ancho hasta los pies de la cama. Me levanté y lo seguí caminando. Llegaba hasta enfrente del Lauro, hasta el lugar donde caí dormido por las cápsulas de Oniria la primera vez.
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