Siempre que atravieso la Plaza de la Inmaculada escucho la voz estentórea y cantarina de un mendigo que, sentado junto a la entrada de una tienda de moda, se dirige a los transeúntes con un monocorde “Buenos díiiaaas, que tenga un buen díiiaaa”. En su perlocución alarga las sílabas finales de las dos frases con el oficio de quien lleva repitiendo lo mismo desde hace muchos años. Lo miro con el rabillo del ojo, y acelero el paso al llegar a su altura cuando me lanza su protocolario deseo. Nunca se me ha ocurrido arrojar una moneda a la cajita que tiene al efecto, no sé..., quizás por pudor. Un día que pasaba por la plaza lo eché en falta. Me resultó extraño, porque su presencia resultaba más persistente y cotidiana que cualquier otro elemento urbano. Continué mi camino hacia la Avenida de Ordoño II. Una vez hube desembocado en ella, lo vi sentado voceando la misma cantilena, aunque a diferencia de cómo lo hacía en su lugar habitual, se notaba una cierta inseguridad en el tono. No terminé de sobrepasarlo cuando se levantó, tomó su carrito azul, su caja petitoria y se dirigió hacia la puerta de la perfumería Arenal, donde otro mendigo, este mucho más joven que él, en pie mostraba un cartel mediante el cual solicitaba la limosna a los viandantes extendiéndoles un bote de chapa. Se acercó y al momento iniciaron una conversación. No pude resistir la curiosidad de enterarme de qué hablaban dos mendigos de edades tan dispares. Así es que seguí sus pasos hasta situarme lo más cerca posible de ellos, mirando el escaparate para disimular.
—Lo que tienes que hacer es atraparles la mirada y entonces les dices algo. Así siempre te dan, sobre todo los viejos —le estaba diciendo al otro con un gesto de pícaro experimentado, lejos de la cara piadosa que ponía en plena faena recaudatoria.
No pude escuchar más, porque enseguida sospechó de mis intenciones y se calló haciéndole un guiño a su interlocutor, con lo cual no tuve otra opción que poner fin a mi indiscreción y alejarme.
Al día siguiente me dejé atrapar los ojos y deposité una moneda de un euro en la cajita. Aunque... pensándolo bien... quizás fuera yo quien atrapara los suyos para recibir la absolución por mi mala conciencia.
José Miguel López-Astilleros
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