30 de noviembre de 2014
29 de noviembre de 2014
28 de noviembre de 2014
Las malas compañías
El Rastro, otoño de 2014 |
“Tengo una nave donde guardo todos los cachivaches que compro en el Rastro. Mira estos dos libros, un euro por los dos. La mayoría de los libros salen para Canada por Internet.
Yo soy de Villamodrín de Rueda, uno de los 38 pueblos que dominaba el Almirante Rueda, hasta que nos hartó y no volvió a cobrar ningún impuesto más. Te hablo de hace cuatrocientos años, cuando salieron con los palos los de mi pueblo y lo echaron de allí.
Por cierto, ¿tú no serás de los de la coleta? Porque yo soy de la falange de toda la vida.
El primer tractor amarillo que hubo en mi pueblo fue el mío; con él iba a todas las fiestas de la comarca. Después cuando me fui, mi padre entrenó a mi hermana en el manejo de la máquina para que siguiese trabajando las tierras.
Hice la mili en África y a la vuelta conocí a una monja enfermera que me colocó de celador en san Juan de Dios. Acabé casándome con ella, pero no te rías, ya se había salido del convento. Tiene morbo la historia.
En el hospital conocí lo duro que es la vida. Señores que estaban a punto de morir y nadie se hacía cargo de ellos; una vez muerto venían los familiares a por los enseres que guardábamos en una bolsa de basura en el cuarto oscuro. No os imagináis la de cosas que había allí porque nadie venía a recogerlas. Así hice mi colección de cachavas que tengo en el pueblo y que he ido regalando a los vecinos. Sólo me he quedado con una que perteneció al obispo de Astorga.
Hice mucho dinero con los chopos; ¿a que no sabéis cuánto tiempo tarda en crecer uno de esos árboles, vosotros que sois estudiados? Entre doce y quince años. No tenía prisa, ponía el mono azul que compré en Cadórniga, tiraba el móvil, el reloj y me iba al reguerón. Cuando me entraba el hambre volvía para casa. No como en el Hospital que me tenían controlado por un busca como si fuera un perdido.
Ahora mi mujer está a punto de jubilarse después de haber trabajado muy duro durante estos años. Primero estuvo en el psiquiátrico de Palencia y después en el de Mondragón donde atendió al poeta que acaba de morir hace poco y que era hijo de Panero, el gran poeta del Régimen. Vosotros que le dais a los libros y sois tan cultos, ¿sabéis de quién os hablo?
En mi familia tengo algún escritor, ¿conoceís a Leónides Fresno? Después de colgar los hábitos de agustino regresó al pueblo y empezó a escribir sin parar. De vez en cuando se le veía con un sobrino retocando el tendejón. Fue de los pocos que estudió de la familia porque se fue a a los frailes; mi padre me sacó de la escuela a los nueve años para ir con el ganado, por la noche me llevaba a casa del maestro que daba la coincidencia que era mi abuelo, para que me enseñase las cuentas.
No creas que soy cristiano viejo, soy descendiente de judíos y tengo un olfato genético para el regateo en el mercado.
Fui el último que se casó en el monasterio de San Miguel de Escalada y el primero que entró en la biblioteca del carnicero bibliófilo de Mansilla de las Mulas. Contaba mi padre que el padre del carnicero hizo su fortuna de pergaminos y monedas cambiándolas por chorizos en los pueblos de la zona. ¡Cuánta hambre e ignorancia¡ El carnicero siempre compraba tres ejemplares de cada libro. Uno para cada hijo. Por tanto ahora hay tres bibliotecas y ninguna la tienen los hijos. Me parece, por lo que me dijo la viuda, que todo lo han donado al Instituto de Cultura. De vez en cuando voy por Mansilla, no por ver los libros que no quedan sino por ver el molino y los aperos que tiene en el corral. ¿Por qué no los darán al museo?
Estamos preparando en el pueblo una calle a José Luis Puerto por todo el trabajo de investigación que ha hecho por la zona. ¿A qué no sabéis quién le cuenta todas esas cosa que escribe en los libros? Os dejo antes de que llueva más, he traído un saco de nueces para un cliente. Cuando quieras saber algo más, me llamas. Mi vida es una novela y todavía no te he contado casi nada.”
Hasta luego, Macario.
27 de noviembre de 2014
Cuatrodedos
Cuatrodedos
Hacía calor para la época del año en la que estábamos. Cualquiera diría que era una noche de primavera, pero no, era el 31 de Octubre pasado. Como casi todos los años, acudí a la cita familiar de Todos los Santos. Nos reuníamos en el pueblo unos cuantos primos con sus respectivas familias y nunca faltaba algún que otro vecino que se sumaba en cuanto le llegaba el olor de las castañas asadas. Este año estrenábamos tambor para asarlas, ya que al anterior, después de lustros de trabajo, no le cabía un remache más. Se había ganado con creces un lugar de reposo en el antiguo pajar familiar.
La algarabía inicial alrededor del fuego fue cesando según iba desapareciendo la menudencia. Después se fueron las mujeres y finalmente los vecinos, menos Arcadio, que fiel a la costumbre, cuando nos quedamos solos, sacó su botellín de orujo de manufactura propia. Allí nos quedamos los cuatro primos más Arcadio, que tenazmente nos animaba a paladear su espirituoso. Languidecía la hoguera, aunque de vez en cuando un chisporroteo enviaba a sus emisarios, las pavesas, animándonos a seguir alimentándola.
Las conversaciones saltaban caprichosamente de un tema a otro anudándose entre sí, hasta llegar a la cuestión de las bajas, que tácitamente se dejaban siempre para el final. Así supimos, por boca de Arcadio, del fallecimiento de Eugenio el Cuatrodedos. Quedamos sorprendidos porque no era muy mayor, unos 70 y pocos años, pero aparentaba alguno menos. Fue de repente, lo encontramos muerto sobre el tractor, hace apenas un par de meses, nos dijo Arcadio, mientras amenazaba con ir a rellenar su botellín. No sirvió de nada decirle que ya era tarde, que ya habíamos bebido suficiente y demás justificaciones. Echó unos troncos al fuego y se fue con la promesa de nuestra parte de que no nos iríamos como hicimos el año pasado.
Nos quedamos los cuatro hablando de Eugenio. Era un personaje. Menudo, correoso, de piel aceitunada y pelo muy negro, a pesar de su edad, y con amplias entradas. Ojos almendrados y muy vivos. Nervioso, con la inteligencia natural que no ocupan las letras. Le faltaban la mitad del dedo índice de la mano derecha y la mitad superior de la oreja del mismo lado. Si llevara una pata de palo perfectamente podría haber salido de una novela de Salgari. Era curioso que mis primos y yo lo recordáramos toda la vida así, como lo describo, desde que éramos niños hasta la última vez que lo vimos. Parecía que por él no pasara el tiempo. Había dejado el pueblo, como tantos otros, allá por los años 60. Según él mismo decía había ido a la capital a buscar trabajo recomendado por don Rafael, el párroco. En su primer trabajo fuera del campo berciano se quedó para siempre. Celador en un hospital dirigido por religiosos.
Mi primo Miguel, el mayor de todos, nos recordó cómo Eugenio se había quedado sin medio dedo. Eran varias las versiones que el mismo Cuatrodedos daba sobre la pérdida del su índice y de la media oreja. Entre risas nos dio tempo a repasar tres o cuatro aventuras que de niños le habíamos escuchado con la boca abierta. Así repasamos cuando ¡ en la guerra de África ! estaba cuadrado ante su sargento y saludándolo marcialmente al tiempo que una bala mora le voló la cabeza a éste. Eugenio, con reflejos de un tigre, justo a tiempo pudo inclinar la cabeza para que la bala sólo se llevase medio dedo, media oreja y un mechón de pelo. O aquella vez que, cortándose las uñas, se hizo un rasguño sin importancia en el dedo, pero que se le infectó y después se le gangrenó y se lo tuvieron que amputar. Ante la objeción de que eso explicaba su apodo, pero no lo de la oreja, siempre contestaba lo mismo, que la oreja también se le gangrenó porque cuando le picaba, justo se rascaba con el dedo malo y eso hizo que también se contagiase por lo que no quedó más remedio que amputar. También repasamos cuando su padrino le cortó con un machete el dedo para que no se sacara los mocos y pocos días después su madrina le cortó la oreja porque estaba harta de decirle que se las lavara y nunca le hacía caso. Estas y otras tantas aventuras podíamos repasar hasta que me decidí a contar un secreto que me tiraba de la lengua tanto como el orujo que había ingerido. Ya que Eugenio había muerto y me encontraba en familia, resolví que a nadie podía lastimar por contar la verdadera causa de las amputaciones de Cuatrodedos. Arrimándome a la hoguera les conté a mis primos lo que a su vez me había relatado aquel día, ya lejano, Eugenio.
Fue uno de mis primeros clientes. Recién acabada la carrera vino a mi despacho Cuatrodedos. Quería consultar si podía conseguir una minusvalía por lo del dedo. Le dije que era difícil conseguirlo porque esa era una lesión antigua y que no había tenido lugar en el trabajo. Me respondió con una sonrisa que, según cómo se mirase el caso, sí que el accidente había ocurrido en su puesto de trabajo. Entonces me explicó cómo se quedó con medio dedo, pero antes ambientó el relato. Eran tiempos difíciles, me dijo. Lo que ganaba como celador, que no era mucho, tenía que compartirlo en casa con sus hermanos menores, que como huérfanos, tenía a su cargo. En aquel hospital y en aquellos tiempos él era el único celador que había y se reventaba a trabajar, y como trabajaba más de diez horas diarias, no le quedaba tiempo para hacer otro trabajo fuera de allí. El hospital estaba especializado en ancianos. Entraban unos cuantos a la semana, y muchos desde allí ya despegaban. Cuando esto sucedía los familiares recogían las pertenencias del finado. El reloj, cadenas, crucifijos, la cartera… pero casi siempre se dejaban los bastones y las boinas o sombreros. Esto era un misterio para Eugenio, pero me aseguró que era cierto, casi sin excepción se dejaban estas prendas que pasaban una cuarentena en un pequeño cuarto gobernado por él. Al cabo de la cuarentena se los llevaba a casa donde los iba almacenando semana a semana. Dos o tres veces al año, en fechas señaladas, iba a la feria de Mansilla de las Mulas y vendía a los parroquianos aquellos enseres que cobraban nueva vida en manos y testas de clientes agradecidos por el bajo precio. El caso es que con las boinas y los bastones iba sacando dinerillo extra pa ir tirando.
Una Semana Santa se puso enfermo el encargado de la morgue y tuvo que cargar él con el trabajo. Yo siempre he sido pobre pero más o menos honrado, me decía, y nunca he robado a nadie, al menos a nadie que lo necesitara. Pero el diablo, que todo lo enreda, me tentó, me dijo Cuatrodedos. En la morgue vio oportunidad de ampliar el negocio y se le ocurrió explorar las dentaduras de sus moradores. Algunos tenían piezas de oro que ya no necesitarían allí donde fuesen. Se convirtió en un experto en abrir mandíbulas, incluso ya avanzado el rígor mortis. Por cada pieza de oro sacaba más que por una docena de bastones y boinas. Todo iba a pedir de boca, nunca mejor dicho, hasta aquel fatídico 24 de Junio. En la morgue tenía dos pacientes. Enseguida desechó uno, pues con la práctica que había adquirido, de un solo vistazo sabía que aquel no tenía un solo diente, ni natural ni manufacturado. Con la viejina que tenía al lado era otra cosa. Aquella prometía. Sin embargo, a pesar de la maestría adquirida, aquellas mandíbulas se le resistían, no había forma de abrirlas. Se lo tomó como una cuestión de amor propio y por nada dejaría de abrir aquella boca. Por fin, con gran esfuerzo, que escenificaba mientras me lo contaba, pudo vencer la resistencia y aquella boca se abrió de par en par dejando al descubierto un puente con dos piezas doradas magníficas. Sacó con destreza el puente, pero surgió un problema. Después de la operación intentó cerrar aquella boca, pero la misma resistencia que encontró para abrirla, se la encontró para cerrarla. Por más que lo intentaba no había manera. Allí estaba la pobre vieja, con la boca abierta de par en par, con un gran hueco donde antes estaban aquellas dos piezas de oro. Se dio por vencido, pero como no podía dejar aquel vacío delator quiso reponer el puente. Lo depositó en su lugar, y justo cuando estaba retirando la mano, ¡zas!, aquella boca se cerró con tanta fuerza que por eso me estaba consultando lo de la minusvalía. Dejó para siempre lo del oro pero siguió con los bastones y las boinas.
Mis primos sonreían y me miraban con incredulidad. Entre risas ya estaban comentando la historia que acababa de contarles cuando con un gesto de la mano los detuve. La historia todavía no había terminado, faltaba lo de la oreja. Justo cuando iba a contarlo apareció Arcadio, atravesando la neblina que ya se estaba formando a aquellas horas, con el repuesto botellín en la mano y bajo el brazo, envuelto en papel de estraza, un paquete alargado. Me pasó el botellín y mientras abría el atadillo dijo que nos traía un regalo, y allí al pie de la hoguera desparramó el contenido del paquete: cinco bastones, todos distintos entre sí. Coged cada uno el que queráis, todavía tengo otros tantos nos dijo. Hizo una pausa para pedirme el botellín y siguió hablando. Cuando murió Eugenio ayudé a los de Reto de Ponferrada a vaciar su casa. Nunca imaginé que Cuatrodedos fuera coleccionista, tenía no menos de doscientos bastones y otras tantas boinas, viseras y sombreros. Los de Reto me dieron...
Mis primos no le dejaron terminar. Arcadio se quedó sorprendido al ver a los cuatro, a coro, pedirle ansiosamente el botellín.
[El Amanuense]
26 de noviembre de 2014
Faulkneriana (La Dolce Vita)
Almacén de San Antonio |
"Yo sólo me acuesto con lectores de Faulkner".
Oído y visto en el barrio Ejido.
¡Ay, esos vinilos antiguos!
El Rastro, otoño de 2014 |
Texto de F. Iwasaki, Somos libros. |
Para Vitrubio Vinilo, el rey del Long Play
[el trapero]
Donkey style
Ilustración de Manara para El Asno de Oro |
El autor cuyo nombre es inseparable de la evocación del bestialismo es el romano, nacido en África, Apuleyo (125-180), cuya novela Metamorfosis es más conocida por el título de El Asno de Oro. En ella narra la historia de Lucio, transmutado en burro por arte de magia, sus aventuras y su posterior retorno a la forma humana. La aventura que causó más impacto fue la que tuvo por protagonista a una dama de Corinto que se hizo poseer por el asno.
Una temporada en el infierno
by
Charlus, Jupien & Gromov
Hipocampo trae cola
Detalle de cubierta |
Guarda |
Portada con logo editorial |
Para los griegos antiguos, el hipocampo, mitad caballo y mitad animal marino, era considerado símbolo de la fidelidad y la lealtad y por eso se le asignaba la función de tirar del carro de Poseidón. Un mito que hoy ha encontrado fundamento científico, ya que parece que, junto a los delfines, las orcas, las grullas japonesas, las termitas y los cisnes, los caballitos de mar son los animales más fieles del mundo. Con una vida de uno a cuatro años, forman una sola pareja con la que, todas las mañanas, al despertarse, realizan una danza de diez minutos de duración. Al morir uno de ellos, el otro suele fallecer al poco tiempo y es muy raro que suela volver a formar una nueva pareja.
[Gromov, de Libros&Libros, en préstamo]
25 de noviembre de 2014
Fielato
Antigua torre de fielato por Fredesvinto J. Ortiz |
Los ultramarinos peroran de lo que no conocieron.
******************
Larsen: Ya tardabas en volver, Gromov; y
ahora que estás aquí, ya te estamos echando de más.
Gromov: ¡Cómo me joden los que
expiden cédulas de tránsito y cartillas de racionamiento a su albedrío! Y eso eres tú (o lo que te arrogas): el que decide el derecho de admisión y de adquisición en el Rastro.
Tinofc: Falso. El Rastro es y siempre ha sido
tierra franca.
Gromov: Debería. Pero lo que el comisario Larsen querría es ponerlo bajo fielato, y que todo quisque pasara por
él.
Amanuense: Hacía mucho que no oía esa palabra,
fielato…
Larsen: ¿Y qué es eso de pasar por fielato?
Bombita: Es como pagar aduana; bueno, antes, en
los controles de los mercados a las puertas de los pueblos y ciudades. Hay una
canción en el Bierzo que dice:
Por no manchar los zapatos,
las mocitas de Molina
calzan las alpargatas
cuando se van a la Villa;
pero al llegar al fielato
calzan las alpargatas
cuando se van a la Villa;
pero al llegar al fielato
y ponerse de rodillas
para calzar los zapatos
para calzar los zapatos
enseñan la pantorrilla
Larsen: Mira, Gromov, zanjemos la cuestión y
tengamos la fiesta en paz: todo eso del comisariado, de la cartilla de racionamiento y de los permisos de paso
está muy lejos de mi modo de ser y pensar. ¡Pero si parece lenguaje de la
Guerra Civil!
Gromov: Pues dice tu querido Trapiello en su
novela sobre la contienda (y no me refiero a Las Armas y las Letras, sino a la otra) que una buena forma de
enjuiciar a las personas es por cómo habrían actuado entonces. Y tú hubieras
sido un comisario político o intelectual, tanto me da.
Amanuense: ¿Y yo?
Gromov: ¿Hace falta decirlo? Estraperlista.
Tinofc: No me atrevo ni a preguntar.
Gromov: Tú, chekista.
Larsen: Y tú, juez sumarísimo de paseíllos a
pie de pelotón de fusilamiento, a lo que se ve…
Bombita: Todo esto va de broma, ¿no?
Amanuense: Bombita, en su ingenuidad, hubiera
sido el niño de La Lengua de las
Mariposas.
Larsen: Hablando de niños, el de la portada
de Trapiello es él mismo, o eso he leído…
Gromov: ¡Bah! Eso es una especie que ha corrido él: falsa, como demuestra el
copyright de la foto. Hay que leerse los créditos.
Tinofc: Me da igual, es una buena foto y ahí,
justo, la novela empieza: en la propia cubierta, y no en la primera página.
Gromov: Sí, eso mismo se lo he leído al autor
en alguna entrevista. Y hay que reconocerle ecuanimidad al afirmar que no ha
escrito el Guerra y Paz de la Guerra
Civil.
[Spasavic]
Las malas lenguas
El Rastro, otoño de 2014
"Vino Rioja del Bierzo a 16 eiros la botella".
Oído y visto en el Rastro. Da fe el bodeguero Malauva
|
El poeta de los huesos
Libros&Libros
Nómina de huesos
Todos mis huesos son ajenos / yo tal vez los robé.
...son testigos / los días jueves y los huesos húmeros
...arando con tu hueso en nuestros pechos...
...vigilantes huesos y hombro eterno...
...cabe los albañales segar sus trece huesos...
...tus puros huesos estarán en harina / que no habrá en qué amasar...
****************
[El penúltimo novísimo, con sugerencia a Gromov de que lo lea, para no confundir a Vallejo a secas con Vallejo-Nágera]