El muro
Por fin, al encumbrar una loma, al fondo de una llanura sin fin lo divisé. ¡El muro!. La reverberación del sol producía la fantástica sensación de movimiento; serpenteaba hundiendo la cabeza y la cola en el horizonte infinito. Su visión aceleró mi corazón y me dio un nuevo aliento. El bombeo de la sangre hizo que no sintiera el cansancio acumulado de largas jornadas caminadas, sólo los labios ampollados y agrietados protestaron al recibir las olas de sangre alborotada. Seguí caminando por la llanura sin fin atraído por el muro imantado. Calcule ́que tendría que caminar dos jornadas para llegar al pie del muro. Sin la reflexión solar del atardecer la gran serpiente se detuvo y noté que el horizonte recortado por el muro se había acercado. Continué caminando siguiendo al sol que en su ocaso teñía el cielo del color de la gangrena. La oposición del muro proyectaba una sombra en forma de plano inclinado que sincronizado con la puesta de sol iba difuminando la tierra a su paso. Cuando llegó a mis pies cayó la noche sin luna. A ciegas seguí caminando por aquel terreno sin altos ni bajos. Envuelto en la negrura tuve miedo de perder el rumbo pero no me detuve.
Una ligera brisa acarició mi espalda. A medida que caminaba tomaba fuerza el aire hasta convertirse en un viento que a su paso arrastraba arenas que me aguijoneaban la nuca. Volví la cabeza y protegiéndome los ojos vi un aura azulada que rasgaba la negrura desvelando donde comenzaba la tierra y acababa el cielo. El sol iba devorando la negrura espesa y como respuesta al agravio la noche exhalaba bocanadas de vendaval que me zarandeaban sin descanso pero yo seguía caminando. Se hizo el día y cesó el viento. Mi cuerpo proyectaba una larguísima sombra que se perdía hasta chocar con el horizonte. El sol a la vez que subía a mis espaldas iba retrayendo mi sombra. Al lamer mis pies, iluso, esperaba que me trajera noticias del muro pero desapareció bajo mí y al poco se fue alejando indolente por donde había nacido el día. Los rayos del sol de nuevo reavivaron a la gran serpiente. El muro ya estaba más cerca y mostraba los colores pardos y grisáceos de sus piedras. Seguí caminando. Cayó de nuevo la noche sin luna. Deambulé entre la densa negrura que se extendía entre el cielo y la tierra de nuevo temeroso de desorientarme.
La brisa que se levantaba anunciaba el viento y el nacimiento de un nuevo día. Me acurruqué para resistir mejor el empuje del vendaval. Cuando llegó la calma me incorporé y me encontré cubierto de arenas que hacían rechinar mis dientes y provocaban escozor en mis ojos. Escupí las arenas y froté los ojos y aún con la vista borrosa lo pude ver, estaba allí, estaba a pocas leguas del muro. Me dejé caer de rodillas. Ante mí el muro, inmenso. Sin medida de norte a sur y con una altura como de un tiro de arco.
Mientras caminaba rápido hacia él iba pensando en cómo abordarlo. Aunque no llevaba cuerdas ni herramientas lo escalaría para saltar al otro lado, a la Tierra Prometida. Seguí caminando y distinguí al pie del muro varios grupos de personas. Una voz de advertencia me sacó del embeleso. Un escuálido joven me avisaba: estaba pisando sus plumas. Miré al suelo y vi que estaba sobre unas plumas de pájaro. Extrañado le pregunté qué hacía allí con aquellas plumas. Me dijo que pensaba pasar el muro volando. Le respondí si no sería más fácil escalarlo a lo que contestó que era demasiado débil para intentarlo. Me contó que reunía las plumas de pájaro que los vientos le traían para fabricar unas alas para él y para su hermano gemelo y así poder sobrevolar el muro y que sabedor de lo que le ocurrió a Ícaro había enviado a su hermano a buscar pez en vez de cera. Me despedí y lo dejé allí esperando que cayera otra pluma del cielo y seguí caminando.
Cerca ya del muro vi hileras de gente caminando bordeándolo unas hacia la cabeza de la gran serpiente y otras hacia la cola. Me tropecé con un grupo de cuatro ancianos desnudos que discutían entre ellos. Les pregunté qué hacían aquellas gentes bordeando el muro y me contestaron que estaban buscando un paso para atravesarlo y que ellos estaban discutiendo por dónde ir si al norte o al sur. Los hombres decían que de los que vieron ir al norte ninguno regresó y las mujeres decían lo mismo de los que vieron partir hacia el sur. Yo les pregunté si no sería más fácil escalar el muro. Me contestaron que para ellos ya era tarde porque aunque creían que habían llegado jóvenes al muro ya habían perdido la vitalidad y las fuerzas para escalarlo. Me alejé de ellos pero quedé pensativo. Quizás antes de intentar escalar el muro sería mejor buscar un paso, pero por dónde empezar, por el norte o por el sur. Seguí caminando atrapado en esa duda que se desvaneció al llegar justo donde nacía el muro. Toqué sus bloques y hallé que algunos intersticios entre ellos eran demasiado estrechos para los dedos y me asaltó de nuevo la duda. Me retiré unos pasos hacia atrás para calcular bien la altura del muro y me tropecé con un hombre con vestimentas de filósofo. Estaba clavado al suelo como una estatua, ensimismado contemplando el paredón. Le pregunté si también dudaba entre el norte y el sur. No respondió. Lo contemplé con curiosidad y noté que no se fijaba en el muro sino en la sombra que su cuerpo proyectaba. La sombra iba menguando y entonces habló. Estaba esperando el día en el que su sombra pudiera sobrepasar el muro. De ese modo es como lograría pasar al Otro Lado ya que así no estaría sujeto a las propias limitaciones corporales. Lo dejé en su cavilaciones y me propuse escalar el muro.
Subí con dificultad uno pocos metros pero no pude continuar por ser demasiado estrechos los huecos entre los bloques. Lo intenté varias veces pero todas fueron fracasos hasta que llegó la noche. Cuando vino el día caminé hacia el norte buscando que las piedras fueran más accesibles pero no halle ningún tramo que pudiera escalar. Volví sobre mis pasos hasta dar con el filósofo que contemplaba el alargamiento de su sombra y caminé hacia el sur buscando grietas por donde poder trepar. Entonces vi un hombre que torpemente subía una y otra vez por los mismos bloques y una otra vez caía en tierra. Me acerqué a él y vi que tenía muñones en las manos y en los pies donde tendría que haber dedos. Me contó que se le habían gastado los dedos intentando subir. Le pegunté que porqué no había cambiado de lugar y no lo había intentado en otro tramo. Me contestó que caerse es lo normal que lo importante es levantarse. Lo dejé subiendo de nuevo por los bloques y seguí caminado a lo largo de la frontera infinita.
Llegué junto a un promontorio de arena que adosado al muro me impedía el paso. Era una rampa y en ella estaban trabajando un grupo de hombre y mujeres. Supuse que querían construir una pendiente hasta la cumbre del muro para poder así franquearlo. Junto al promontorio, del lado que yo caminaba, había un hombre que vestía como los matemáticos. Le pregunté qué era aquello y me dijo lo que ya había presentido, que aquella construcción era para saltar el muro. Él estaba encargado de hallar la pendiente que formaba el plano inclinado. Todos menos él trabajaban con grandes palas a buen ritmo. Vi una mujer con una pala descoyuntada, a la que le faltaba todo el metal paleando sólo con el palo con el mismo ahínco que los demás. Quise incorporarme al grupo pero no había más palas y trabajé con las manos desnudas hasta el anochecer. El nuevo día trajo el viento acostumbrado y desbarató la rampa de arena. Vi al matemático calculando la hipotenusa y al grupo de hombres y mujeres ponerse de nuevo a la tarea. Continué mi camino.
Sin alejarme del muro caminando siempre en paralelo, llegué a tropezar con un pequeño montón de grandes piedras. A su lado yacía el cadáver de un hombre de largas barbas grises. Me acerqué curioso y vi que no estaba muerto. Aunque el aspecto era de gran debilidad tenía los ojos abiertos y en ellos se reflejaba el azul del cielo. Le pregunté qué hacía allí tumbado entre aquellas piedras. Me contestó que estaba esperando. Y me señaló las piedras. Me dijo que si lo deseaba podía quedarme allí con él. Pensé que esperaba pasar al Otro Lado cuando la muralla se desmoronase y le confesé que mi intención también era franquear el muro pero que sería mejor escalarlo. Me contestó que la paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia la debilidad del fuerte y volvió a ofrecerme esperar allí con él. Me senté a su lado y quedé reflexionando sobre sus palabras.
El sonido suspendió mis pensamientos y me puso en marcha. Al principio débil, conforme avanzaba se hacía más audible, monótono y a intervalos como el ulular del viento en un callejón estrecho. Vi de donde provenía. Siete sacerdotes alineados en paralelo a la muralla hacían sonar siete cuerno retorcidos. A tramos regulares paraban para tomar aire en sus pulmones y reanudaban los soplidos sincronizados. En una de las pausas les pregunté qué era lo que hacían pero no me respondieron porque eran sordos. Los dejé con su música y reparé en un hombre situado entre ellos y la pared. Era el que dirigía al grupo y le pregunté qué era aquello. Me respondió que había leído no se acordaba dónde que siete sacerdotes con su música habían derribado las murallas de una ciudad. Seguí caminando hasta que las descargas de aquellos cuernos me parecieron zumbidos de mosquito y finalmente desaparecieron.
Ya anochecía cuando llegué a un campamento con unas tiendas improvisadas y una fila de hombres esperando turno para entrar en ellas. Quise ver qué era aquello y me acerqué. Recorriendo las filas vi un viejo con el torso desnudo, sin carne, que gritaba: ¡Ayudadme!, ¡Ayudadme! ignorándole todos los hombres de las filas. Llevaba una pala en una mano y un pico en la otra. Me acerqué a él y supe que era ciego. Le pregunté qué necesitaba y qué era aquel campamento. De su descarnada boca salían las palabras a borbotes mientras gesticulaba con la pal y el pico. ¡Ayudadme!, ¡Ayudadme! Le toque un hombro y me miró con sus ojos sin luz. Me dijo que lo había hecho, que había construido un túnel en el muro que llevaba al Otro Lado. ¡Ayudadme!, ¡Ayudadme! a encontrarlo que no veo y lo he perdido. Viendo su locura en el rostro traté de calmarlo y que me dijera qué clase de campamento era aquel. ¡Desgraciados!, ¡son los desgraciados! que han olvidado a qué vinieron aquí. Son los fornicadores del la Gran Puta de Babilonia y sus pupilas, ¡desgraciados!, ¡desgraciados!. Vi a los hombres que salían de aquellas tiendas ponerse de nuevo en la fila y me alejé de aquel lugar insano oyendo los gritos del viejo !Aydudadme!, !Aydudadme!
Se desplomó la noche y caminé sonámbulo tentando el muro hasta que la brisa matutina me sacó del sopor. Caminé despejado hasta llegar a un gran agujero hecho en el suelo paralelo al muro. Me asomé a él pero no se veía el fondo. Tiré una piedra y agudicé el oído atento para calcular la profundidad. Me llegó muy débil una blasfemia en un idioma extranjero. Cuerpo a tierra con la cabeza abocada al abismo agudicé más el oído. Llegaron lejanísimos rumores de herramientas hiriendo la tierra. Hasta donde permitía la vista se veían los cimientos, una prolongación misma del muro apuntando al Averno. No encontré ninguna escalera ni polea ni artificio que me permitiera bajar y cuando el sol estaba en lo más alto y seguía sin verse el fondo proseguí mi camino.
El sol caía a plomo sobre la arena cuando encontré en mi camino a una madre y su hijo cosiendo unos trapos desgarrados. Les pregunté qué era lo que estaban fabricando. No entendían mi idioma y por señas entendí que estaban construyendo una vela. Les ayudé a coser los trapos y al caer la noche extendieron un gran trapo cuadrado que tenía al menos treinta zancadas por cada lado. Empezamos a plegarlo envueltos ya en las tinieblas de la noche. Al amanecer, con la primera brisa, por señas me pidieron que les ayudara. Se ataron las puntas de la vela a las muñecas y los tobillos y cogiendo el borde del lienzo por la mitad se lo até a los tobillos libres. Hicieron lo mismo con las manos que no estaban atadas y uniendo sus manos esperaron al viento de la mañana. No tardó en llegar la furia del aire y el vendaval hinchó la vela y la dividió en dos grandes semiesferas multicolores que arrastró en volandas hacia el muro. El impacto fue brutal. El viento los estrelló contra la pared y los dos cuerpos cayeron al suelo envueltos en un amasijo de trapos. Me acerqué al muro pero ya estaban desenmarañando de los trapos. Cuando me fui preparaban las agujas para comenzar la reparación de la vela.
Caminé un tiempo buscando alguna parte más agrietada del muro para poderlo escalar. Todavía no había cesado del todo el viento y a unos pasos delante de mí vi que hacía un pequeño remolino contra la pared. Llegué al lugar del remolino y vi que la arena tapaba un pequeño hueco entre las piedras del muro. Comencé a apartar la arena con las manos y el agujero se fue ensanchando y profundizando hasta convertirse en una galería estrecha. No sabría decir cuanto tiempo estuve recorriéndola y retirando arena. Finalmente noté que corría el aire por el túnel y con los últimos manotazos se desprendió toda la arena. Después de tanto tiempo a oscuras el sol me cegaba. Aún
encandilado pude ver ante mi una una llanura sin final y bultos de personas aquí y allá. Había encontrado el túnel del viejo ciego. Quise ir a buscarlo para darle la noticia y que me acompañara al Nuevo Mundo, era de justicia, pero fui cobarde y egoísta pensando que el túnel se podía cegar de nuevo con la arena y perderlo y sin remordimientos salí al Otro Lado.
Aunque el sol todavía no declinaba teñía todo de ámbar. Caminé hacia el norte. A lo lejos vi dos figuras humanas. Me acerqué y vi a una madre y su hijo plegando una gran tela multicolor. Me puse a correr a lo largo del muro hasta llegar a un gran agujero practicado en el suelo. Cayó la noche y seguí caminando. Al amanecer vi en un campamento improvisado una hilera de hombres y un viejo ciego con un pico en una mano y una pala en la otra que gritaba: ¡Ayudadme!, ¡Ayudadme! Miré a lo largo del muro y vi la gran serpiente ponerse en movimiento y sentí que no era la reverberación la que producía la fantasía de movimiento sino las lágrimas estancadas en mis ojos.
El Amanuense
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