17 de abril de 2020

El espejo de la mantis



Elena Rodríguez




El espejo de la mantis


Para María José, que se preguntó por la historia de Sonia cuando leyó “El cuarto espejo”. Sin su curiosidad no hubiera existido este relato.




Para Sonia el confinamiento impuesto por las autoridades no habría de ser un problema, por muchas semanas que durara. Siempre había sido una mujer muy independiente, motivo por el cual vivía sola desde que se independizara de su familia. Ahora tendría tiempo suficiente para pensar con sosiego, e incluso recordar. Se le vino a la memoria de un manera azarosa todas las veces que le reprochó a su hermana, cuando iba a visitarla, que no le recriminara a su esposo los azotes que le propinaba en el trasero, según se le antojara. «Pili, hija, mira que eres tonta por permitir que te trate así. Al menos dile que se corte delante de mí, no lo soporto.» Pero Pilar ponía ojos de becerra satisfecha, reía y se encogía de hombros sin decir nada. «Le hubiera molido el culo a fustazos al cretino ese, claro que a ella una bofetada igual la hubiera despertado del sopor existencial en el que vivía.» Sonia nunca había sentido la necesidad de tener permanentemente a su lado ni a hombre ni a mujer. Eso no quiere decir que fuera un ser asexuado, no, eso no. Tuvo varios amantes a lo largo de lo que llevaba de vida. Con ellos disfrutó de su afición favorita, el baile de salón, pero también de paseos románticos en la playa, si coincidía el affaire con las vacaciones de vernao, de cenas en restaurantes de moda, de conversaciones interminables tras los cristales de un café mientras llovía en otoño, de ardientes noches de sexo, cuya pasión para ellos quedaba disuelta en la más insultante afrenta, cuando a comienzos del sueño reparador post coitum, los ponía de patitas en la calle sin explicación alguna. Ni que decir tiene que muchos, al ver mermada lo que ellos consideraban su dignidad, ya no volvían, o no contestaban al teléfono ni al wasap. En cambio había otros que, presos tanto de mi belleza como de mis artes amatorias, no veían en aquella expulsión del paraíso a altas horas de la madrugada ninguna vejación. Estos eran los peores, porque poco después empezaban a ponerse pesados con lo de compartir nuestras vidas o, llegado el caso, el matrimonio. No sabían los pobres que no estaba dispuesta a ceder un ápice en sus convicciones, y menos a soportar sus pequeños vicios y manías domésticas, no, no estaba dispuesta a adaptarse a los usos y costumbres de nadie, y eso que por entonces, dada su juventud, todavía estaba en edad de amoldarse a vivir en pareja. Como era mona y poseía un cierto aire distinguido, además de cultura suficiente para seguir una conversación sobre cualquier tema, aunque sin entrar en profundidades, jamás tuvo problema para encontrar un apañito, según sus caprichosos y pasajeros deseos. La verdad es que todos se habían comportado como perfectos caballeros, aceptando el fin de las relaciones sin rechistar, si consideraba que podrían representar para ella más contrariedades que beneficios. Ninguno había tenido la suficiente inteligencia, ni había sido lo bastante encantador como para atraparla de por vida. A veces hacía esfuerzos para no tratarlos como adolescentes inmaduros, pero su autocomplacencia burguesa acababa por delatar su ceguera que, a su vez, terminaba por irritarla, y la sumía en la melancolía, como si hubiera descubierto que toda ilusión estuviera fabricada de mendaz plomo, en vez de noble oro. En este aspecto, quienes más sobresalían, eran los funcionarios, sobre todo los mejor pagados, se acordaba de Francisco y Ramiro, jefes de negociado, porque eran incapaces de deshacerse de ese halo protector que les producía el espejismo de creerse inmunes a las contingencias humanas, ¡pobres!, igual que niños en brazos de papá ante la mirada arrobada de mamá, ¿cómo pensaban que una mujer, para quien la esencia de la vida estaba ligada al riesgo hasta de mismo respirar, iba a aceptar las leyes de aquellos mundos dulzones y florales en los que transcurrían sus existencias? Quizás debiera arrepentirse de estos pensamientos, pero qué más daba si jamás los expondría en público, por decoro o por atenerse a la hipocresía social, que nos lleva a vivir sobre un lecho de mentiras y ocultaciones. Es posible que la perspectiva sobre todo esto y en general sobre la realidad, se la hubiera otorgado el hecho de haber montado su primera tienda de ropa sin más capital que su perseverancia y su incombustible capacidad de trabajo, tras concluir sus estudios de economía en la universidad y un master en marketing. «Aún así, las conclusiones extraídas de mi experiencia, de ninguna manera pueden elevarse a categoría universal, ni ser tomadas como verdad absoluta o modelo de razonamiento», hubiera alegado para desarbolar de antemano cualquier crítica de quien la hubiera escuchado. A menudo se vanagloriaba de ir como mínimo dos pasos delante de cualquier acontecimiento. Hacía gala así de una intuición innata que le solía inducir a tomar decisiones exitosas, y hasta sortear errores cuyas consecuencias hubieran sido indeseables. Tras dos semanas sin salir siquiera a comprar alimentos, pues el portero se encargaba de retirar la basura de la puerta misma de su piso, se percató de que sus minuciosos razonamientos, sus monólogos, sobre todo aquello que le pasaba por la cabeza y la memoria, era desarrollado cada vez con más detalle, y hasta con más desapego, impiedad tal vez… con menos compasión con los otros. No admitiría estas posibilidades como algo digno de tener en cuenta, a pesar de que habían surgido como un haz luminoso desde las profundidades de su alma. Se inquietó, eso sí, por si era una señal de alerta, que la pusiera sobreaviso de las transformaciones silentes producidas al margen de su consciencia. Quedó aterrada con solo imaginar que la persona resultante tras el confinamiento no fuera la misma que era antes, y de ser así, no sabía qué reacción podría desencadenar en su entorno familiar y afectivo, y cómo no, empresarial. No podía permitirlo, había de ser muy cauta con las trampas a las que su propio cerebro iba a someterla. Tenía que imponer su generosidad a su egoísmo, su bondad a su crueldad… en definitiva las fuerzas del bien sobre las del mal, solo así preservaría su personalidad original, esa que había logrado hasta ahora sacar lo mejor de quienes se había rodeado, con no pocas dosis de empatía y comprensión. Sí, le urgía eludir al precio que fuera la propia degradación psicológica. Esta conclusión la hizo más sensible a las emociones que emergieran en tantas horas de aislamiento.


Aun tras decenas y decenas de disquisiciones consigo misma, algunas de las cuales habría tildado de histéricas y neuróticas de no habérsele ocurrido en tan singulares circunstancias, nunca se había mostrado tan depresiva y frágil como lo hizo al comienzo de la sexta semana. Y más cuando advirtió que en los espacios de los distintos canales de televisión, dedicados a dar noticia de la expansión de la letal pandemia en la que estaba inmerso el país, predominaba el mismo tratamiento de la información, e incluso utilizaban los mismos términos. De manera fugaz, una hermosa y sonriente presentadora pronunciaba la cifra total de muertos fallecidos el día anterior, a continuación esas breves palabras y crecientes números quedaban soterrados por la irrupción en pantalla de imágenes amables: quince mil ochocientos noventa y tres, una familia feliz reunida en la cocina prepara bizcochos de distintos sabores, dieciséis mil setecientos cincuenta y cuatro, una cantante ultima los compases de una canción que recaba los aplausos entusiastas de sus convecinos, diecisiete mil novecientos veintitrés, dos hombres de cierta edad levantan sus copas de vermú haciendo un gesto de brindis a la cámara, dieciocho mil ochocientos cuarenta y dos, una mujer joven toma el sol en una terraza ataviada con un traje de baño de color rosa, diecinueve mil treinta y uno, un anciano exultante camina sobre una cinta andadora… y lo que le resultó más sorprendente, en uno de los informativos de la televisión pública, una presentadora cantó animada la cifra diaria de víctimas, como si se tratara de un premio de la lotería navideña. Su perplejidad fue ascendiendo día tras día, hasta el punto de poner en duda sus propias percepciones. ¡Tantas eran las preguntas formuladas sin la menor esperanza de hallar ninguna respuesta que explicara el fenómeno! El contraste entre la ingente cantidad de seres humanos enfermos y finalmente fallecidos, y la desorbitada felicidad de los vivos mostrados, devorando la otra realidad, la sumió en una debilidad interior como jamás había sentido. Por primera vez pensó en su propia muerte como algo cercano y posible, sin el último consuelo de estrechar una mano conocida que la reconfortara en ese trance. Quizás había llegado el momento de plantearse el resto de la vida de otro modo, sin tanta presencia de su ego, como hasta ahora. Tal vez compartir amaneceres con alguien bajo el mismo techo no estuviera tan mal, y adaptarse con tolerancia al otro la enriqueciera. Aunque todavía no tenía muy claro que todo esto fuera a ser así, se acordó de Sebastián, un divorciado de su misma edad a quien había conocido en un viaje a Sorrento, junto con la que todavía era su tercera esposa. Llevaba saliendo con él unas semanas antes de declarar el estado de alarma y el confinamiento. Estaba pasándolo en grande con esta relación, quizás porque sin proponérselo habían aceptado ir unas veces a donde sugiriera uno, y otras donde sugiriera el otro, sin que ambos hubieran puesto reparo alguno desde el principio. Así habían disfrutado de un fin de semana en Cuenca, de contemplar los murillos del Museo de Bellas Artes de Sevilla, de asistir a una zarzuela en el Palacio Real de Madrid y al musical El fantasma de la ópera durante un fin de semana en Londres, así como de varias cenas en las terrazas con mejores vistas de la ciudad. Además, Sebastián era cordial, caballeroso y muy guapo, y por supuesto con una personalidad que lo diferenciaba de todos sus anteriores amantes. ¿Acaso sería este el elegido, el que la vida le tenía destinado como pareja definitiva? Él nunca había mostrado interés en llegar a esos extremos, o al menos así se lo había parecido. Eso la excitaba, como también le atraía que después de todo ese tiempo de relación no le hubiera propuesto acostarse con ella. Tenía que haberlo invitado a pasar el confinamiento con ella, pensó. El caso es que ya no había remedio y había que sobreponerse a la derrota. Recostada en su sofá favorito, proyectaría viajes, citas nocturnas en hoteles coquetos, visitas a museos en los que jamás había estado, audiciones de música clásica en auditorios de medio mundo, paseos junto a mares lejanos… Pero antes tenía que ponerse guapa para tantos y maravillosos sueños. Comenzaría por depilarse las cejas en la salita. Tomó las pinzas y el espejito de aumento, se fue hacia la ventana y se sentó. Dentro del círculo niquelado solo se veían sus grandes ojos negros. Antes de comenzar la extracción, se quedó un buen rato mirando sus pupilas. Las vio como si fueran ajenas, como si fueran dos esferas acuosas en cuyo interior naufragaran sus intenciones. Solo fue un presagio de lo que realmente vio reflejado a continuación: una mantis religiosa, tras copular con el macho, se disponía a devorarlo, pero contraviniendo a la naturaleza, el macho se giró veloz, arremetió contra la hembra y le arrancó la cabeza de una dentellada. Sonia arrojó el espejo al suelo con pavor, del cual comenzaron a salir pequeños huevos procedentes del vientre, que no del abdomen, del insecto vencedor. Mientras aplastaba con una de sus zapatillas a todas esas futuras criaturas caníbales, decidió que no volvería a ver a Sebastián. En el fondo siempre le habían atraído más las mujeres que los hombres, a pesar de su empecinamiento en lo contrario. «Le enviaré un wasap a Amanda, siempre me fascinaron sus ojos verdes y su talle delgado. Y además creo que siempre le he gustado. Es el mejor modo de recuperar mi cabeza cercenada.»



                                          José Miguel López-Astilleros



Desde mi isla de Kampa. Amanuense, ahora te toca a ti. En esto parece que estamos solos. ¿Seremos los únicos ultramarinos confinados? Que la soledad no te desaliente.


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