Todo comenzó un domingo de enero, sobre
las nueve de la mañana, en el Rastro de León. Bajo los rigores invernales, los
curiosos transitaban encogidos mientras los vendedores aporreaban el suelo con
los pies para espantar el frío y de paso quitase de encima la escarcha helada.
Como casi todos los domingos, J., catedrático de Historia, se dirigía al Casino
a su cita con el tenis, y como siempre,
tuvo que sortear, con visible desagrado, varios puestos de venta de los que se
sitúan justo a la entrada del recinto. Todas las gentes del rastro eran
transparentes, invisibles para él, excepto aquellos mercachifles que se
empeñaban en ponerse a las mismas puertas del Casino pregonando sus
despreciables mercancías.
Pero lo de aquel domingo ya era
demasiado. Tubo que pasar sobre una bicicleta sin ruedas, y al sortear una
descascarillada taza de váter casi perdió el equilibrio y fue a tropezar contra
una pila de libros que quedaron desparramados por el suelo helado. Esto sacó de
la hibernación a la mujeruca que estaba al frente del paupérrimo negocio, quien
con desparpajo le pidió a J. que al menos le comprara un libro para compensar
el descalabro que había producido. Sin disimular su enojo se disponía J. a
replicar cuando se fijó en el libro que tenía aquella mujeruca en la mano. Se
trataba de El entierro de Genarín. Desde que había llegado a León
procedente de un instituto de Huelva, hacía varios años de esto, todas las
Semanas Santas había oído hablar del pellejero Genarín y su liturgia apócrifa. Algo
sabía sobre aquel pillo, amante en extremo de las libaciones de orujo. El
empedernido borrachín, murió atropellado por el primer camión de la basura del
Ayuntamiento de León, al parecer mientras aliviaba las tripas, la madrugada de
un Viernes Santo de poco antes de la República. Para recordar aquel hecho los amigos
y demás cofrades tabernarios se reunían y en grotesca procesión recorrían,
bebiendo orujo de lo lindo, las callejuelas por donde habitualmente transitaba
el pellejero hasta llegar al punto exacto de la calle de los Cubos donde
falleciera. Allí se le tributaba sentido homenaje, dejándole una botella de
buen orujo, una naranja y un trozo de queso. Esa procesión paralela ha llegado hasta nuestros días con algún que otro período
de prohibición.
Inesperadamente, allí se le presentaba
la oportunidad de saber algo más acerca del príncipe de los heterodoxos
cazurros. La mujeruca, maestra de la venta callejera, leyó al momento el
interés en la cara de J., y haciéndole notar que para ella era un gran
sacrificio, le ofreció el libro por cinco euros para ver si le podía sacar
tres. El catedrático viendo que el libro estaba impecable, con desapego, le ofreció uno. La vendedora, haciéndose la
ofendida y nombrando a toda la prole que tenía que alimentar se lo rebajó a
tres, pero J., inmutable, sacó una moneda y poniéndosela delante le espetó que
un euro o nada. La mujer no daba el brazo a torcer cuando otro miembro de
aquella subespecie de gentes del rastro surgió de la nada comiendo un trozo de
lo que parecía bacalao seco con pan de hogaza. De edad indeterminada, pequeñajo
y enjuto, malencarado y con una colilla amarillenta pegada a los labios que parecía
una prolongación de su ser, vestía pantalón y chaleco que en su día serían de
pana, un abrigo de pieles de origen indescifrable, calaba boina capada y raída.
Supersticioso, con voz cazallosa
dijo a la mujer que no se podía rechazar la primera oferta del día, que
eso traía mala suerte para el negocio, así que le dio a J. el libro a cambio de
la moneda. Mordido por el frío, enfiló J. hacia la puerta del Casino oyendo
mascullar entre dientes a la mujeruca algo sobre su tacañería. Él no se lo dijo
pero pensó para sus adentros que bien pagado estaba el libro con el euro que le
había soltado más la parte de sus impuestos que daban para mantener a aquellos
desarrapados.
El partido de tenis lo dejó seco. Para
entonarse un poco J. tomó dos vermús, en el bar, los de siempre, pero
curiosamente sintió lo mismo que si bebiera dos vasos de agua, es decir, nada.
Salió del Casino pensando en poner una queja en dirección. Con tanto recorte
habían metido mano también en la bebida. ¡Vaya porquería de vermú! Al salir a
la calle se topó con aquellos dos desastrados que le habían vendido el libro.
El hombre le despidió con una turbia sonrisa perruna.
Después del almuerzo, apoltronado en su
rincón de lectura y acompañado de una generosa copa de ron caribeño, como era
costumbre para sus lecturas ligeras, cogió El entierro de Genarín, y
comenzó a leerlo. Mediado el segundo capítulo, la copa estaba vacía. J. cayó en
la cuenta que se había tomado tres buenos lingotazos, pero el puntín ese
que da el ron no había aparecido, era como si no hubiera tomado nada. Lo
atribuyó a la copiosa comida que se había embuchado poco antes. Al momento
sintió sed. Se levantó de la poltrona, se dirigió a la cocina y cogió agua del
grifo. Al contacto del agua con los labios sintió tales arcadas que a punto
estuvieron de vaciarle las tripas. Extrañado por la reacción volvió a intentar
tomar agua, pero esta vez las náuseas provocaron la salida incontrolada de toda
la comilona que quedó desparramada por la cocina. Perplejo, J. hizo un rápido
reconocimiento mental sobre su cuerpo buscando la causa de aquel insólito
suceso. Se palpó la frente buscando
síntomas de fiebre, pero no la encontró más caliente de lo habitual, y al no
sentir ni dolores ni mareos pensó que algo habría comido en mal estado.
Curiosamente, y contra lo que él preveía, el estómago se le asentó en el
momento y no volvió a darle problemas. Sólo cuando pensaba en el agua se le
revolvían las tripas, y aunque seguía teniendo sed prefirió no beber nada para
no provocar los vómitos. Volvió a retomar la lectura del libro pero la sed
aumentaba a medida que pasaba las páginas, e inevitablemente asociada a la sed
se encontraba el agua, lo que le provocaba tal repugnancia que de tener algo en
el buche al punto lo hubiera arrojado. Turbado, decidió salir a dar un paseo
esperando así entonar el cuerpo.
Sin embargo la sed no le daba cuartel.
Sentía los labios ajados y la boca pastosa, pero imaginar agua o cualquier otro
refresco le torturaba las vísceras. Aún así entró en un bar y algo le
reconfortó ver la hilera de botellas de licor detrás del mostrador. Ansioso
pidió una copa de whisky (sin hielo por
favor) que desapareció en dos tragos. Para la segundo copa sólo necesitó un
trago. J. se extrañó de que el alcohol engullido no le produjera más efecto que
calmarle la sed, que no era poco. Recordando que ni los vermús matinales ni el
ron en su casa le habían producido el mínimo efecto se fue a su casa un tanto atribulado.
Llegó a su casa rumiando las posibles
causas de los síntomas tan extraordinarios que padecía, pero no encontraba
ninguna explicación convincente. No cenó. Se acostó temprano pensando en el
extraño día que había tenido y al poco se durmió con la esperanza de levantarse totalmente
restablecido. Pero la jornada no había acabado todavía para J. Fue como si todo
el alcohol que había ingerido, sin efecto alguno aquel día, se estuviera
destilando en su cabeza mientras dormía. Espantosas pesadillas se adueñaron del
sueño, tan espesas y viscosas que le impedían despertarse. A la mañana
siguiente despertó para comprobar que tenía una terrible sed y aún más, si
cabe, aversión al agua. Tal que ni se pudo duchar. Calmó la sed a base de ron,
y durante todo el día, sin probar bocado, se tragó dos botellas enteras sin
producirle más efecto que calmarle momentáneamente la sed. Pero al llegar la
noche, durante el sueño volvieron las espeluznantes pesadillas de las que vagamente
recordaba algo al despertar.
Y así fue transcurriendo la semana, sin
probar bocado y sin tomar una sola gota de agua, calmando la sed con cada día
más cantidad de alcohol. Mayor angustia que la sed, que era mucha, le producían
las febriles, pegajosas pesadillas, mil veces peor que el insomnio, de las que
al despertar solo recordaba turbiamente un rostro que le miraba. Durante el día
ese rostro le martilleaba la cabeza, pero cada mañana las telarañas que velaban
aquella cara se iban haciendo más tenues hasta que llegó la madrugada del
domingo, en la que al despertar J. reconoció claramente aquellas facciones:
¡eran las del canijo gañán que le vendió
el libro El entierro de Genarín!
Algo en su interior le arrastraba hacia
aquel quincallero. Tenía que verlo. Se malvistió y cogiendo la última botella
de ron que le quedaba se dirigió como un poseso hacia el Rastro. Allí se lo
encontró, a las puertas del Casino, tal como lo había dejado el domingo
anterior. Con la misma indumentaria, con la misma cara, comiendo lo mismo. Si
J. no estuviera tan ansioso hubiera pensado que no parecía que hubiera pasado
una semana sino unos instantes desde la primera vez que lo vio. Se acercó al
buhonero canijo y éste en cuanto lo vio, sin decir palabra, extendió una mano.
J.,vehemente, depositó un billete de veinte euros en aquella mano apergaminada.
Mientras una mano recogía el billete, la otra hurtaba la botella de ron que
sobresalía del abrigo del catedrático. J. volvió a ver en el rostro de aquel
desgraciado la enigmática sonrisa perruna que le martirizara en los sueños y al
momento sintió el alivio que presta la expiación de un negro pecado y comenzó a
caminar a paso ligero paseo arriba con una urgencia creciente.
El lunes siguiente se podía leer en los
diarios leoneses, en un pequeño apartado de las hojas finales, un extraño
suceso que había tenido lugar el domingo anterior en la plaza de Guzmán. Al
parecer, según relataron varios testigos a los policías locales que se
personaron en el lugar de los hechos, un individuo que venía corriendo por
Papalaguinda sorteando a los transeúntes que caminaban por el rastro, se lanzó
sobre la fuente que hay al principio del paseo. Al ver que no salía agua del
grifo, corriendo y con gran griterío se precipitó de cabeza a las heladas aguas
de la plaza de Guzmán. Atónitos por el suceso, varias personas se acercaron
para socorrer al sujeto. Lograron sacarlo del agua no sin gran esfuerzo pues
ofrecía tenaz resistencia, pataleando y gritando que tenía sed. Curiosamente
uno de los testigos, médico de profesión, manifestó que el sujeto mostraba
claros síntomas de deshidratación.
[Cuento premiado en el Concurso Pilas Tudor, Villafranca del Bierzo, 2017]
[El Amanuense]
[Cuento premiado en el Concurso Pilas Tudor, Villafranca del Bierzo, 2017]
[El Amanuense]
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