Alfanhuí es un libro prodigioso, escrito por un joven que llevaba la escopeta, como el del romance, “cargada de maravillas”. Muchos, miles, lo leyeron en una edición de quiosco, Libros RTVE, años sesenta, la primera acaso que metió por primera vez en las casas españolas más humildes la gran literatura. Pese a tener la primera edición, yo no he querido releerlo nunca en otra que en esa, que lleva además un gran prólogo de su amigo Juan Benet. Es imposible no sucumbir al embrujo de algo que siendo tan pequeño en dimensiones, es tan grande como el Lazarillo, solo que a diferencia de Lázaro, Alfanhuí es un muchacho luminoso y sagaz, pero no pícaro ni resabiado. La primera vez que lo leí tenía 18 o 19 años y por más que le miraba las costuras, como quien atiende a la magia de un prestímano, no acababa de ver dónde estaba el truco. No lo tiene. Ese es el truco. Está tan vivo que casi no es ni literatura, ese don que tienen tan pocas obras literarias.
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