6 de enero de 2021

Cuento de Reyes




El mejor regalo de boda



      Julia y Martín se conocieron durante el primer curso del instituto. Como las primeras sílaba de sus apellidos eran idénticas, siempre estuvieron juntos en el mismo grupo y en todas las clases, unas veces porque coincidían en sus gustos e inclinaciones respecto a las materias optativas, y otras porque simplemente no querían separarse. Cuando tocaba el timbre de salida, él la acompañaba hasta su casa, situada en un altozano de las afueras, junto a la estación de ferrocarril. Tras despedirse, se subía en la bicicleta y regresaba hasta la suya. Por la mañana subía pedaleando y se marchaban juntos, fuera al instituto o por la tarde al centro de la ciudad, donde solían pasar horas interminables charlando frente a un café o besándose en la oscuridad de un cine.

     A menudo les gustaba entablar conversación sobre la caducidad del amor. Al cabo de la cual siempre terminaban jurándose que el suyo sobreviviría. Aunque según les había sucedido a sus progenitores, no parecía un presagio muy acertado. Los padres de ambos se habían divorciado cuando eran muy pequeños. Con frecuencia, Remedios, la madre de Julia, la indisponía contra los hombres, porque según ella eran todos unos mentirosos y unos sinvergüenzas. Por su parte, Dolores, la madre de Martín, lo indisponía contra las mujeres, porque, amparándose en su condición femenina y en su experiencia, le decía que casi todas las mujeres eran unas frescas. Se diría que desde la figura materna pretendieran malograr su relación con dichas insidias. Solo sus respectivas abuelas maternas, viudas desde muy jóvenes, les animaban a profundizar en su conocimiento mutuo y en su amor, cuando en domingos alternos iban a visitarlas a una u otra.

     Así transcurrieron sus vidas durante la adolescencia y su primera juventud. Y como cabía esperar de unas existencias humildes y un amor firme, llegó el día en que ambos comenzaron a trabajar, él en una panadería y ella en una tienda de cosméticos, a los dieciocho años, recién terminado el bachillerato. A los dos años determinaron casarse, tenían ganas de construir una vida en común, lejos de la ruina de los hogares en los que se habían criado. El veintitrés de diciembre se casaron en la ermita románica del pueblo de la abuela materna. De esta manera pasarían parte de las vacaciones de Navidad en el viaje de novios y parte terminando de amueblar el apartamento alquilado. A la ceremonia solo asistieron el sacerdote, dos testigos que él mismo suministró y sus dos abuelas. Nada quisieron saber de asistentes escépticos con su matrimonio, a sabiendas de que tampoco les importaría mucho su ausencia, ni a padres ni a madres, si acaso sentirían una liberación, como tantas veces les habían dejado claro.

     Antes de dar el sí, se acordaron con pesadumbre de la agria discusión que la noche anterior tuvieron, por las diferencias sobre si era conveniente o no esperar unos años a tener hijos. Era la única que habían tenido hasta el momento y se asustaron. ¿Sería aquella la semilla de la destrucción? ¿Terminarían con el tiempo como sus padres? Se plantearon si seguir adelante con la boda, no fuera que la convivencia bajo el mismo techo les agriara el carácter y dejaran de amarse, para eso estaban mejor como estaban, disfrutando de su pacífica compañía como eternos adolescentes. La llamada del recepcionista del restaurante para confirmar los comensales, puesto que al ágape si habían invitado a los padres y madres, junto con sus respectivas y últimas parejas, actuó de catalizador para superar el enfado.

     Del evento tendrían por mutuo acuerdo una sola fotografía que lo recordara gráficamente, para lo cual encargaron a un fotógrafo profesional que la hiciera. Quizás fuera una excentricidad, pero siempre habían detestado esos reportajes suntuosos con posados artificiales. Concluida la ceremonia religiosa y la firma de los documentos para el juzgado, Julia y Martín se colocaron delante del altar, a su lado se situaron las abuelas, que permanecieron cogidas del brazo de su respectivo nieto y nieta. El fotógrafo encuadró, realizó los ajustes apropiados y disparó varias veces por si la primera toma no era buena. Quedó con ellos en que les enviaría una copia en papel dentro de unos días.

     Cuando a la fotografía le tocó el turno de ser revisada en el ordenador para corregir los posibles defectos, el fotógrafo no salió de su asombro al comprobar que no reconocía a los personajes. Es más, allí solo aparecían dos y no cuatro, como recordaba perfectamente. Amplió la imagen y se encontró con que la fotografía era la que él había tomado, solo que las dos señoras ancianas habían desaparecido de la escena y la pareja había envejecido unos cuarenta años más o menos. Antes de hacerse innumerables preguntas, revisó las otras tomas con objeto de comprobar si se habían operado en ellas los mismos cambios. En efecto, lucían como copias exactas unas de otras. Trató de averiguar qué es lo que había ocurrido con todos los medios a su alcance, pero a nada concluyente pudo llegar. Estando así las cosas, no podía enviarles esa fotografía, porque pensarían que era una broma de mal gusto y un alarde de manipulación fotográfica. Durante muchos días estuvo pensando en el disgusto que les daría cuando les dijera que la foto se había perdido, porque la verdad no podría decírsela. De todos modos esperaría a que la reclamaran, hasta entonces quizás se le ocurriera alguna explicación verosímil.

     El día cinco de enero, de camino a casa, tras haber cerrado el estudio por la tarde, se cruzó a una pareja de ancianos que caminaban por un parque solitario bajo la copiosa nevada que se había desatado. Caminaban de la mano, despacio, mirándose de vez en cuando, como si el mundo estuviera recién hecho para ellos. Solo entonces comprendió el significado de la fotografía de Julia y Martín. Regresó al estudio e imprimió una copia, que montó en el mejor portarretratos de la tienda. Tomó un taxi y se la llevó personalmente a su domicilio, convenientemente envuelta en papel de regalo. Salieron los dos a recibirlo, ansiosos por ver el resultado. Al ponerla en manos de Julia, les dio la enhorabuena y les deseó toda la felicidad del mundo.

     Cuando ya solos desenvolvieron la fotografía y la contemplaron, les dieron las gracias a sus abuelas, Ángela y Antonia, por el mejor regalo de boda y de Reyes que nadie pudiera recibir jamás.


                                                      José Miguel López-Astilleros 




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