A todo el personal sanitario que todavía está luchando
para mantener con vida a los enfermos de COVID-19.
Evangelina
llegó exhausta del hospital. Había estado trabajando durante doce largas horas
en condiciones penosas, infrahumanas acorde con los protocolos establecidos
para tales circunstancias. Abrió la puerta del apartamento que alquiló para no
contagiar a su familia, donde viviría hasta que el riesgo hubiera disminuido.
Se quitó la ropa, se duchó, comió algo ligero, acompañado de un vaso de leche
caliente, y se metió en la cama como una zombi, después de dar las buenas
noches a sus hijos por videoconferencia. Trataría de dormir para restaurar sus
fuerzas menguantes: caminaba de noche, por el pasillo formado a un lado y otro
por casi un centenar de camas ocupadas por enfermos, cuyas vidas se iban
desplomando en el silencio, con un golpe seco, callado, que sonaba en su
corazón insomne, como un portazo sin esperanza, impotente por no estar en su
mano evitar el fatal desenlace de la mayoría de ellos. Abrió los ojos
sobresaltada. No estaba soñando, ni aquello era una pesadilla infernal, sino el
recuerdo de su última guardia nocturna en una de las secciones habilitadas para
hacer frente a la pandemia de COVID-19. Alargó el brazo sobre la mesita, tomó
un blíster de hipnóticos a oscuras, extrajo un comprimido y se lo introdujo en
la boca, a continuación sorbió un poco de agua del vaso situado al lado para
terminar de ingerirlo. Veinte minutos más tarde escuchó el eco de un golpe
sordo. Como aumentara el volumen del sonido, pensó que estaba acercándose a
ella. Sintió angustia, pero no se abandonó a la inexorabilidad de la derrota.
Antes de que el lorazepam la dejara inerme ante el silencio que se le avecinaba,
recurrió a su memoria familiar para hacerle frente. Así fue cómo los gritos de
sus hijos en la piscina durante el verano, la música de las verbenas de su
infancia en el pueblo, la voz de su madre cuando la despertaba para ir al
colegio… le permitieron despertarse por la mañana, aunque todavía cansada, con
una sonrisa reparadora.
José Miguel López-Astilleros
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