LOS JARDINEROS DEL TIEMPO
Desde épocas inmemoriales la ciudad de León estuvo inmersa en luchas fratricidas entre los dos bandos que pugnaban por controlar el tiempo. Ninguno cedió jamás en sus pretensiones, porque sabían que el ganador obtendría un poder ilimitado sobre el otro. Entre otras prerrogativas, le sería permitido reescribir la historia a su antojo, así como manipular la memoria colectiva en beneficio de sus intereses. Las disputas se saldaban con períodos en los cuales la sucesión de los años caía como una bendición para sus habitantes, que veían mejorar de manera ostensible sus vidas, con otros de retroceso, en los cuales casi todos los avances conseguidos quedaban en estado ruinoso. En una de estas batallas inútiles los contendientes determinaron estudiar si sería factible llegar a un acuerdo, con objeto de poner fin de una vez por todas al endémico conflicto que los había desangrado durante siglos. Convinieron así en regular el comienzo de cada día. La fórmula consistió en elegir a una familia neutral que por tradición se encargaría de señalar el comienzo de cada jornada, sin concurso de nadie más. Para ello se colocó una construcción de granito al final del Paseo de la Condesa, sobre la cual a las doce y un segundo de la noche, el jardinero encargado dibujaría la fecha del día con cepellones de hierba fresca, que iría cambiando según dictara el calendario. La estirpe de los jardineros del tiempo recayó en una familia de tierra de campos, para quienes la única medición del tiempo que habían conocido era la que marcaba la posición del sol sobre la tierra, libres por tanto de cualquier conocimiento geodésico y astronómico que pudieran soliviantar la suspicacia de ambos bandos. Desde entonces ya nadie pudo achacar los períodos de crisis a las consecuencias derivadas de la animadversión entre ellos. Aunque este acuerdo histórico no impidió que dejaran de explorar otros territorios donde continuar su enfrentamiento.
José Miguel López-Astilleros
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