Melusina estaba más que harta de su naturaleza feérica. Llevaba siglos arrastrando su identidad de hada por las antiguas leyendas artúricas, sin que nada relevante conmoviera su corazón, por mucho que algunos poetas la contradijeran en sus creaciones, dotándola de unas aptitudes impropias de su estirpe fantástica, que la ayudaron tanto a ella como a sus hermanas a ser toleradas por los seres humanos. Era a estos con sus particulares y para ella extrañas emociones a quienes en los últimos trescientos años venía envidiando, cada vez con una vehemencia más desenfrenada. Hasta tal extremo llegó, que aquello se convirtió en una poderosa fuerza transformadora de su condición. Pero no era suficiente para atemperar su ansia, puesto que le producía una desazón insoportable cada noche, comprobar cuán cercana se sentía de cualquier mujer humana, y qué lejos de unir esta inclinación con su siempre hermosa, núbil e imperecedera edad, indiferente al llamamiento de ese pequeño pabilo que había comenzado a arder en su interior. A pesar de ello, siguió contemplando a los amantes en sus paseos por las frondas umbrosas de los bosques y sus clamorosas celebraciones nupciales.
Solo le quedaba dar el paso definitivo tras tantos ensueños, en los cuales su carne etérea adquiría la consistencia trémula de la humana, tejida de venas, arterias y órganos, y lo que era más sorprendente, todo ese entramado desembocaba en unos ojos candentes, los cuales emanaban una atracción irresistible hacia quien los mirara. No sabía que si lograba suscitar en el otro un arrobamiento del semblante y un temblor de vísceras, significaba que el juego de la seducción había dado sus frutos. Lo supo un día que vislumbró en una colina a un caballero contemplando melancólico el castillo que abandonaba con una docena de guerreros fieles, pues al parecer había sido traicionado y privado de su señorío. Se compadeció de su tristeza y salió desde detrás de unos fresnos que ornaban el cauce de un riachuelo cercano, con objeto de consolarlo. Bertrand de Born cayó rendido de amor ante la visión de Melusina, quien no dudó en aceptarlo en matrimonio tras proponérselo él, sin tener la certeza de que la novedosa e insólita turgencia de sus pequeños pechos a punto de reventar, la inflamación de sus escuetos labios, el ensanchamiento de sus pupilas, además de otras manifestaciones corporales de excitación, eran muestras de que ella le correspondía con el mismo fervor. La intuición le llevó a compartir con Bertrand el resto de la vida, con quien fue tan feliz hasta que él murió.
Después de numerosos años de convivencia, en pleno idilio, un amanecer observó que mientras a Bertrand le aparecieron unas leves arrugas alrededor de los ojos y algunos cabellos blancos de su cabellera se entreveraban con los oscuros, ella gozaba de la misma lozanía y juventud de siempre, sin que una sola mácula hiciera presencia en su anatomía. Hasta entonces había tenido por seguro que al haber conquistado la mejor de las atribuciones del alma humana, como es la capacidad de amar, con ello había renunciado a la eternidad propia de las criaturas mitológicas. Pero, contra todo pronóstico, sucedió que a su naturaleza se le habían sumado todos los atributos de las más nobles mujeres de la especie humana, así como el alma propia de ellas, sin que la vejez le royera los huesos y le expoliara la memoria, como les sucedía a ellas. Comprobó también que sus poderes sobrenaturales se habían esfumado, para lo cual trató de realizar infructuosamente algunos encantamientos menores, aunque lo hizo solo en aquella ocasión por saber hasta dónde había llegado su metamorfosis. Le extrañó que su madre y sus hermanas la hubieran castigado solo con la mengua de ciertas habilidades, como escarmiento ante su rebeldía.
Después de Bertrand, amó a un vidriero cuya dulzura de gestos le llamó la atención en el mismo funeral de aquel. Andre d’Amiens comenzaba entonces a desarrollar su oficio, tras haberse aplicado como aprendiz en el taller del padre desde su infancia. Todavía no era un maestro afamado, como lo llegó a ser más tarde, una vez desposado con Melusina. Los intensos, variados y transparentes colores que los iris de los ojos de ella adquirían en cada hora del día, le inspiraron las tonalidades que debía utilizar en los rosetones de las catedrales en las que trabajó, logrando que, al penetrar en ellos la luz del sol por el oeste, todo el cromatismo proyectado en la atmósfera del edificio adquiriera una luminosidad digna del cielo. No podía haber más dicha para un artista enamorado. Sin embargo, la fatalidad quiso que a una edad en la que las articulaciones se obstinan en la desobediencia, subiendo por unos andamios hacia unos vitrales del ábside, le flaquearan las rodillas y se despeñara mortalmente. A Melusina le quedó la contemplación del fulgor de su obras como prueba de su amor, de ahí que transcurrieran varias decenas de años conformándose con recrear los deliciosos años que pasó junto a él, cuando cada atardecer se acercaba a recibir el divino baño luminoso de aquellos rosetones, según la estación del año que lo permitiera. Aun así, la soledad acabó venciéndola.
En una de aquellas contemplaciones, andaba por allí un escultor de mediana edad, de grandes y poderosas manos, además de una voz estentórea que irradiaba la autoridad de un Jeremías tonante. Estaba tomando las medidas que había de tener la nueva Virgen del parteluz situada en la puerta sur, cuando Melusina escuchó el diálogo imaginario que mantenía con la figura todavía sin cincelar, en el cual la conminaba con mandato firme a abandonar las entrañas de la piedra, sin menoscabo de imperfección alguna. Quedó fascinada con la entereza del holandés Nikolaus Gerhaert, a quien se acercó atraída por la personalidad que asperjaba en cada una de sus sílabas lanzadas al aire, pero también con todo su aspecto, sus cabellos grises y su corpulencia, que le recordaban al retrato que los predicadores hacían de los profetas bíblicos en sus sermones. En ese primer encuentro su amor no fue correspondido por Nikolaus. A nada le prestaba más atención que a la obra que tenía entre manos, a la cual dedicó días, semanas, meses, sin que el resultado final lo complaciera, después de utilizar varios bloques de piedra para llegar a donde sus ideas, plasmadas en distintos bocetos, correspondieran con la calidad esperada. El problema fundamental residía en que la expresión del rostro siempre terminaba por no ser de su agrado. Vagabundeó por toda la ciudad en busca de algún modelo real que expresara la mansedumbre maternal del personaje. Frecuentó los grupos de doncellas adolescentes en los servicios litúrgicos de los domingos, y los mercados, para fijarse en la faz de las parturientas primerizas. Ni un solo rasgo observado entre muchas decenas de muchachas le pareció adecuado para su obra, que permanecía sin rostro aún, a pesar de haberla ultimado por entero. Mientras tanto a Melusina le llamó la atención que Nikolaus tardara en plantar su Virgen en la catedral. Solo después de hacerlo repararía en ella, liberado de la obsesión que lo absorbía por completo, lo cegaba. Decidió acecharlo y hacerse la encontradiza con él para informarse de cómo iba la marcha del trabajo, y si se había topado con alguna eventualidad irresoluble en la ejecución del encargo. Aprovechó las festividades del patrón del lugar, con el propósito de acercarse por segunda vez a Nikolaus en una de las plazas, donde se daban cita las gentes para danzar al compás de músicas populares. El escultor reparó esta vez en cada uno de los detalles de su cara, muy distintos a los de sus congéneres femeninos, aunque sería más apropiado decir que la diferencia estribaba en que comunicaban algo inefable, ausente en las demás, no sabía con certeza si para bien o no. Se propuso estudiarlos más detenidamente, por si acaso le pudieran servir de patrón para su obra detenida. Así que le pidió a Melusina que al día siguiente se pasara por su taller. Antes de amanecer, en el último sueño, se le apareció la joven como una encarnación del mismo diablo. Le costó lo suyo sobreponerse a la pesadilla cuando escuchó sus nudillos golpeando la puerta con timidez. A pesar de ello, ese mismo día no solo reprodujo sus facciones en la figura de su Virgen, sino que además se fue enamorando de ella conforme surgía de sus cinceles. Aun sin saber cuál de las dos se había adueñado de su corazón, decidió casarse con la modelo. Si había servido de inspiración y semejanza para la imagen de la más santa de las mujeres, tenía que ser Melusina, y no su representación en piedra, por quien sentía ese salvífico amor tardío. A Nikolaus Gerhaert se lo llevó una epidemia de peste al otro mundo. Le dejó una herencia de valor incalculable: su hermoso rostro figurando la madre de los cristianos por doquier, piezas que en su mayoría se perdieron con el ir y venir de la historia.
Melusina, tras aquellos primeros desengaños amorosos, dada la prontitud con que la dejaban sola y desamparada, fruto de la carne mortal que los animaba, tuvo numerosos y muy diferentes amantes de países vecinos a lo largo de los muchos siglos que vinieron hasta parar en este. Como prueba de que no todos fueron tan ejemplares como los anteriores, baste citar a uno de los más singulares, Pierre Valmont, un libertino francés del siglo XVIII, quien se aprovechó de su inocencia para darle largas respecto al matrimonio, como ella le demandaba en respuesta a su incondicional entrega. Circunstancia que aprovechó para instruirla sin límite en todos los secretos conocidos, y aun desconocidos, del placer carnal. Algo que si bien la regocijó sobremanera, cuando Valmont murió de sífilis, le provocó una melancolía que la dejó confusa durante cincuenta años, los que hicieron falta para que aparecieran los primeros románticos de la centuria siguiente, con quienes disfrutó de mundos tan imaginarios como aquellos de donde ella precedía.
Tuvo que llegar el siglo XXI para que Melusina encontrara a quien sería el gran y último amor de su vida, Armando Villaseñor, un español de Sevilla que conoció a finales de una primavera en Berlín, sobre el césped del Lustgarten. Días más tarde lo acompañó a Nueva York, donde él recalaba con frecuencia, porque allí estaba la matriz de la multinacional de la cual era un reputado ejecutivo. En esa ciudad fermentó entre ambos una pasión efervescente, musical, cosmopolita, cinematográfica, durante los paseos por Central Park mientras degustaban sus respectivos falafel, las visitas al Museo Metropolitano, la asistencia a los conciertos del club de jazz Birdland, la búsqueda de ediciones antiguas de poemarios en la librería Strand, los desayunos en las pequeñas cafeterías de East Village los domingos por la mañana, mientras la nieve atemperaba los ruidos callejeros, y crecía una intimidad que se les metía más adentro cuantas más horas pasaban juntos, en silencio o dedicándose palabras sin promesas, sin proyección hacia más ideales que la celebración del gozoso presente. En uno de aquellos silencios mutuos, en los cuales sus almas giraban desnudas en el limbo orbital, feliz, de un astro solar de ternura, Melusina sintió que algo la lastraba y le impedía elevarse junto con él a esas cimas de gozo. No se habría preocupado si solo hubiera acaecido esa vez, lo hubiera considerado una pasajera y malhadada desorientación de su psiquis. Pero como aquella creciente imposibilidad de unirse a él en esos momentos cotidianos de dicha se repitieran, comenzó a inquietarse. No entendía lo que le estaba ocurriendo. En sucesivos monólogos inquisitivos consigo misma, a lo largo de muchas semanas, llegó a una conclusión sobrecogedora. Había amado y había sido amada durante siglos. Aunque este caso presentaba particularidades en su ánimo que lo hacían totalmente diferente respecto a los otros. Por ello había buceado en su alma como nunca, para extraer hasta el menor indicio de pasión, incluso la que residía en los sueños más desconocidos y ocultos, no aflorada jamás en su conciencia, para entregarse a Armando con todo su ser, y vaciarse pletórica sobre sus labios, sus manos, su sexo, y aún más allá, sobre toda su esencia incorpórea. Solo de este modo quedaría liberada ante sí, de la más mínima sospecha de no haber correspondido a la reciprocidad sentimental que él no había escatimado. Pese a ello, aquel descubrimiento de su lacerante falta de plenitud la sumió en una pesadumbre de insatisfacción, contra la que poco podía hacer si no alcanzaba a indagar el verdadero motivo por el que esto sucedía. Bordeando los límites del pensamiento humano, se adentró en el de los seres mágicos, como la única posibilidad de averiguarlo. Discurrió entonces que su condición de criatura inmortal hacía que viviera todas las experiencias humanas de una manera incompleta, a diferencia de Armando, quien tenía la certeza absoluta de que cada segundo que dejara de amar sería irrecuperable por ser irrepetible, del mismo modo que cada segundo presente deleitándose en compañía de Melusina era exclusivo, y eso le otorgaba el valor más excelso de toda medida. Con el fin de reparar esa deficiencia, se le ocurrió invocar a su madre y sus hermanas. Les pediría que, con el poder y toda la fuerza de sus encantamientos, intercedieran en su vida y la exonerasen de todo vestigio presente en su naturaleza feérica. Esperaba con humilde anhelo que obraran con generosidad y presteza, dando por sentado que le habían perdonado su disidencia, la primera en la historia de la saga familiar.
Luego de sincerarse con Armando, habiéndole contado todo lo que aún no conocía sobre su ella, y haberle puesto al corriente de los últimos acontecimientos, aquel le agradeció con arrobadas muestras de afecto y mimo su determinación. No tardaría en arrepentirse de que su perspicacia no hubiera alcanzado a imaginar lo que sucedería. De haberlo hecho habría tratado de revertir el proceso que ya había comenzado en el cuerpo de ella, y que les privaría de fundar su propia estirpe.
El caso es que Melusina comenzó a sentir una sensación siniestra a lo largo de sus piernas, como si dentro de ellas se estuvieran disolviendo los huesos, y los músculos adquiriendo una flexibilidad inusitada, así como sufriendo una transfiguración de la piel de ambos miembros, todavía casi inapreciable, aunque ya era algo visible una muy delgada capa de una raro líquido linfático traslucido bajo su epidermis. Interpretó estos síntomas como testimonio de que había sido escuchada en sus ruegos, y no pudo por menos que sentir una alegría tan inmensa, que deseó comunicárselo cuanto antes a Armando en persona. ¡Por fin había empezado a morir! Suspiró. A tal fin le envió un wasap para quedar con él en el café Starbucks de la Avenida Madison, cuando saliera de la oficina.
Llegó veinte minutos tarde a la cita a causa de una eventualidad surgida en el metro. No le costaría dar con Armando. Desde fuera vio el local apenas concurrido a esas horas. Sin embargo no fue así, porque él tampoco había llegado a tiempo a pesar de su propia demora, hubiera referido ella. Pidió un café y se sentó en un taburete del mostrador que daba a la calle, así podría distinguirlo entre los transeúntes antes de entrar. Estaba impaciente por relatarle la decrepitud recién estrenada, que uniría sus vidas en un mismo destino. Tras media hora tomó el teléfono móvil y le envió un wasap. Como no obtuvo contestación, a los quince minutos lo telefoneó, pero tampoco obtuvo respuesta. No sabía qué hacer, si volver a casa o esperarlo un poco más. Entre tanto se quedó abstraída en el logotipo verde de la cadena Starbucks, grabado en el vaso de cartón: representaba a una mujer joven sonriente con el pelo largo y una corona en la cabeza, con los brazos sujetaba por detrás dos colas de serpiente, o de pez, que le nacían en su abdomen, del que había desaparecido el sexo, y ascendían por ambos lados hasta la cabeza. La angustia se apoderó de Melusina, porque contra su voluntad, se identificó fatalmente con aquel ser híbrido, escapado de la mismísima Melusina ideada por Jean d’Arras en el siglo XIV. La angustia se tornó en terror y desolación cuando una camarera asiática, antes de abandonar el local, le entregó una nota de Armando dirigida a ella.
Sus hermanas y su madre quisieron que experimentara la humanidad en toda su crudeza, sin desprenderse de la más sagrada e inalienable de las características feéricas: la inmortalidad. Lo consiguieron haciéndole saber a Armando el destino de Melusina, de la misma manera que a ella. Así es que, gracias al trágico desconsuelo del desamor, ya podía decir que sentía plenamente como una mujer humana, aunque ya de nada le valdría, como no fuera para haber aprendido que todos los mundos, el de aquí y los de más allá, tenían unas leyes propias insoslayables, inherentes a su existencia, por disconformes que estuviéramos con ellas.
José Miguel López-Astilleros
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