A QUEMARROPA. TRILOGÍA NEGRA
Nada más escuchar su apellido, Marc se dio la vuelta sin sorpresa ni esperanza. Sabía que no tenía ninguna oportunidad de rechazar lo que ya era inminente. Vio que los ojos de Julius lucían con un reflejo duro a pesar de contrariado. Este, a su vez, observó que los de su víctima irradiaban un sosiego ofensivo para la circunstancia en que se hallaba, actitud que no le facilitaría la ejecución de su cometido. Se conocían bien después de varios años lidiando uno contra el otro, sin que la fortuna favoreciera el exterminio de ninguno. Por eso habían llegado a la conclusión de que solo intervendría la suerte en el resultado de su último encuentro, pues la dilatada experiencia del primero era contrarrestada de inmediato por los juveniles y rápidos reflejos del segundo. Se miraron como dos amantes apasionados que se reencuentran tras una desavenencia, con efervescencia y rencor, sabiendo que la ausencia de uno de ellos dejaría al otro a expensas de un vértigo huérfano, aunque solo tardara en disiparse el tiempo que permanece la detonación en el aire. Julius levantó su Heckler & Koch, apuntó hacia la frente de Marc y apretó el gatillo. No hubo resistencia, sino aceptación del azar por ambas partes...
─Pero... ¿Cuál es la historia de Julius y Marc? ─interrumpió la lectora, contrariada por los enigmas que habían dejado sembrados las palabras.
─¿Qué más da, si ambos personajes se han sometido de buena gana al final propuesto por el narrador? ─contestó el autor.
─Ya, pero es que...
─Bueno... si no eres capaz de imaginarla, tal vez en otra ocasión el narrador con una retrospección pudiera...
En este punto del diálogo la lectora, herida en su orgullo creador, comenzó a soñar.
II
El testigo de cargo, Teodoro Velarde, declaró en el juicio que vio con sus propios ojos cómo el acusado, Carlos Ribeiro, disparaba dos veces contra el pecho de la víctima, a una distancia de no más de medio metro. A su vez, el presunto asesino confesó que con la muerte de aquel narcotraficante pretendía suicidarse, dado que no tenía valor para hacerlo por sí mismo, confesión que nadie entendió hasta que dos semanas después de entrar en prisión, un funcionario lo encontró ahorcado en el picaporte de la puerta de su celda. Solo su abogado sabía que el nombre de Ribeiro aparecía en el contrato oral que este rubricó con un capo antagonista de su víctima, cuyo nombre se guardó para él. También sabía que el segundo beneficiario de tal acción sería su pobre hermana, que vivía en una casucha insalubre a las afueras de la aldea, cerca del río, a merced de las crecidas periódicas. Ni este hecho ni la cantidad que recibió trascendió durante la vista del juicio...
─¿Por qué se quería suicidar Ribeiro? ¿Quién era ese capo antagonista y por qué quería quitarse de en medio al otro? ¿Qué... ─comenzó a preguntar la lectora sin dar por terminada la narración.
─Tal vez el autor confiaba en que esas preguntas terminaran de crear la historia que él solo había sido capaz de sugerir ─la interrumpió el narrador en su descargo.
III
Ya había tomado la decisión hace meses cuando me metí en la Deep Web para hacerme con un arma de fuego. Llegó bien cargado, como de costumbre, pero esa noche para sorpresa mía no me tocó ni un pelo. Pasó por la puerta de la salita, donde esperaba su vendaval de insultos y agresiones. Sin decir una sola palabra, se dirigió al dormitorio arrastrando los pies como la sombra de un ángel iracundo. Poco después me acerqué con toda la precaución y el sigilo posible hasta allí. Estaba durmiendo la mona, que esta vez debió ser de ginebra barata a juzgar por el hedor de su aliento. Yacía sobre la cama, con el mismo abandono que un saco olvidado en un vertedero. No tendría otra ocasión como esa. Saray Vargas, la esposa sufrida y mancillada hasta la extenuación, libraría a este mundo del peor bicho del género humano. Fui a la cocina y me subí a una silla para llegar hasta uno de los armario superiores, donde había una antigua caja de latón policromado, cuyo frontal indicaba que había contenido en su día Cola Cao. La abrí y saqué una pequeña pistola de bolsillo, que había permanecido envuelta en un paño hasta ese momento. La posé sobre la mesa y me senté a contemplarla, abstraída. Cuanto más tiempo pasara en ese estado de excitación inmóvil, más incapaz me sentiría de usarla, así que saqué la botella de ron que, para mis momentos especiales, tenía escondida detrás de las garrafas de aceite y vinagre, en el cajón situado debajo del horno. Desenrosqué el tapón y me serví un buen trago directamente en el gaznate, después otro, y otro..., hasta que noté cómo la bebida zarandeaba al valor dormido dentro de mi cerebro. Empuñé la pequeña Browning, le quité el seguro y fui directamente hacia el dormitorio. Llegué hasta la cabecera, puse el cañón en su sien derecha y le descerrajé dos tiros seguidos a bocajarro, el segundo para no dar opción a que mi arrepentimiento lo pudiera dejar malherido. Ambos estampidos sonaron como las últimas palabras de un juez liberador. Consciente de lo que significaba aquel acto, dejé la puerta del apartamento expedita para que los vecinos se personaran sin encontrar ningún impedimento. A continuación me senté a esperarlos en el sofá del salón, frente al arma homicida colocada sobre la mesita baja. Llamarían a la policía y me detendrían como responsable de haber cometido el crimen, algo que no les reprocharía porque qué otra cosa podían hacer. Sin embargo la vida en ocasiones transita por cauces enigmáticos, tanto que una se encuentra perdida ante ellos, por mucho que resulte beneficiada. Quienes primero llegaron fueron los cuatro que vivían en el rellano. La luz de la salita los había encaminado hacia mí. Se quedaron parados sin entrar, asomando sus cabezas a través del quicio de la puerta. Enseguida comprendieron lo que había ocurrido al verme frente a la Browning, no les hizo falta acercarse hasta el dormitorio ni interrogarme. ¡Ah, estás bien, creíamos que te había pasado algo! Dijo Alicia Sanromán, antes de girar sobre sus talones para marcharse. ¡Si necesitas algo, estamos a tu disposición! Añadió Oliver Santos. La unanimidad de estas dos declaraciones provocaron que todos abandonaran el apartamento en un silencio respetuoso. La misma actitud demostraron los vecinos de arriba y abajo, aunque con distintas palabras, solo que tras su salida de la vivienda cerraron la puerta de entrada y me dejaron a solas con aquel silencio hirviente. Hacia mediodía supe que ya no avisarían a la policía, lo cual agradecí por el afecto que suponía hacia mí, aunque por otra parte me llenó de zozobra, porque estaba segura de que no aprobarían que lo hiciera yo. Así las cosas, sopesé la posibilidad de tomar un camino que jamás hubiera pensado que fuera posible, aunque para ello necesitaba el apoyo de alguien más para deshacerme del cadáver. Esto también lo debió considerar Emilia Alcolea, tan buena vecina como amiga, y que tantas veces me había acogido en su casa, pues a media tarde hizo la llamada telefónica que me abriría las puertas a una nueva y dichosa vida. Lo demás... qué importa, si la penuria de los últimos años transcurridos han desembocado en un sueño que parecía imposible.
─¿Cómo que qué importa? ─chilló la lectora indignada con Saray porque le hubiera hurtado ciertos detalles del final.
─No seas egoísta, ¿no te basta con que la historia termine bien y me veas feliz? En realidad yo tampoco sé lo que ocurrió tras esa llamada, aunque tengo mis sospechas. Si el autor no tiene inconveniente en que usurpe su capacidad de fabulación y me da permiso, a lo mejor algún día puedo contártelo ─concluyó Saray para zanjar la diatriba.
José Miguel López-Astilleros
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