La Galatea cierra
«La primera vez que tuve conocimiento de lo que es la bibliofilia fue gracias al cine. La película: El sueño eterno (The Big Sleep) de Howard Hawks (1946), una de esas noir con trama compleja, detective duro pero listo y mujeres despampanantes pero siempre metidas en apuros; o sea, nada más lejos de las librerías de viejo o la afición a los libros. El detective Philip Marlowe (interpretado por el inimitable Humphrey Bogart) entra en el establecimiento de Arthur Gwynn Geiger, librero que chantajea a la hija menor de su cliente. «Libros raros y ediciones de lujo (6311 North Sunset)», reza la tarjeta que sostiene en su mano Marlowe antes de abordar con prisas a la dependienta (Sonia Darrin), que apenas sabe qué contestar a ese extraño cliente con gafas os curas y el ala del sombrero levantada. «¿Tendría un Ben Hur de 1860, tercera edición, con una errata en la página 116? ¿O un Chevalier-Audubon de 1840?», dos preguntas lanzadas como dos torpedos en la línea de flotación de una moza que no se entera ni del NODO. Obviamente, la librería es una tapadera. Una curiosidad, ya que estamos: hasta hace unos años, en el 6311 North Sunset de Los Ángeles abría sus puertas una sucursal de la cadena de librerías Borders. Pero habíamos dejado a Marlowe/Bogart sacando sus conclusiones de la poca idea que la dependienta de Geiger tenía sobre ediciones raras y libros curiosos. A la salida de la librería-tapadera, y antes de que se ponga a diluviar, nuestro detective decide cruzar la calle y encaminar sus pasos a una librería de compra-venta de libros de singular nombre: «ACME Book Shop» (un guiño para todos los nostálgicos maduritos que de niños disfrutamos con el Coyote y el Correcaminos de los «Looney Tunes»). Al entrar en la otra librería (ésta no parece una tapadera), Marlowe recibe la grata sorpresa de encontrarse con una interlocutora muy despierta y rápida (Dorothy Malone): ante las preguntas del detective, la morena con gafas, horquilla recogiendo su melena y pinta de empollona responde sin dudar mucho que ambas curiosidades bibliográficas «no existen». Para lectores impacientes aclaro que la primera edición de Ben Hur no apareció hasta 1880, y la edición del libro del pintor, naturalista y ornitólogo francés nacionalizado estadounidense John James Audubon (1785-1851), titulado Los pájaros de América (The Birds of America), en 4 volúmenes, data de 1827-1838 –la edición de Chevalier (1840-1844) no incluye las ilustraciones originales–. Una excusa estupenda, la de Marlowe, para averiguar más cosas sobre el tal Geiger (falso librero, que aparecerá muerto más tarde), e intimar más con la morena que, al quitarse las gafas, atusarse la melena y con un vaso de whisky en la mano, parece una compañía irresistible mientras espera a que deje de llover. De estas dos escenas aprendí en su momento dos cosas: primero, que la bibliofilia es una ciencia para iniciados; segundo, que el mundo del libro puede levantar pasiones.»
Recupero aquí estas líneas del capítulo que en mi libro Desvío a Trieste dedico a las librerías de viejo, y que me sirven para rendir un especial homenaje a una de ellas, que me es más cercana en los últimos años. Se trata de La Galatea, ubicada en la calle Libreros de Salamanca, a dos pasos de la Universidad, en una de cuyas aulas Fray Luis de León pronunció aquellas famosas palabras –«Dicebamus hesterna die», «decíamos ayer»– al retomar sus clases tras sus años de encarcelamiento.
La Galatea la regenta mi querida Begoña Ripoll, librera singular, que transmite a quien conversa con ella la sabiduría del oficio –para el que no todo el mundo está preparado– y la vocación libresca –que tiene que ver más con un modo de estar en el mundo que con postureos cursis al que nos tienen algunos acostumbrados–.
La Galatea es una prolongación de la personalidad de su librera, y Begoña, que durante todos estos años, más de quince, se ha convertido en factótum de la ciudad, en una verdadera agitadora cultural, no sólo ha vendido cientos de miles de libros –a todo ese verdadero río humano que transita diariamente por aquella calle y no deja pasar la oportunidad de entrar en aquella librería tan singular–, sino que ha entregado literalmente su vida al fomento de la lectura, posiblemente una de las tareas u oficios más nobles que ha inventado el ser humano.
Porque Begoña no sólo es una vendedora de libros, porque La Galatea no es solamente una librería de viejo. Es más: es un mundo, el que conforman toda la comunidad de lectores que alguna vez hemos pasado un rato consultando sus estanterías, pasando la mirada curiosa por el lomo de aquellos preciosos libros, algunos de los cuales están ahora en un lugar especial de nuestras propias bibliotecas. En mi caso, uno muy especial: Las Poesías completas de Antonio Machado, que en 1917 publicó la Residencia de Estudiantes de Madrid.
La Galatea, nos ha informado hoy en redes la propia Begoña, cierra. Más bien, la cierran. Los propietarios del edificio lo han vendido, y la librera ha de vaciar el local en apenas un mes. La gente buena no sale en las noticias, ni falta que hace, porque todo lo que sale en la caja tonta, más tarde o más temprano, se prostituye, se pudre, entre el titular y la demagogia imperante. Si hubiese un buen periodismo cultural en este país, habría que dedicarle un tiempo a La Galatea. Un tiempo de silencio, el mismo que dedicamos a la lectura atenta de un buen libro, el mismo en el que algunos nos recogemos cuando visitamos estos espacios de luz interior.
La tienda cierra, pero el alma de la librería sobrevivirá. La Galatea sobrevivirá porque su presencia libresca es más fuerte que la ausencia de sus paredes. Mi deseo es que dentro de unos meses, cuando Begoña abra la Nueva Galatea, en otra calle de Salamanca, nos pueda decir aquello de Fray Luis de León: «decíamos ayer».
Larga vida a La Galatea. Y un abrazo enorme a Bego Ripoll
>Javier Forcola
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