Elena Rodríguez
El espejo de la mantis
Para María José, que se preguntó por la historia de
Sonia cuando leyó “El cuarto espejo”. Sin su curiosidad no hubiera existido
este relato.
Para
Sonia el confinamiento impuesto por las autoridades no habría de ser un
problema, por muchas semanas que durara. Siempre había sido una mujer muy
independiente, motivo por el cual vivía sola desde que se independizara de su
familia. Ahora tendría tiempo suficiente para pensar con sosiego, e incluso
recordar. Se le vino a la memoria de un manera azarosa todas las veces que le
reprochó a su hermana, cuando iba a visitarla, que no le recriminara a su
esposo los azotes que le propinaba en el trasero, según se le antojara. «Pili,
hija, mira que eres tonta por permitir que te trate así. Al menos dile que se
corte delante de mí, no lo soporto.» Pero Pilar ponía ojos de becerra
satisfecha, reía y se encogía de hombros sin decir nada. «Le hubiera molido el
culo a fustazos al cretino ese, claro que a ella una bofetada igual la hubiera
despertado del sopor existencial en el que vivía.» Sonia nunca había sentido la
necesidad de tener permanentemente a su lado ni a hombre ni a mujer. Eso no
quiere decir que fuera un ser asexuado, no, eso no. Tuvo varios amantes a lo
largo de lo que llevaba de vida. Con ellos disfrutó de su afición favorita, el
baile de salón, pero también de paseos románticos en la playa, si coincidía el affaire con las vacaciones de vernao, de
cenas en restaurantes de moda, de conversaciones interminables tras los
cristales de un café mientras llovía en otoño, de ardientes noches de sexo,
cuya pasión para ellos quedaba disuelta en la más insultante afrenta, cuando a
comienzos del sueño reparador post coitum,
los ponía de patitas en la calle sin explicación alguna. Ni que decir tiene que
muchos, al ver mermada lo que ellos consideraban su dignidad, ya no volvían, o
no contestaban al teléfono ni al wasap. En cambio había otros que, presos tanto
de mi belleza como de mis artes amatorias, no veían en aquella expulsión del
paraíso a altas horas de la madrugada ninguna vejación. Estos eran los peores,
porque poco después empezaban a ponerse pesados con lo de compartir nuestras
vidas o, llegado el caso, el matrimonio. No sabían los pobres que no estaba
dispuesta a ceder un ápice en sus convicciones, y menos a soportar sus pequeños
vicios y manías domésticas, no, no estaba dispuesta a adaptarse a los usos y
costumbres de nadie, y eso que por entonces, dada su juventud, todavía estaba
en edad de amoldarse a vivir en pareja. Como era mona y poseía un cierto aire
distinguido, además de cultura suficiente para seguir una conversación sobre
cualquier tema, aunque sin entrar en profundidades, jamás tuvo problema para
encontrar un apañito, según sus caprichosos y pasajeros deseos. La verdad es
que todos se habían comportado como perfectos caballeros, aceptando el fin de
las relaciones sin rechistar, si consideraba que podrían representar para ella
más contrariedades que beneficios. Ninguno había tenido la suficiente
inteligencia, ni había sido lo bastante encantador como para atraparla de por
vida. A veces hacía esfuerzos para no tratarlos como adolescentes inmaduros,
pero su autocomplacencia burguesa acababa por delatar su ceguera que, a su vez,
terminaba por irritarla, y la sumía en la melancolía, como si hubiera descubierto
que toda ilusión estuviera fabricada de mendaz plomo, en vez de noble oro. En
este aspecto, quienes más sobresalían, eran los funcionarios, sobre todo los
mejor pagados, se acordaba de Francisco y Ramiro, jefes de negociado, porque eran
incapaces de deshacerse de ese halo protector que les producía el espejismo de
creerse inmunes a las contingencias humanas, ¡pobres!, igual que niños en
brazos de papá ante la mirada arrobada de mamá, ¿cómo pensaban que una mujer,
para quien la esencia de la vida estaba ligada al riesgo hasta de mismo
respirar, iba a aceptar las leyes de aquellos mundos dulzones y florales en los
que transcurrían sus existencias? Quizás debiera arrepentirse de estos
pensamientos, pero qué más daba si jamás los expondría en público, por decoro o
por atenerse a la hipocresía social, que nos lleva a vivir sobre un lecho de
mentiras y ocultaciones. Es posible que la perspectiva sobre todo esto y en
general sobre la realidad, se la hubiera otorgado el hecho de haber montado su
primera tienda de ropa sin más capital que su perseverancia y su incombustible capacidad de trabajo, tras concluir sus
estudios de economía en la universidad y un master en marketing. «Aún así, las conclusiones extraídas de mi experiencia,
de ninguna manera pueden elevarse a categoría universal, ni ser tomadas como
verdad absoluta o modelo de razonamiento», hubiera alegado para desarbolar de
antemano cualquier crítica de quien la hubiera escuchado. A menudo se
vanagloriaba de ir como mínimo dos pasos delante de cualquier acontecimiento.
Hacía gala así de una intuición innata que le solía inducir a tomar decisiones
exitosas, y hasta sortear errores cuyas consecuencias hubieran sido
indeseables. Tras dos semanas sin salir siquiera a comprar alimentos, pues el
portero se encargaba de retirar la basura de la puerta misma de su piso, se
percató de que sus minuciosos razonamientos, sus monólogos, sobre todo aquello
que le pasaba por la cabeza y la memoria, era desarrollado cada vez con más
detalle, y hasta con más desapego, impiedad tal vez… con menos compasión con
los otros. No admitiría estas posibilidades como algo digno de tener en cuenta,
a pesar de que habían surgido como un haz luminoso desde las profundidades de
su alma. Se inquietó, eso sí, por si era una señal de alerta, que la pusiera
sobreaviso de las transformaciones silentes producidas al margen de su
consciencia. Quedó aterrada con solo imaginar que la persona resultante tras el
confinamiento no fuera la misma que era antes, y de ser así, no sabía qué
reacción podría desencadenar en su entorno familiar y afectivo, y cómo no,
empresarial. No podía permitirlo, había de ser muy cauta con las trampas a las
que su propio cerebro iba a someterla. Tenía que imponer su generosidad a su
egoísmo, su bondad a su crueldad… en definitiva las fuerzas del bien sobre las
del mal, solo así preservaría su personalidad original, esa que había logrado
hasta ahora sacar lo mejor de quienes se había rodeado, con no pocas dosis de
empatía y comprensión. Sí, le urgía eludir al precio que fuera la propia
degradación psicológica. Esta conclusión la hizo más sensible a las emociones
que emergieran en tantas horas de aislamiento.
Aun
tras decenas y decenas de disquisiciones consigo misma, algunas de las cuales
habría tildado de histéricas y neuróticas de no habérsele ocurrido en tan
singulares circunstancias, nunca se había mostrado tan depresiva y frágil como
lo hizo al comienzo de la sexta semana. Y más cuando advirtió que en los
espacios de los distintos canales de televisión, dedicados a dar noticia de la
expansión de la letal pandemia en la que estaba inmerso el país, predominaba el
mismo tratamiento de la información, e incluso utilizaban los mismos términos.
De manera fugaz, una hermosa y sonriente presentadora pronunciaba la cifra
total de muertos fallecidos el día anterior, a continuación esas breves
palabras y crecientes números quedaban soterrados por la irrupción en pantalla
de imágenes amables: quince mil ochocientos noventa y tres, una familia feliz
reunida en la cocina prepara bizcochos de distintos sabores, dieciséis mil
setecientos cincuenta y cuatro, una cantante ultima los compases de una canción
que recaba los aplausos entusiastas de sus convecinos, diecisiete mil
novecientos veintitrés, dos hombres de cierta edad levantan sus copas de vermú
haciendo un gesto de brindis a la cámara, dieciocho mil ochocientos cuarenta y
dos, una mujer joven toma el sol en una terraza ataviada con un traje de baño
de color rosa, diecinueve mil treinta y uno, un anciano exultante camina sobre
una cinta andadora… y lo que le resultó más sorprendente, en uno de los
informativos de la televisión pública, una presentadora cantó animada la cifra
diaria de víctimas, como si se tratara de un premio de la lotería navideña. Su
perplejidad fue ascendiendo día tras día, hasta el punto de poner en duda sus
propias percepciones. ¡Tantas eran las preguntas formuladas sin la menor
esperanza de hallar ninguna respuesta que explicara el fenómeno! El contraste
entre la ingente cantidad de seres humanos enfermos y finalmente fallecidos, y
la desorbitada felicidad de los vivos mostrados, devorando la otra realidad, la
sumió en una debilidad interior como jamás había sentido. Por primera vez pensó
en su propia muerte como algo cercano y posible, sin el último consuelo de
estrechar una mano conocida que la reconfortara en ese trance. Quizás había
llegado el momento de plantearse el resto de la vida de otro modo, sin tanta
presencia de su ego, como hasta ahora. Tal vez compartir amaneceres con alguien
bajo el mismo techo no estuviera tan mal, y adaptarse con tolerancia al otro la
enriqueciera. Aunque todavía no tenía muy claro que todo esto fuera a ser así,
se acordó de Sebastián, un divorciado de su misma edad a quien había conocido
en un viaje a Sorrento, junto con la que todavía era su tercera esposa. Llevaba
saliendo con él unas semanas antes de declarar el estado de alarma y el
confinamiento. Estaba pasándolo en grande con esta relación, quizás porque sin
proponérselo habían aceptado ir unas veces a donde sugiriera uno, y otras donde
sugiriera el otro, sin que ambos hubieran puesto reparo alguno desde el
principio. Así habían disfrutado de un fin de semana en Cuenca, de contemplar
los murillos del Museo de Bellas Artes de Sevilla, de asistir a una zarzuela en
el Palacio Real de Madrid y al musical El
fantasma de la ópera durante un fin de semana en Londres, así como de
varias cenas en las terrazas con mejores vistas de la ciudad. Además, Sebastián
era cordial, caballeroso y muy guapo, y por supuesto con una personalidad que
lo diferenciaba de todos sus anteriores amantes. ¿Acaso sería este el elegido,
el que la vida le tenía destinado como pareja definitiva? Él nunca había
mostrado interés en llegar a esos extremos, o al menos así se lo había
parecido. Eso la excitaba, como también le atraía que después de todo ese
tiempo de relación no le hubiera propuesto acostarse con ella. Tenía que
haberlo invitado a pasar el confinamiento con ella, pensó. El caso es que ya no
había remedio y había que sobreponerse a la derrota. Recostada en su sofá
favorito, proyectaría viajes, citas nocturnas en hoteles coquetos, visitas a
museos en los que jamás había estado, audiciones de música clásica en
auditorios de medio mundo, paseos junto a mares lejanos… Pero antes tenía que
ponerse guapa para tantos y maravillosos sueños. Comenzaría por depilarse las
cejas en la salita. Tomó las pinzas y el espejito de aumento, se fue hacia la
ventana y se sentó. Dentro del círculo niquelado solo se veían sus grandes ojos
negros. Antes de comenzar la extracción, se quedó un buen rato mirando sus
pupilas. Las vio como si fueran ajenas, como si fueran dos esferas acuosas en
cuyo interior naufragaran sus intenciones. Solo fue un presagio de lo que
realmente vio reflejado a continuación: una mantis religiosa, tras copular con
el macho, se disponía a devorarlo, pero contraviniendo a la naturaleza, el
macho se giró veloz, arremetió contra la hembra y le arrancó la cabeza de una
dentellada. Sonia arrojó el espejo al suelo con pavor, del cual comenzaron a
salir pequeños huevos procedentes del vientre, que no del abdomen, del insecto
vencedor. Mientras aplastaba con una de sus zapatillas a todas esas futuras
criaturas caníbales, decidió que no volvería a ver a Sebastián. En el fondo
siempre le habían atraído más las mujeres que los hombres, a pesar de su
empecinamiento en lo contrario. «Le enviaré un wasap a Amanda, siempre me
fascinaron sus ojos verdes y su talle delgado. Y además creo que siempre le he
gustado. Es el mejor modo de recuperar mi cabeza cercenada.»
José
Miguel López-Astilleros
Desde mi isla de Kampa. Amanuense, ahora te toca a ti. En esto parece que estamos solos. ¿Seremos los únicos ultramarinos confinados? Que la soledad no te desaliente.
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