AMOR. TRILOGÍA DEL SUPERMERCADO
I
LUIS XVI EN LA PESCADERÍA
La pescadera me preguntó si le quitaba la cabeza. Le respondí que de ninguna manera. ¡Eran tan hermosos sus cabellos dorados y sus ojos de coral! A pesar de ello, colocó el filo del cuchillo justo en el lugar apropiado y, mirándome con arrobo, descargó todo su glorioso peso en el mango. Semanas más tarde me casé con ella, porque de un tajo me convenció de que no me llamaba Ulises, sino Luis. Pero esto me lo callé para que no rodaran más cabezas.
II
CARNE RENDIDA
Aunque era vegana, siempre que iba al supermercado, me pasaba por la carnicería. Me resultaba excitante y repulsivo, por contradictorio que pueda parecer incluso para mí, contemplarlo desde abajo, allí en lo alto, con su uniforme blanco manchado de sangre, manejando con pericia aquellas enorme piezas de carne con sus grandes y fuertes brazos. Las dejaba caer con saña y autoridad contra la superficie de mármol, donde con una firme determinación y un exquisito mimo, procedía a despiezarlas con la maestría de un diestro cirujano versado en orfebrería anatómica. Aquello me atraía de una manera incomprensible, sobre todo si tenía en cuenta la repugnante frialdad que reinaba entre aquellos cadáveres, por mucho que cobraran una suerte de vida alible entre sus dedos musculosos. Sin embargo, una febril voluptuosidad emanaba de aquella escena. Un ardor convulso me conmovía los entresijos, cuando se balanceaba de un lado a otro para hacer fuerza. Entonces, al descoyuntarse la articulación del animal, me sobrevenía un pequeño éxtasis sordo en la garganta. Nunca se percató de que lo observaba desde lejos, tras el refrigerador del pollo fresco envasado, hasta que un día lo sustituyeron por un congelador bajo. No me arredré ante este inconveniente para mi anonimato, porque la irresistible atracción era más fuerte que la renuncia al espectáculo de sus poderosas, sensuales manos, y de toda su enorme figura trajinando con aquellas dóciles criaturas. Aun quedándome con mi arrobo al descubierto, actuaba como si estuviera solo, imbuido de una gravedad cruel y solemne, placentera, sagrada, concentrado en su meticulosa labor, a pesar de que tres clientas esperaban ser atendidas. Justo en el momento en que hundía su penetrante cuchillo en un gran pedazo cremoso de ternera joven, levantó la cabeza y me vi reflejada en las dos noches tropicales que tenía por ojos, dentro de cuyos orbes me sacrificaba con parsimonia, para después ser descargada, todavía caliente, sobre un altar de pórfido rojo, y por último entregada a los placeres prohibidos, al comenzar a trinchar mi cuerpo rendido. Todo aquel despliegue de regia, recia virilidad, se vino abajo, cuando desde megafonía le hicieron bajar del estrado, y descubrí la enorme desproporción entre su largo y atlético tronco, y sus minúsculas, enclenques piernas. En conjunto, su talla no representaba más de metro y medio; aunque lo peor vino cuando la imaginada voz grave de atlante vibró en un tono tan agudo como el de una soprano. Mi tórrida desilusión carnívora y carnal sirvió al menos para que renovara los votos en mi fe vegana.
III
CEREZAS EN LA BOCA
Lo que me volvía loco de Camila, la frutera del supermercado de abajo, era la sensualidad perturbadora que emanaba su singular e imprecisa feminidad. No se me ocurrió otra manera mejor de demostrarle mi absoluta rendición, que acercándome todos los días de aquel verano a pedirle que me pusiera unos gramos de cerezas. Las imaginaba recién cosechadas de entre sus labios. Tras dos semanas, por fin, entendió mi declaración de amor, a cuya insistencia contestó ofreciéndome sus más jugosos plátanos en lugar de las cerezas. Como me negara a claudicar, debido a mi inocencia y el desconocimiento de los placeres de Ganímedes, nuestros encuentros se tornaron autistas, a pesar de deseados. Hasta que ella desapareció de la frutería sin dejar rastro, por su propia iniciativa, según me contó la sustituta. Tal vez, si hubiera aceptado aquellos plátanos, aunque solo hubiera sido por cortesía, nos hubiéramos encontrado en la gozosa pulpa de las demás frutas, excluidas las cerezas, por supuesto, porque la perfección ya se sabe que es odiosa.
José Miguel López-Astilleros
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