8 de febrero de 2015

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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CONVERSACIONES (V)

JUVENTINO
Nadie reparaba en Juventino Pedrosa cuando la luz de los amaneceres envolvía su melancólica figura, ni siquiera la misma luz, reacia a su existencia minúscula, molesta incluso por haberse interpuesto en su camino, aun si disuelto en la insignificancia de una mota de polvo. Ni cuando se iba quedando sin sombra con el sol tras los edificios más altos de la ciudad. Ni cuando la iluminación anaranjada de las farolas nocturnas lo bañaban con una acidez fantasmal. Se ponía uno de los pantalones beis de tergal, sacado del baúl de un padre muerto en plena juventud, con la raya en medio recién planchada, durante el otoño se cubría con una gabardina cruzada de los años cincuenta del siglo pasado, tomaba su bastón inglés de bambú, cuya empuñadura de bronce era la cabeza de un galgo, y antes de salir a la calle, ya dispuesto, esperaba unos segundos hasta que su mirada se coagulaba formando un caparazón, ante el cual todas las heridas del exterior se estrellarían sin afligirlo. Silencioso, discreto, solía caminar con celeridad, lanzando ágilmente el bastón hacia delante; sus facciones hieráticas, soñolientas, ausentes, no traslucían la continua sorpresa que le producía deambular de un lado a otro, con la amarga libertad del transeúnte de quien nadie espera su regreso. Se le podía ver a cualquier hora en cualquier lugar, siempre a distancia de todo lo que sucediera en una plaza, una avenida o cualquier calle de cualquier barrio de la ciudad, como si fuera una de esas estatuas que nadie sabe por qué ni los bárbaros han pintarrajeado con spray ni cercenado, a pesar de su absoluta soledad sin amparo. Si se cruzaba con la sombra de un árbol, se confundía con ella, metamorfoseado en verde y secreta oscuridad, tal era su delgadez, y cuando asomaba tras el tronco derramado, seguía oculto para los viandantes. Y no es que pretendiera emular a los camaleones urbanos. El abandono de la vida social al que había llegado, lo había convertido en un ser de viento y transparencias, salvo cuando una vez por semana acudía al café de la Plaza del Grano al atardecer, donde se sentaba en un taburete del mostrador, junto al casillero de la prensa y las revistas, y se formaba una burbuja a media luz por falta de iluminación, debido a que era un espacio de tránsito. Pedía un café con leche e innumerables chupitos de orujo, hasta que la botella estuviera vacía, momento en el que algunas veces solía participar en una tertulia que tenía lugar a esas horas, entonces los miles de libros leídos y su personalidad soñada se concentraban en su lengua. Intervenía con el atropello de quien lleva esperando la resurrección una eternidad, y la pasión de sus palabras encendía sus ojos y los de sus oyentes, y poco a poco todo el café se iba paralizando. Al tiempo que su dicción se alejaba del incipiente gangoseo que la afeaba, se tornaba más clara, más pausada, borrando el recuerdo amorfo de su aspecto anodino, transfigurándose en llama bíblica, puro ardor de donde salían igualmente citas de afamados narradores, versos de poetas malditos y desconocidos o filósofos de la catástrofe, como trozos de capítulos de manuales clásicos de cualquier materia, o detalles costumbristas de algún periodista local de barba y boina castiza. Era tan intenso y fulgurante su vuelo verbal, que la mediocridad reinante terminaba por perder la estela de su rastro, y los contertulios pronto pasaban del asombro a la indiferencia, después de que sus ojos vidriosos se posaran por última vez en el vaso vacío de orujo y perdieran la lucidez, y su boca enmudeciera. Y sus ojos recuperaban su caparazón protector. Pero la fragilidad de su cuerpo y su aparente falta de ambición no lo hacían siquiera blanco de venenosos comentarios cuando salía del café, sólo dejaba tras de sí incomprensión y gestos deslucidos, muecas garabateadas de fantoches rancios, ni siquiera un rictus de envidia le dedicaban, aunque sólo hubiera sido por mantenerlo entre los vivos, aun muertos. Esas noches de debilidad le producían un dolor triste, que calmaba con la lectura de colecciones de poemas inéditos de poetas ocultos y malditos, que había ido localizando a lo largo de su vida, donde según él se encontraba la esencia de la poesía, en esos textos esquivos que habían logrado sortear obras completas, antologías y recopilaciones de estudiosos ávidos de perpetuarse con el trabajo ajeno. En una ocasión recitó en Laminium algunos versos de una tal Leila Petrus, tras cuyo nombre se escondían sus propias frustraciones, los inconfesables e insatisfechos deseos de una juventud lejana, o la inmersión en la lengua de los mares durante su estancia en la isla de Formentera como profesor de instituto. Les aseguraba que esas palabras las había encontrado en hojas sueltas manuscritas, entre las páginas de un tratado de derecho canónico que hojeó en la furgoneta de un vendedor del rastro. No tuvo valor para confesar que pertenecían a dos de sus poemarios más dolientes (Cipreses en la herida y Carne fingida), encuadernados en canutillo con cubierta de plástico transparente y guardados a la espera incierta de que a su muerte algún ropavejero los rescatara, para vendérselos por una insignificancia a algún sabueso de rarezas, que quién sabe si los transcribiría en un blog literario o de variedades estrambóticas. O se apropiaría de ellos, y arrojaría su nombre al Tártaro centrípeto del olvido, de la nada. No los importunó nunca más con la obra de Leila Petrus, porque en Laminium no tenían cabida los poetas menores, ni tal vez siquiera la poesía, como no estuviera escrita en prosa.

José Miguel López-Astilleros

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