Libros en blanco
¡Menos mal que sólo fue un sueño
! Pero era tan real que me ha quedado grabado a fuego más allá de las meninges.
En estos días de clausura forzosa el virus infecta todo, hasta los sueños. Al
principio piensas que tienes todo el tiempo del mundo para leer y ordenar la
biblioteca, pero en esta reclusión la flecha del tiempo no avanza de manera
lógica, de manera secuencial hacia el futuro. Se detiene, se curva, avanza a
saltos, y a veces, en bucle, retrocede haciendo que los “ahora” no sean nuevos
y se conviertan en déjà-vu. Quizás sea porque el tiempo se expande
cuando el espacio se expande y mis 70 metros cuadrados no dan para mucho.
Atrapado en estos vaivenes del tiempo, entre lecturas salteadas y en el cuarto
o quinto intento de poner algo de orden en mi biblioteca, en un anaquel donde
se alinean como un ejército desbaratado los libros más antiguos, observé un
polvo negruzco, como si fuera pólvora muy fina. Por supuesto que no era el
mismo tipo de polvo pardo que dominaba en el resto de los estantes lo que me
extrañó sobremanera. Intrigado cogí algunos libros y uno a uno los hojeé pero
no vi nada raro en ellos. Me tranquilizó descartar que algún bichejo estuviera
estropeando los libros. Pasé un paño y desapareció la suciedad. Quedó en mis manos
un antiguo Decamerón. Estrechándo el canto entre los dedos índice y
pulgar recorrí las hojas creando el sonoro abanico que forman las hojas de
papel de hilo al protestar cuando se les saca de su letargo. El efímero abanico
dejó suspendidas en el aire centenares de partículas de polvo, pero no eran
negras. Me quedé enfrascado releyendo el prólogo de la Primera Jornada, tan a
cuento de estos días nefastos y se quedó la biblioteca esperando otra tentativa
de orden.
Habían pasado unos días, volví a la tarea de colocar los libros y
perplejo observé que otra vez estaba aquella basurilla negra al pie de los
volúmenes antiguos. Cogí una pizca entre los dedos y se me quedaron las yemas
impregnadas de un negro intenso. Me lavé las manos para escudriñar los libros
pero el rebelde negro no se fue. Nuevamente hojeé algunos de los vetustos tomos
y no vi nada de donde pudiera proceder aquella especie de hollín. Si no
provenía de los libros tenía que venir de la madera de la estantería pero
estaba intacta y después de pasarle un trapo quedó tan reluciente como el
primer día.
Miré por otras baldas donde hay libros modernos y también estaba allí el
misterioso polvillo negro. Cogí un título al azar, o guiado por los caprichos
del sueño, que resultó ser La Peste pero oh!, neblinas oníricas, no en
la popular edición de Gallimard del 47 que poseo, sino en la exquisita edición
del mismo año en papel japón imperial. Al cogerlo saltaron diminutas chispillas
oscuras que al trasluz bailaban ingrávidas. Ansioso abrí el libro por una
página cualquiera y quedé estupefacto al comprobar que faltaban letras en
párrafos enteros. Eso no era error de imprenta, literalmente faltaban
caracteres de las palabras y en su lugar quedaban espacios en blanco. Repasé
más páginas y en todas encontré huecos donde antes había letras. Iba cogiendo
libros aquí y allá y todos presentaban las palabras desdentadas. No daba
crédito a lo que veía. Me miré las manos y vi los dedos ennegrecidos. Me sentí
como el monje bibliotecario de ojos gláucos de Umberto Eco con los dedos
tintados de veneno. Instintivamente me llevé las manos a la nariz, me olían a
tinta reseca. Como un fogonazo se me presentó clara la imagen: ¡¡tinta!! ¡¡El
polvo negro era tinta reseca!!
Aún envuelto en la pesadilla era consciente de que mis libros estaban
desapareciendo, es decir, las letras de mis libros; el papel y la
encuadernación estaban intactas. ¿Qué mal aquejaba a mis libros?Aquello era
absurdo, ¿por qué se convertían en polvo las letras? Era tan absurdo como
consultar el Tratado de conservación de bibliotecas y archivos de
Kraemer, pero a él me dirigí angustiado esperando encontrar como responsable
del desastre a un hongo o algún tipo de tinta especialmente inestable o
cualquier cosa razonable que explicara el sinsentido. También estaba afectado,
faltaban tipos incluso en el título. Aún así localicé el apartado dedicado a
las tintas que leí con alguna dificultad pero no hallé nada que pudiera
explicar lo inexplicable. Se me ocurrió una idea descabellada pero como todo
estaba siendo disparatado podía probar con esa idea. ¿Y si dependía del tipo de
letra? Arrebatado exploré algunos tomos sólo para comprobar que toda tipografía
estaba afectada: Garamond, Arial, Helvética… hasta la Gótica del Decamerón
estaba atacada pero de manera especialmente virulenta: ahora faltaban palabras
enteras.
Algo invisible estaba atacando a mis libros mutilando las palabras y yo
estaba perdiendo un tiempo precioso intentando racionalizar una situación
incomprensible mientras los libros se iban contagiando unos a otros. Cogí una
brazada de volúmenes que aparentemente no presentaban la ceniza oscura y me fui
al garaje donde tengo otra parte de la biblioteca. Descorazonado comprobé que
el daño también había llegado a las catacumbas. Allí había libros que habían perdido
párrafos enteros. Anonadado, en estado de pánico, y aislado en confinamiento no
sabía qué hacer. No me atrevía a llamar a mis amigos, pensarían que les estaba
tomando el pelo. Pero al comprobar cómo iban desapareciendo frases, párrafos y
hasta páginas enteras de los libros decidí llamarles con la esperanza de que a
ellos les pasara lo mismo pues así corroboraría que no estaba enloqueciendo.
Llamé primero a mi editor malabia y como me esperaba se lo tomó a broma,
pero como insistí me dijo que había cogido un libro cualquiera y que no
encontraba nada raro salvo alguna falta de ortografía. Seguro que era un
folleto de los que edita él mismo. Después llamé a Tinof que amplificada su voz
cazallosa por el auricular, escéptico, me decía que ya le gustaría fumar lo que
fumaba yo. Cuando llamé a Gromov me dijo que lo único que echaba en falta de un
libro de no sé que autor ruso era el prólogo pero que era normal porque la que
tenía era una edición barata y el editor lo había suprimido. Visto que no me
hacían caso llamé al librero Leo, amablemente me dijo que los libros de su casa
estaban bien, insistí pero no le convencí para que se saltara el confinamiento
y fuera hasta su librería. Me acordé entonces de un libro que le había prestado
a Bombita. Le llamé dos o tres veces pero comunicaba. Al poco me llamó él
diciéndome que ya le había advertido malabia y que su biblioteca tauromáquica
estaba intacta. Le dije que por favor mirase el libro que le había prestado
hacía unas semanas, me dijo que ya lo había hecho pero que estaba bien. Por la
voz supe que no lo había visto, que probablemente lo habría vendido. ¡Pobre del
que lo comprara!
Atolondrado miraba con pena mi biblioteca cuando se cayó un libro con
lomo de piel roja dejando en el aire una nube negra. Sabía perfectamente cuál
era. Se trataba de una edición antigua de Robinson Crusoe. Con rabía y desesperado abrí el libro para
comprobar que estaba totalmente en blanco.
¡ M nos mal q
e sol fu
un sueño
[El Amanuense]
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