20 de mayo de 2020

La enfermera








La enfermera


A todo el personal sanitario que todavía está luchando para mantener con vida a los enfermos de COVID-19.


Evangelina llegó exhausta del hospital. Había estado trabajando durante doce largas horas en condiciones penosas, infrahumanas acorde con los protocolos establecidos para tales circunstancias. Abrió la puerta del apartamento que alquiló para no contagiar a su familia, donde viviría hasta que el riesgo hubiera disminuido. Se quitó la ropa, se duchó, comió algo ligero, acompañado de un vaso de leche caliente, y se metió en la cama como una zombi, después de dar las buenas noches a sus hijos por videoconferencia. Trataría de dormir para restaurar sus fuerzas menguantes: caminaba de noche, por el pasillo formado a un lado y otro por casi un centenar de camas ocupadas por enfermos, cuyas vidas se iban desplomando en el silencio, con un golpe seco, callado, que sonaba en su corazón insomne, como un portazo sin esperanza, impotente por no estar en su mano evitar el fatal desenlace de la mayoría de ellos. Abrió los ojos sobresaltada. No estaba soñando, ni aquello era una pesadilla infernal, sino el recuerdo de su última guardia nocturna en una de las secciones habilitadas para hacer frente a la pandemia de COVID-19. Alargó el brazo sobre la mesita, tomó un blíster de hipnóticos a oscuras, extrajo un comprimido y se lo introdujo en la boca, a continuación sorbió un poco de agua del vaso situado al lado para terminar de ingerirlo. Veinte minutos más tarde escuchó el eco de un golpe sordo. Como aumentara el volumen del sonido, pensó que estaba acercándose a ella. Sintió angustia, pero no se abandonó a la inexorabilidad de la derrota. Antes de que el lorazepam la dejara inerme ante el silencio que se le avecinaba, recurrió a su memoria familiar para hacerle frente. Así fue cómo los gritos de sus hijos en la piscina durante el verano, la música de las verbenas de su infancia en el pueblo, la voz de su madre cuando la despertaba para ir al colegio… le permitieron despertarse por la mañana, aunque todavía cansada, con una sonrisa reparadora.


                                                                      
José Miguel López-Astilleros


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